La última ópera que escribiera Puccini, la por poco inconclusa Turandot, rompe moldes de la convención dramática del género. En ella el coro, que para óperas anteriores había sido meramente un relleno entre cantos de los protagonistas, comentario sobre la acción o pincelada de refuerzo, pasa a ser él mismo un personaje.
El esqueleto de la trama es simple: Turandot, Princesa de China, ha estipulado que sólo se casará con aquel pretendiente que acierte la solución de tres enigmas que ella le propondrá. Quien falle será decapitado.
La acción comienza en la plaza de Pekín, donde un enjambre de súbditos aguarda, con ánimo expectante e interesado, el espectáculo de la decapitación del Príncipe de Persia, que no supo contestar las adivinanzas. Es un pueblo que obedece a los personajes reales, como la princesa. Lo que está a punto de ocurrir es una consecuencia esperable de un decreto de Turandot, y por tanto no lo cuestionan. Si es de la princesa debe ser justo. El coro se escucha en la espera.
De pronto aparece una llamativa figura: el Príncipe de Persia, escoltado por guardias hacia el cadalso. Es muy joven, es apuesto y parece muy bueno y noble. Habría hecho un benévolo consorte de Turandot. Entonces el pueblo se horroriza y se conmisera con el príncipe, y desde una profunda lástima las voces piden clemencia a la princesa. Hay quienes gritan: «Turandot, crudele».
Pero luego aparece Turandot: radiante, bellísima, poderosa, subyugante. Tanta es su hermosura, tan lujosas son sus galas y obvio su poder, que el pueblo olvida su emoción anterior y prorrumpe en adoración de la princesa.
La ópera Turandot caricaturiza así uno de los rasgos de la opinión pública: su variabilidad instantánea, su volubilidad. Puede que las abejas de un enjambre vuelen posadas sobre un área fija, a veces por un buen tiempo, pero también pueden alejarse con gran velocidad sin previo aviso.
Así le pasó a Girolamo Savonarola (1452-1498) en Florencia, ciudad-estado renacentista que dominó a partir de 1492, el mismo año en el que, sin intención, Colón descubría un mundo desconocido a los afroeuroasiáticos. (Tampoco conocían Oceanía a la fecha). Savonarola predicaba fieramente contra la corrupción de la iglesia y las costumbres. Alcanzó su cumbre cuando patrullas de jóvenes organizadas por él fueron casa por casa para recoger ostentosos y vanos objetos, que iban desde cosméticos hasta obras de arte, pasando por vestimenta, libros, instrumentos musicales, que quemarían luego en inmensa hoguera de las vanidades en la plaza principal. Era un orador mesiánico y carismático, que creía que Dios le hablaba y le pedía que hiciera cosas, y pretendió instaurar una democracia teocrática y un modo de vida en extremo puritano. Para él era malo ser rico.
Ese exceso fue su perdición. La bondad compulsiva no era del agrado de muchos, y él no sabía que no se puede restaurar la moral de la noche a la mañana y que no se la puede forzar. Excomulgado por Alejandro VI (el papa Borgia), comenzó a perder apoyo cuando el pontífice amenazó con lanzar un interdicto contra Florencia, lo que impediría su comercio. Savonarola fue apresado por el propio pueblo y luego juzgado—sobre pruebas forjadas de herejía—y colgado y quemado en la hoguera.
Como enseñó Puccini, el pueblo es un enjambre con capacidad de inconstancia. LEA
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