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Fernando Mires es un sociólogo y politólogo chileno (1943) que ha escrito una buena cantidad de libros. (Amén de numerosos artículos y ensayos). Entre sus obras puede contarse a La rebelión permanente: Las revoluciones sociales en América Latina, El discurso de la indianidad: la cuestión indígena en América Latina y El Orden del Caos: ¿Existe el Tercer Mundo?, del que ha sido tomado el texto que compone esta Ficha Semanal #42 de doctorpolítico. A la publicación de este último libro—editado en Caracas por Nueva Sociedad en 1995—Mires se desempeñaba como profesor de Política Internacional en la Universidad de Oldenburg, en Alemania.
El texto escogido corresponde a la sección ¿Crisis política o crisis de la política?, del capítulo final: Por una reformulación de la política. Al comienzo del libro Mires introduce el término «desrevolución», para referirse al proceso iniciado por Mikhaíl Gorbachov en el seno de la sociedad soviética, que terminara dando al traste con el más prolongado de los experimentos comunistas. El fin de la bipolaridad es uno de sus focos de atención preferente. Otro de sus intereses es el da la emergencia de nuevas formas de articulación social. Así escribe, por ejemplo, en trabajo titulado Comunicación: entre la globalización y la glocalización (1999): «Las ONG y la formidable expansión que experimentan en el último decenio serían, en tal contexto, organizaciones reactivadas por el retiro del Estado, pero, a la vez, formas nuevas de autoconducción social que hacen innecesaria, en muchos casos, la permanente presencia del Estado; es decir, serían signos que marcan nuevos avances en el largo proceso que lleva a la formación de ciudadanos autónomos y soberanos, y que substituyen relaciones de vasallaje respecto al Estado que bajo formas disfrazadas (corporativistas, socialistas, populistas) prevalecen en nuestro tiempo».
Mires certificaba en 1995 la presencia de una nueva política despojada de historia y de utopía. Pero los venezolanos sabemos que tal certificación fue apresurada. La dominación actual se justifica en nuestro país, justamente, por una utopía «bolivariana» y una peculiar interpretación de la historia, desde la cual toma vigencia lo que pudiera llamarse una «Segunda Guerra Fría», luego del deceso del esquema bipolar ruso-norteamericano. La prédica «multipolar» del gobierno venezolano es, en realidad, una nueva versión de bipolaridad, que no encuentra expresión sustantiva (el «socialismo del siglo XXI» está por inventarse) en otra cosa que no sea la crítica de los Estados Unidos.
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Crisis de la política
Reformular la política no es un imperativo moral, es una necesidad de readecuación práctica. Después de la bipolaridad, la tensión entre las palabras y las cosas es cada vez más grande, de modo que no sólo la política, sino también muchas prácticas societarias experimentan dislocaciones entre sus significantes y sus significados. Pero la política es representación de ideas e intereses colectivos, y ahí se observa, de una manera más visible y concentrada, esa dislocación epistemológica. Por lo tanto, pese a que en muchos países se piensa que se vive una crisis política, aquí se plantea que se trata de un hecho mucho más decisivo: de una crisis de la política. La crisis de la política se expresa, naturalmente, en muchas crisis políticas, las que por lo general asumen la forma de crisis de representación, esto es, cuando las representaciones políticas tradicionales no encajan ni con los intereses ni con los ideales de los representados. La crisis de la política sólo en parte es resultado del fin de la bipolaridad. En cierto modo puede decirse que lo antecede; más aún, el fin de la bipolaridad también podría entenderse como resultado de la crisis de la política. Esta crisis tiene que ver, además, con dos procesos que se complementan entre sí. Por una parte, el deterioro de la llamada «sociedad del trabajo». Por otra, nuevos movimientos sociales que, de un modo emancipador, o de un modo regresivo, cursan por canales diferentes a los de la política tradicional. En ese contexto, el fin de la polaridad ha hecho más visible lo que antes se percibía sólo como tendencia.
Causa o consecuencia, el fin de la bipolaridad ha desvalorizado muchos de los términos con que era conjugada la política. Como ha sido expuesto, en los marcos de la guerra fría fue posible que el «secreto de Estado» se convirtiera en monopolio de expertos y políticos, escapando a la participación ciudadana. De este modo, independiente de los ritos democráticos, fue imposible evitar que en diferentes países los políticos se autonomizaran relativamente como «clase de Estado». Por supuesto, el grado más extremo fue el de las nomenklaturas comunistas, pero algo de «nomenklaturización» es observable también en Occidente, donde muchos de los partidos democráticos son muy poco democráticos en su interior. La autonomización de lo político respecto a la actividad ciudadana hizo posible que entre los miembros de la «clase política» se establecieran pactos implícitos y solidaridades que traspasaban las interpartidarias. Estas se daban por medio de «poderes de facto como logias, clubes, iglesias y mafias.
Que precisamente «después del comunismo» casi en todos los países occidentales sean descubiertos casos de corrupción entre políticos, dista de ser una casualidad. Pero no se trata de que los políticos sean mejor o peor que antes. Son, por lo común, los mismos. Lo que sucede es que muchas de las actividades de los políticos que en el pasado eran toleradas, después del bipolarismo aparecen como «escándalos», hasta el punto de que en países como Italia o Brasil la propia actividad política amenaza con convertirse en escándalo. La explicación es sencilla: en los tiempos de la bipolaridad, muchos escándalos podían conducir a la inestabilidad política, factor muy temido en la arena internacional. Los diferentes gobiernos de la guerra fría necesitaban dar una imagen de solidez hacia el exterior. Después de la bipolaridad, la obligación geopolítica de la estabilidad se ha convertido en superflua, de modo que, por una parte, las lealtades extra e interpartidarias se han vuelto más relajadas y, por otra, ha sido posible el surgimiento de una prensa especializada en «escandalogía política». Detrás del factor escándalo se encuentra, empero, una opinión pública que capta que ha llegado la hora de desmonopolizar el poder político, o lo que es igual, hacer que el político vuelva al lugar que no debió haber abandonado nunca: el de mediador. El escándalo revelado es uno de los medios de que se sirve esta opinión para reducir el inusitado poder alcanzado por la «clase política».
De la misma manera, la política ha perdido el carácter patético que llegó a alcanzar durante la «pax atómica» cuando cualquier gesto o palabra falsos podían llevar a desequilibrios que amenazaban la paz mundial. El estadista de las potencias grandes y medianas, aparecía así, frente a la opinión pública, como un superhombre, en quien habían sido delegadas atribuciones parea evitar el holocausto de la humanidad. En los tiempos de la guerra fría, la política como tal estaba asociada a la idea de la guerra. Invirtiendo a Clausewitz, era la continuación de la guerra por otros medios. Y el político era el guerrero de la guerra fría. Basta recordar la tensión con que eran esperados los resultados de las conversaciones que mantenían los políticos en «la cumbre». Hoy hasta el término «cumbre» ha perdido su patetismo. Los políticos pueden reunirse en las cumbres que quieran, y a nadie le importa demasiado.
Pero no sólo con la guerra estaba asociada la política. También, y quizás por eso mismo, estaba asociada con la historia. En los tiempos utópicos de la guerra fría, el futuro estaba decidido por las correspondientes utopías y la política era un simple medio para el cumplimiento de la historia. Hacer política era hacer historia. Para las izquierdas, tanto socialdemócratas como «revolucionarias», se trataba de obtener el poder como «un medio» para obtener un objetivo final. En EEUU, desde los tiempos de Wilson, todos los presidentes inauguraban sus gobiernos con un mensaje de «nuevo orden». Hoy, en cambio, el poder ha ido despojado de su telos. Y un poder no teleológico, es poder puro o puro poder; es un fin en sí mismo. Por lo mismo, el político ya no se siente apoyado por «la historia». Tiene que apoyarse en sí mismo, en su capacidad de convicción, o en su inteligencia, o por último, en su «imagen», cualidades que evidentemente no todos poseen. Pero esos mismos políticos enseñaron a su público a votar por ellos como portadores de una misión histórica. Y ahora, ese público no puede perdonar la ausencia de historicidad en la política. Entre las muchas críticas a la política, algunas correctas, se esconden otras que añoran la imagen del líder mesiánico, quien por medio de la catarsis provocada por su Palabra, conducía a las tierras subyugantes de la Utopía. Muchos no se conforman con la idea de que la política no es todo ni todo es política. En los tiempos utópicos, millones de seres humanos creyeron que en la política podía ser encontrada la felicidad que no podían obtener en sus vidas. No pueden conformarse con la idea de que la política no es el lugar de la felicidad sino del compromiso, y que del compromiso (donde para recibir hay que saber conceder) es imposible esperar la felicidad. La felicidad tendrán que encontrarla, desde ahora, en los lugares a los cuales pertenece: en el arte, en el orgasmo, en el amor y en la amistad, o simplemente, en el inmensurable placer de vivir. Pero nunca más en la política.
Fernando Mires
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