En 1985, poco antes de que emergiesen las tesis de Luis Alberto Machado sobre una «revolución de la inteligencia»—que personalidades tan disímiles como Fidel Castro y Robert Maxwell, el difunto magnate de medios de comunicación, consideraron de la mayor importancia—se iniciaba un programa patrocinado por la Fundación Neumann, el que manejaba una metodología cuyo objetivo era convertir «malos» en «buenos aprendedores». Entre los instrumentos que el programa empleaba a conciencia se encontraba la discusión de las más comunes entre las falacias de la lógica, empleadas profusa e inveteradamente en actividades de propaganda, especialmente en la propaganda con intención política. Para explicar cada tipo de falacia se ofrecía a los participantes en el programa una lista de ejemplos, y en cuanto a la falacia de asociación (que vincula falazmente elementos que realmente no tienen por qué estar unidos) uno de los ejemplos era la siguiente pregunta: «¿Está usted por la libertad y el capitalismo o por el socialismo y la esclavitud?»
El procedimiento así ejemplificado es lógicamente inválido. No hay un nexo ineludible entre capitalismo y libertad, como lo atestiguan, por caso, muy capitalistas dictaduras asiáticas, la china actual incluida. Tampoco lo hay entre esclavitud y socialismo. Los franceses de Mitterrand, por ejemplo, jamás perdieron su libertad, como tampoco lo hicieron los españoles de Felipe González. Pero asociando los términos del modo como lo hace la pregunta indicada, se induce en quien la escucha una urgencia psicológica por pronunciarse a favor de la primera pareja de conceptos. Es una manipulación puramente nominal, una técnica de persuasión, nada más.
El ejercicio manipulador puede construirse, por supuesto, a la inversa. Es exactamente el más reciente de los estribillos del gran manipulador de la comarca venezolana, Hugo Rafael Chávez Frías, quien lleva varios días remachando que el capitalismo es contrario a la democracia.
No importa que la mayoría de los ejemplos reales de economía capitalista sean países de sistema democrático. Chávez desecha el prematuro y triunfalista anuncio de Francis Fukuyama, que superficialmente decretó, hace no mucho (1989, 1992), el «fin de la historia» porque todo el planeta, todos sus Estados, es decir, llegarían a ser en breve una combinación de democracias con economías de mercado.
La clave del asunto reside en que Chávez considera que el término democracia significa una cosa distinta de lo que habitualmente entendemos por él. Así dice, por ejemplo (AFP, 4 de mayo de 2005): «La verdadera democracia es imposible con el capitalismo, porque son unos pocos poderosos sobre las mayorías débiles Donde la mayoría es explotada, esa no es democracia, que la llamen democracia es una cosa, pero no es democracia. La ruta es el socialismo, la democracia verdadera, la igualdad. No puede ser democrático un sistema que privilegia a una minoría y mantiene en la pobreza a la mayoría. Por el contrario, el socialismo es democrático porque procura el acceso de todos a la alimentación, la salud, la educación, la vivienda y el trabajo».
Hace no mucho reportaba esta carta la visión que del tema expone Heinz Dieterich, uno de los asesores-aduladores de Chávez (El socialismo del siglo XXI. La economía de equivalencias, 7 de abril de 2004, en entrevista reseñada en el #131): «El ideal de justicia de que todos tengan la misma gratificación por el mismo esfuerzo laboral, a mi juicio, sólo se consigue en el comunismo. Para que esto suceda no es suficiente la voluntad, sino que se exigen unas condiciones objetivas. Para que cada uno pueda aportar lo mismo con igual esfuerzo, necesitas niveles semejantes de alimentación, educación, participación, etc., es un proceso de voluntad política y de condiciones prácticas que te hacen una sociedad homogénea en cuanto a realizar y aportar más o menos lo mismo».
La primera manipulación de estos argumentadores, por tanto, consiste en la identificación de la noción de democracia con la aspiración de igualdad. Se trata de un mito persistente y extendido. La Declaración de Independencia de la más grande entre las potencias capitalistas, sin ir muy lejos, declara justo al comienzo: «Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales » Es decir, una igualdad original. Somos iguales al nacer.
Chávez, en cambio, sabe que los hombres no son creados iguales, pero quiere convertirlos en eso, en hombres iguales, en hombres de Dieterich.
Ni la idea marxista de la igualdad final del socialismo ejemplificado en Chávez es posible ni jamás ha sido que los hombres nazcan iguales, ni jamás lo será. Gracias a Dios, porque no sería lo más conveniente. Ambos, el liberalismo capitalista, de un lado, y el socialismo indigenista de Chávez del otro, son formas de sostener la noción de que el estado ideal de la sociedad humana es aquél en el que todos los hombres son iguales. Esta formulación se cuela, asimismo, en frases tales como la de «desigualdad en la distribución de las riquezas», implicándose por esto que la renta debiera, en principio, distribuirse igualitariamente. Una sociedad «sana»—esto es, la mejor sociedad posible—es una en la que la distribución de la riqueza aproxima la distribución de cualidades morales de una sociedad expresadas en la práctica.
Tal vez el mito político más generalizado y penetrante sea este mito de la igualdad. Sea que se postule como una condición originaria—como en el liberalismo—o que se vislumbre como utopía final—como en el marxismo—la igualdad del grupo humano es postulada como descripción básica en las ideologías tradicionales. El estado actual de los hombres no es ése, por supuesto, como jamás lo ha sido y nunca lo será.
Tal condición de desigualdad se reconoce, pero se supone que minimizando al Estado es posible aproximarse a un mítico estado original del hombre, o, por lo contrario, se supone que el crecimiento—a través, por ejemplo, de la militarización—del poder del Estado, y como paso necesario a la construcción de la utopía igualitaria, hará posible llegar a la igualdad. Entretanto, se concibe usualmente a la obvia desigualdad como dicotomía. Así, por ejemplo, se comprende a la realidad política como si estuviese compuesta por un conjunto de los honestos y un conjunto de los corruptos, por un conjunto de los poseedores y un conjunto de los desposeídos, un conjunto de los reaccionarios y uno de los revolucionarios, etcétera.
La realidad social no es binaria. Tómese, para el caso, la distinción entre «honestos» y «corruptos» que parece tan crucial a la problemática de corrupción administrativa. Si se piensa en la distribución real de la «honestidad»—o, menos abstractamente, en la conducta promedio de los hombres referida a un eje que va de la deshonestidad máxima a la honestidad máxima—es fácil constatar que no se trata de que existan dos grupos nítidamente distinguibles. Toda sociedad lo suficientemente grande tiende a ostentar una distribución normal de las «cualidades morales»: en esa sociedad habrá, naturalmente, pocos héroes y pocos santos—una Madre Teresa de Calcuta y un Juan Pablo II por planeta—como habrá también pocos felones, y en medio de esos extremos la gran masa de personas cuya conducta se aleja tanto de la heroicidad como de la felonía.
Del mismo modo, la distribución teóricamente «correcta» de las rentas sería también la expresada por una curva de «distribución normal», dado que en virtud de lo anteriormente anotado sobre la distribución de la heroicidad y en virtud de la distribución observable de las capacidades humanas—inteligencia, talentos especiales, facultades físicas, etc.—los esfuerzos humanos adoptarán asimismo una configuración de curva normal.
Esta concepción que parece tan poco misteriosa y natural contiene, sin embargo, implicaciones muy importantes. En relación con discusiones tales como la de la distribución de las riquezas, nos muestra que no hay algo intrínsecamente malo en la existencia de personas que perciban elevadas rentas, o que esto en principio se deba impedir por el solo hecho de que el resto de la población no las perciba. Por otra parte, también implica que las operaciones factibles sobre la distribución de la renta en una sociedad tendrían como límite óptimo la de una «normalización», en el sentido de que, si a esa distribución de la renta se la hiciera corresponder con una distribución de esfuerzos o de aportes, las características propias de los grupos humanos harían que esa distribución fuese una curva normal y no una distribución igualitaria.
No es la normalización de una sociedad una tarea pequeña. La actual distribución de la riqueza en Venezuela dista mucho de parecerse a una curva normal y es importante políticamente, al igual que correspondiente a cualquier noción o valor de «justicia social» que se sustente, que ese estado de cosas sea modificado.
Si bien es posible que todos progresen, los esfuerzos que lleven una intencionalidad igualitaria están condenados al fracaso por constituir operaciones tan imposibles como las de construir un móvil perpetuo. Tan imposible como hacer que una población esté compuesta por genios, es lograr que sea toda de idiotas. Tan imposible como hacer que toda sea una población de santos es obtener que sea íntegramente conformada por delincuentes, y, por tanto, en una sociedad económicamente justa, no podrá ser que todos sus habitantes sean ricos o que todos sus habitantes sean pobres.
En un sistema político sano, es normal que exista un pequeño número de personas que reciban una remuneración muy alta, siempre y cuando la proporción de personas que reciban una remuneración muy baja sea asimismo muy pequeña.
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