La definición académica de «política», en su primera acepción, indica que se refiere al «Arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados». En cuanto a «gobierno», leemos en el diccionario: «Acción y efecto de gobernar o gobernarse. Orden de regir y gobernar una nación, provincia, plaza, etc.» Finalmente, «gobernar» es «Mandar con autoridad o regir una cosa».
Pero significa también «política» para la Real Academia de la Lengua, primeramente, «Actividad de los que rigen o aspiran a regir los asuntos públicos» y asimismo «Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, su voto o de otro modo». Significados de menor importancia son también evocados por la palabra «política», tales como «Cortesía y buen modo de portarse» y también «Por extensión, arte o traza con que se conduce un asunto o se emplean los medios para alcanzar un fin determinado» Es el último significado reportado: «Orientaciones y directrices que rigen la actuación de una persona o entidad en un asunto o campo determinado. Política agraria».
Que decida comentar acá las definiciones de la Real Academia, y no las que ofrecería la ciencia política, obedece a varias razones. La primera es que la Academia de la Lengua nos ofrece, con cada palabra, el edificio semántico de ese vocablo: los distintos pisos y planos de significado que la palabra contiene. La Real Academia registra como una fotografía, para el momento de confección de sus diccionarios, los distintos significados de una voz castellana y el orden de importancia o extensión en el uso de cada uno. Por ejemplo, el DRAE sugiere, cuando anota bajo el término «política» la actividad de los regidores o aspirantes a regidor antes que la actividad del ciudadano, que en la psiquis colectiva de habla castellana este orden existe: primero están los gobernadores y luego los gobernados. Y así es como comúnmente son las cosas. Por ahora.
La segunda razón para comentar definiciones del DRAE y no las que pudieran sugerir David Easton o Joseph La Palombara, es que nuestros «políticos»—»Dícese de quien interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado»—entienden su actividad más como la Real Academia la registra que como la formulan los politólogos. No deben ser muchos los políticos venezolanos que antes de tomar una decisión se ubiquen, en acto especialmente consciente, sobre el plano de las llamadas ciencias políticas.
Así que sabemos que en el habla común, a la que la Real Academia convierte en lengua de manera gramaticalmente consistente, «política» se refiere al «Arte, doctrina u opinión referente a mandar con autoridad o regir los Estados». Eso es la cosa. Mandar. Al Estado. («Cuerpo político de una nación. Cuando se refiere al organismo político superior, se escribe con mayúscula»).
Como puede verse, Estado no es lo mismo que nación; es sólo su cuerpo político. Por tanto, la política no es el arte de mandar con autoridad sobre una nación, y cualquiera que lo entendiera así estaría fundamentalmente equivocado. Sabemos también que hay quienes lo entienden así. Por ejemplo, el actual Presidente de la República, que durante la campaña del referendo revocatorio desechó ocuparse con preocupaciones de la oposición porque él estaba «ocupado gobernando el país». Pero también algunos, al menos, entre sus opositores. En la campaña electoral de 1998 Henrique Salas Roemer declaraba que el siguiente ciclo constitucional exigiría mucho a quienes pretendieran «gobernar sobre un país».
Dentro de los problemas generales de gobierno que han ocupado más espacio durante los últimos veinte años está, de hecho, el de la «gobernabilidad». Esto es, en el fondo, una queja acerca de la posibilidad de los gobiernos para lograr acatamiento de los gobernados. O sea, de nuevo la idea de que gobernar es mandar, y ya no sobre el cuerpo político de la nación, sino sobre sus ciudadanos. Uno pudiera decir, entonces, que gobernar así es interferir con la libertad de los ciudadanos. Los ciudadanos, el pueblo, serían un conjunto grande de tendencia díscola, a quienes hay que meter en cintura, mediante el empleo de la autoridad. La función de los gobernantes sería la de «poner orden», y a veces habría que imponer desde esta perspectiva, y sobre pueblos de baja «gobernabilidad», la consabida «mano dura».
Contrastemos estas nociones con las que ofrece la profesión de la Medicina Política. Ésta se define como el arte u oficio de resolver problemas de carácter público, y por tanto como el arte de identificar y aplicar tratamientos a tales problemas. Es decir, el campo de la Medicina Política está más cerca, no de la primera, sino de la última de las acepciones registradas por el DRAE para la voz «política»: se preocupa más por las «políticas», entendidas como tales soluciones a los problemas públicos. Política agraria, por ejemplo, o política educativa, o económica, o habitacional, etcétera.
Para la Medicina Política, quien gobierna un Estado no puede justificar su legitimidad sobre otra cosa distinta de su capacidad y práctica para resolver problemas públicos, para gestionar asuntos públicos y resolverlos satisfactoriamente. Es decir, la Medicina Política no es, como sí lo es la Política, un arte de dominación.
En segundo término, quien practica la Medicina Política es demócrata por definición. El mejor y más estudiado de los médicos sabe que el cuerpo humano es mejor y más poderoso médico que él. Del mismo modo el médico político parte de un profundo respeto por la inteligencia colectiva del pueblo sobre el que actúa, y por eso no pretende que el Estado es, como se le entendía (y aún hoy de modo disimulado), «país o dominio de un príncipe o señor de vasallos».
En percepción que el suscrito sostenía hace unos veinte años y un poco más, la política debía sustituir su paradigma de dominación por uno de solución. Creía que la política de poder debía ser sustituida por una política clínica, centrada sobre la salud de la nación antes que sobre el poder del mandatario. Ahora creo que podemos dejar a los políticos su campo específico; su protocolo general de dominarnos, sojuzgarnos—a veces, como ahora, de manera recrecida y excesiva—y su lucha cotidiana por hacerse con el poder e impedir que el adversario lo adquiera. (Letra pequeña, usualmente disimulada y ahora descaradamente voceada: «por todos los medios al alcance»).
Así escribía, en junio de 1986:
«Un paciente se encuentra sobre la cama. No parece padecer una indisposición común y leve. Demasiados signos del malestar, demasiada intensidad y duración de las dolencias indican a las claras que se trata de una enfermedad que se halla en fase crítica. Por esto es preciso acordar con prontitud un tratamiento. No es que el enfermo se recuperará por sus propias fuerzas y a corto plazo. Tampoco puede decirse que las recetas habituales funcionarán esta vez. El cuerpo del paciente lucha y busca adaptarse, y su reacción, la que muchas veces sigue cauces nuevos, revela que debe buscarse tratamientos distintos a los conocidos. Debe inventarse un nuevo tratamiento. La junta médica que pueda opinar debe hacerlo pronto, y debe también descartar, responsable y claramente, las proposiciones terapéuticas que no conduzcan a nada, las que no sean más que pseudotratamientos, las que sean insuficientes, las que agravarían el cuadro clínico, de por sí extraordinariamente complicado, sobrecargado, grave. Así, se vuelve asunto de la primera importancia establecer las reglas que determinarán la escogencia del tratamiento a aplicar. Fuera de consideración deben quedar aquellas reglas propuestas por algunos pretendidos médicos, que quieren hacer prevalecer sus tratamientos porque son los que más gritan, o los que hayan tenido éxito en descalificar a algún colega, o los que sostengan que a ese paciente ‘lo vieron primero’. La situación no permite tolerar tal irresponsabilidad. No se califica un médico porque haya logrado descalificar a otro. No se convierten en eficaces sus tratamientos porque los vociferen, como no es garantía de eficacia el que algunos sean los más antiguos médicos de la familia. El paciente requiere el mejor tratamiento que sea posible combinar, así que lo indicado es contrastar los tratamientos que se propongan. Debe compararse lo que realmente curan y lo que realmente dañan, pues todo tratamiento tiene un costo. Es así como debe seleccionarse la terapéutica. Será preferible, por ejemplo, un tratamiento que incida sobre una causa patológica a uno que tan sólo modere un síntoma; será preferible un tratamiento que resuelva la crisis por mayor tiempo a uno que se limite a producir una mejora transitoria. Y por esto es importante la comparación rigurosa e implacable de los tratamientos que se proponen. Solamente así daremos al paciente su mejor oportunidad. Esta prescripción, este modo de seleccionar la terapéutica, con la que seguramente estaríamos de acuerdo si un familiar nuestro estuviese gravemente enfermo, debiera ser la misma que aplicásemos a los problemas de nuestra sociedad. Venezuela es el paciente. Es obvio que sus males no son pequeños. Ya casi se ha borrado de la memoria aquella época en la que nuestros medios de comunicación difundían una mayoría de buenas noticias, cuando en la psiquis nacional predominaba el optimismo y la sensación de progreso. La política se hace entonces exigible como un acto médico. En las condiciones actuales, en las que el sufrimiento es intenso y creciente, ya no basta que los tratamientos políticos sean lo que han venido siendo».
Lo que entonces estaba describiendo era una metamorfosis de la Política. Ya no es necesaria. Ahora basta actuar como un médico político, que sí se rige por las prescripciones enumeradas en el texto precedente.
El médico político tiene que vencer la resistencia de los políticos, y hasta la de los mismos ciudadanos, que se han acostumbrado a ciertas conductas como pertenecientes de modo natural a los políticos. Por esto les cuesta admitir que se requieren otras conductas y otros actores. En principio un médico político debiera conducirse con arreglo a lo que la Real Academia registra como política: «Cortesía y buen modo de portarse». Pero a veces la «urbanidad» política no es posible, menos aun cuando ha sido sustituida por una cultura de procacidad. En este caso los médicos políticos sufren la incomprensión porque se atreven a cantar verdades o señalar cosas «inconvenientes». Pero un aforismo de Yehezkel Dror opone: «Si quieres ser eficaz tus valores deberán ser transparentes; si lo que quieres es consenso será mejor que sean opacos». Y en esta disyuntiva los médicos políticos optan por la transparencia, pues no pueden darse el lujo de la ineficacia.
Por lo demás, Manuel Antonio Carreño, que en su Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres proscribía que los caballos penetrasen a las casas—acto del todo incivil y grosero—hacía la salvedad de que los médicos, en caso de emergencia, podían llevar sus caballerías hasta el comedor. Los médicos políticos son médicos… y estamos ante un caso de emergencia.
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