Cartas

Circula profusamente por las telarañas del correo electrónico un informe publicado por el Centro para Política de Seguridad en su sitio web, el que se presenta bajo el lema «Paz mediante la Fuerza». Se trata de un think tank de tendencia conservadora, que expresa un pensamiento afín a las líneas e ideas del Partido Republicano de los Estados Unidos. El informe en cuestión lleva por título «¿Qué hacer con Venezuela?» (What to do about Venezuela?) y está firmado por J. Michael Waller, quien a su vez funge como Vicepresidente para Operaciones de Información del centro mencionado.

En términos generales, el «Informe Waller» quiere llamar la atención sobre el descuido de la política internacional norteamericana respecto de América Latina y muy en particular respecto de Venezuela, al tiempo que aventura algunas recomendaciones para enderezar el entuerto del Departamento de Estado, que ahora hereda Condoleezza Rice. Pero Waller no define el descuido como falta de respeto a la realidad latinoamericana, sino como «abdicación de las obligaciones hemisféricas de seguridad» de los Estados Unidos.

Waller construye su informe sobre unas cuantas verdades y más de una inexactitud, y a la hora de recomendar tratamientos es ingenuo cuando es explícito y ominoso cuando es indefinido.

El análisis de Waller es certero en cuanto a la vocación totalitaria del régimen de Chávez y al ámbito que pretende controlar, pero se queda corto en cuanto a la comprensión de su naturaleza, al no tomar en cuenta el poderosísimo anclaje emocional y gnoseológico de Chávez en Venezuela, América Latina y aun más allá. (La Ficha Semanal #46 de doctorpolítico del próximo martes 18 de mayo, tratará este tema). Waller sólo atiende, en lo discursivo, a la racionalización expresa de la dominación chavista, a su coartada revolucionaria que, prendida de una furia ancestral y extensa, se permite ser, en apariencia, irracional. (Por ejemplo, Chávez dice que el capitalismo no es una democracia porque supone el dominio de muchos a manos de pocos. Si se le observara que su régimen es precisamente eso, con la mayor tranquilidad argumentaría que una revolución y su adecuada conducción deben confiarse a un liderazgo que interpretará las direcciones convenientes al pueblo y dirigirá las batallas necesarias, y que por tanto se trata de un caso distinto. Es como su acusación de golpismo contra la oposición. Los del 4 de febrero no eran golpistas, eran revolucionarios).

De nada vale señalar que esa coartada, su justificación última, ni siquiera existe. El socialismo del siglo XXI está por inventar, no digamos instaurar. Entonces la racionalización del chavismo no está en el pasado. Lo que está en el pasado es su resentimiento, que le provee motivación y tradición suficientes. Lo racional está en el futuro. Es una racionalización aristotélica, de «causa final»—de «atractriz», para emplear un fructífero concepto de la recentísima teoría del caos—no de causa originaria, como lo exigiría el racionalismo occidental moderno.

Son estas cosas unas entre las varias que Waller no percibe.

Waller, por otra parte, concede papel prominente en su análisis a seguridades que no son tales, incluso a cosas totalmente contrarias a los hechos, lo que en ocasiones le conduce a contradicción. Por ejemplo, recae en el ataque a la figura de James Carter y su papel en la observación del referendo revocatorio del 15 de agosto, o supone inerrante el estudio encargado por Súmate a Hausmann y Rigobón, y que en algún punto Waller adscribe, tendenciosamente, a la Universidad de Harvard y al Instituto Tecnológico de Massachussets, siendo que sólo se trata de la opinión errónea de un profesor de una y un profesor del otro. (Esta publicación se ha referido extensamente a ambos puntos, así como a lo ocurrido en aquella fecha, de modo que no se repetirá aquí la evaluación de esas inexactas nociones. Ver especialmente los números 100, 103, 104 y 106).

Del mismo modo incurre en apreciaciones equívocas, cuando aduce que Chávez «invalidó la constitución existente (vigente desde 1961) empleando medios ilegales y seudolegales», pero en cambio acierta cuando expone que «La conducta del hombre fuerte de Venezuela se ha convertido ahora en un tema internacional. Si fuese meramente un asunto de políticas domésticas socialistas o populistas y una retórica contra los Estados Unidos—un recurso común por tres generaciones—Washington pudiera salirse con la suya conduciendo los negocios como lo ha hecho (y lo hace) con tantos otros países en la región».

Pero el problema es, de nuevo, que Waller piensa que lo que hay que cambiar es el modo de reaccionar ante lo que considera un mero asunto de seguridad, cuya solución es sacar a Chávez del poder. Y aquí propone las siguientes cosas:

Primera. «Con lecciones aprendidas en la guerra de Irak, los EEUU pueden mejorar su estrategia psicológica para acelerar su autodestrucción política». Aunque Waller no especifica cómo se logra esto—más allá de su previa sugerencia de no nombrar a Chávez—previene que este recurso sería eficaz porque el presidente venezolano sería un caso psiquiátrico. (Comentando sobre su libro Crazy States, escrito proféticamente en 1971, Yehezkel Dror observaba de Hussein en entrevista concedida a The Jerusalem Post veinte años después: «Saddam no está loco en un sentido clínico como algunos quisieran hacernos creer. Sus movidas son impredecibles a causa de su diferente marco mental, que meramente parece loco a los occidentales»).

Segunda. «Los EEUU deben estar preparados para actuar inmediatamente con el fin de impedir al dictador venezolano que destruya su país como parte de un intento desesperado por perpetuar su régimen. Es particularmente preocupante el hecho de que, en tiempo de crisis, el dictador venezolano pudiera estar tentado a destruir la infraestructura económica de su país—especialmente donde tal destrucción (por ejemplo, instalaciones petroleras) dañaría a los Estados Unidos, otros países y los venezolanos que se le oponen». (De nuevo, Waller no explica cómo los EEUU lograrían este objetivo, y deja traslucir que lo que más le importaría a ese país—si no lo único—es nuestro petróleo. Por otro lado, es muy inapropiado llamar un «hecho» a algo que no ha ocurrido, y que tal vez pudiera ocurrir «en tiempo de crisis». Además, quedaría por entender la lógica de que Chávez decida destruir lo que el informe Waller acertadamente señala como una de sus principales fuentes de poder e influencia, indispensable para su agenda expansionista. Un pensamiento paranoico pudiera llevar a pensar que si tal cosa se tomara como justificación de una invasión de los Estados Unidos, pudiera estar en el interés táctico de sus halcones el sabotear nuestra industria petrolera para achacar tal destrucción al gobierno, que es lo que Chávez ha venido indicando recientemente y le ha servido como excusa para meter tropas en las instalaciones de PDVSA).

Tercera. «Los amigos de la democracia en la región deben proveer apoyo material y protección vocal a los miembros remanentes de la oposición dentro del país. Esto incluye a las organizaciones cívicas, ONGs, organizaciones de derechos humanos y grupos políticos». (Es decir, lo que los Estados Unidos han venido haciendo, por ejemplo, a través del National Endowment for Democracy, sólo que en este caso Waller aspira contar con «apoyo material» y declaraciones públicas a favor de la oposición de parte de, digamos, Brasil o Argentina).

Cuarta. Los Estados Unidos «…pueden invocar la Carta Democrática de la OEA. Ésta es el arma individual más poderosa contra la consolidación continua del régimen, y puede ser incluso útil en el pastoreo de una reversión de la revolución. La adopción de la ruta de la OEA necesitaría acción directa de los Estados Unidos, pero sólo como uno de muchos miembros de la OEA. Una estrategia de Carta Democrática puede funcionar sólo después de una campaña de diplomacia pública con exposición prolongada y precisa de la amenaza del régimen a la seguridad hemisférica y los derechos humanos». (¿Creerá Waller que los recientes tropiezos de los Estados Unidos en la elección del Secretario General de la OEA auguran éxito en este propósito?)

Después indica: «Al mismo tiempo, la esperanza remanente en el calendario de una resolución pacífica de la amenaza en progreso es la elección presidencial venezolana de 2006. A pesar de la probabilidad de un fraude al nivel del referendo de 2004, el Centro recomienda los siguientes pasos:»

Quinta. «Sostener y proteger (mediante la vigilancia y el apoyo material de naciones miembros de la OEA) los movimientos democráticos y de derechos humanos al interior de Venezuela. Para las elecciones de 2006 debe ponerse en práctica un nuevo proceso y modelo electoral para desanimar o por lo menos entorpecer la clase de fraude que ocurrió en 2004. Es probable que el régimen sabotee la implementación de cualquier nuevo proceso. Esto, por sí mismo, ayudará a consolidar el cambio de paradigma en la percepción precisa del gobierno venezolano como una dictadura». (Por lo que respecta a los movimientos a los que habría que apoyar la lista es larga, como consta de la enumeración abundante pero incompleta del #129-130 de esta publicación. Luego, habría que ver cómo se logra la implantación de un nuevo modelo electoral en el país, aun cuando pareciera que Waller recomienda esto último sólo para provocar una negativa deslegitimadora del gobierno, un pretexto más para intervenir).

Sexta. «Aumentar significativamente la cooperación con socios hemisféricos y reunir inteligencia acerca de la asociación existente entre el régimen venezolano y estados patrocinantes del terrorismo, y exponer las conexiones bolivariano/terroristas. Una vez completado esto, es probable que otras opciones de acción reciban apoyo multinacional». (De nuevo ¿quiénes se ofrecerían como socios hemisféricos de los Estados Unidos en esta misión de vigilancia y recopilación de información? ¿Sólo Colombia, México y tal vez Perú y Bolivia? ¿O cree Waller que los Estados Unidos podrán convencer a Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Ecuador y alguna que otra nación caribeña—¿Curazao?—por mencionar algunos países, de que se sumen a una tal red de inteligencia? ¿A qué apunta Waller? ¿A una «guerra preventiva» como la de Irak en la que el papel de Inglaterra y España sea asumido por estados americanos que se negaron a alinearse, por caso, con la candidatura Derbez? ¿Cuáles son esas «otras opciones de acción» que Waller estima posibles y merecedoras de apoyo por parte de «socios hemisféricos»? ¿Una invasión directa de los Estados Unidos? ¿Una de Colombia?)

En fin, un verdadero bodrio lógico, estratégico y principista el tal informe Waller. Tiene, naturalmente, sus aciertos, pero expone ilusas conclusiones como la siguiente: «América Latina es un territorio fácil de navegar para los EEUU con todos sus instrumentos de arte del Estado. Mucha de la oposición tradicional a Washington es emocional y retórica, particularmente cuando los EEUU ofrecen poca razón para que alguien arriesgue su carrera política al definirse como amigo o aliado». Un espejismo de tal magnitud sólo podría conducir a garrafales errores por parte de los Estados Unidos, al ignorar la profundidad del sentimiento antinorteamericano, que estuvo adormecido hasta que las iniciativas internacionales de George W. Bush se hicieran presentes. Waller debiera leer de nuevo El americano feo, si es que no se ha percatado del rechazo que la actual administración estadounidense ha exacerbado en muchos puntos del planeta.

Es verdad que, como lo pone Waller, «…a diferencia del gobierno y sus partidarios pagados, la mayoría de los venezolanos tienen gran afecto por América—aquí Waller no se refiere a todo el continente descubierto por Colón y anunciado por Vespucio, sino a la identidad nominalmente usurpada por los Estados Unidos—y sus libertades». Sin tanta exageración hay algo así: Alfredo Keller ha medido en febrero de este año que, a pesar de todos los esfuerzos del chavismo, 50% de los venezolanos prefiere a los Estados Unidos como modelo de desarrollo, contra sólo 6% que prefiere a Cuba.

Y también atina Waller al observar que «…las encuestas muestran que la oposición mantiene cerca de 50 por ciento de apoyo entre el electorado». (Si se tiene por oposición no a los partidos opositores, que están muy mal, sino a la proporción de la población que no es chavista. Esto, por ejemplo, es también una medición de Keller). Pero entonces Waller debe explicar por qué consideraría más válido ese 50% de definición contraria que la otra mitad que se identifica hoy como chavista, que es base para una aprobación del «líder del proceso» que Keller registra en 69%. Digo, si es que la preocupación última de Waller es una defensa de la democracia, aunque el lema que represente sea, recordemos, «Paz mediante la Fuerza». LEA

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