Fichero

LEA, por favor

Debo esta Ficha Semanal #46 de doctorpolítico a una cadena de mediaciones. El noble arquitecto y diseñador, mejor amigo, Juan Bravo Sananes, me envió desde Maracaibo el dato que a su vez había recibido de su hermano, residente en Canadá: el soplo acerca de un blog extraordinario, cuyo responsable es el venezolano Francisco Toro Ugueto, que lo alimenta desde Maastricht. En particular, Juan refería un trabajo de Toro sobre el libro El laberinto de los tres minotauros, del profesor José Manuel Briceño Guerrero, que enseña en la Universidad de Los Andes desde 1962. (En ese año llegaba a Mérida precedido de un aura de sabio; tuve entonces la oportunidad de escucharle tres «conferencias contradictorias» sobre materialismo dialéctico e histórico). Para completar la secuencia de mediaciones, hay que anotar que Toro se dio a la tarea de traducir al inglés extensos trozos de la obra de Briceño Guerrero, los que hizo preceder de sus propias notas y reflexiones.

Como anota Toro en su blog, Briceño Guerrero interpreta «…la cultura latinoamericana como una mezcla de tres ‘discursos’ separados, mutuamente incompatibles: el discurso Racional-Occidental, el discurso Mantuano y el discurso Salvaje». El libro de Briceño Guerrero fue escrito entre 1977 y 1982, y por tanto no podía ser una referencia específica a Chávez. Es Toro quien establece—como otros lectores del apureño lo han hecho—una relación significante entre la descripción del discurso salvaje y el chavista: «…explica no sólo por qué existe el chavismo, sino también por qué tiene éxito. La atracción política de Chávez está basada en el lazo emocional que su retórica crea con una audiencia que resiente profundamente su marginalización histórica. Funciona al hacerse eco de la profunda resaca de furia de los excluidos, una furia que Briceño Guerrero explica poderosamente. La retórica de Chávez está basada en una comprensión intuitiva profunda del discurso no occidental/antirracional en nuestra cultura, un discurso que ha sido alternadamente atacado, descontado y negado por generaciones de gobernantes de mentalidad europea. Chávez valida el discurso salvaje, lo refleja y lo afirma. Lo encarna. En último término, transmite a su audiencia un profundo sentido de que el discurso salvaje puede y debe ser algo que nunca ha sido antes: un discurso de poder».

El artículo de Toro lleva por título «La revolución sin sentido», lo que alude a la dificultad de comprenderlo por parte de cerebros situados en un espacio occidental-racional. En amable correspondencia me explica el método de Briceño Guerrero: «El talento del hombre radica en su capacidad de mimetizarse con cada uno de los tres discursos que describe: poco a poco, en cada una de las tres partes del libro, se va pasando a la primera persona, deja de describir el discurso y comienza a encarnarlo, a asumirlo, y a expresar—así en primera persona—sus contradicciones internas».

La ficha de hoy contiene la parte final del capítulo 6 de la sección El discurso salvaje, de El laberinto de los tres minotauros, esta vez en las propias palabras de Briceño Guerrero, ya no como retraducción desde el inglés de Toro. Debo agradecer el préstamo de la biblioteca del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos que me permitiera leer directamente el importante y sugerente libro, luego de gentil gestión de Aura Corzo.

LEA

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Discurso salvaje

Las colinas, los bosques, los prados, los animales y las plantas tienen amo, tienen propietario. Yo camino sobre tierra ajena, donde soy tolerado como sirviente; y no hay ningún sitio que yo pueda llamar mío. Con mi trabajo pago a duras penas las cosas que consumo y el alquiler de las que uso. Uso y consumo las peores y aun así logro escasamente sobrevivir. Todas las cosas se cambian por dinero; mi trabajo también. Pero la cantidad de dinero que obtengo no me alcanza para comprar las que necesito. Ando manga por hombro y crío hijos malsanos condenados a vender su sangre.

A veces los amos tienen rostro latifundista, patrón. Yo les digo «Sí amito, sí patrón, lo que Ud. mande, jefe, ya mismo Don Ra-amón». Pero cada día es más frecuente que no tenga rostro y se llame compañía anónima, ministerio, instituto, comité central, empresa transnacional; me entiendo sólo con capataces o funcionarios. De nada me sirve matar a los amos porque vienen sus herederos a tomar posesión; de nada me sirve matar a unos capataces o funcionarios porque nombran otros de inmediato, tal vez peores; sin contar los castigos y represalias.

Sé que mi presencia les repugna, que les doy asco, que si pudieran prescindir de mi trabajo (sustituyéndome por máquinas, por ejemplo), me eliminarían físicamente, me exterminarían como a ratas.

Camino encogido, con la cabeza gacha, reverente y como pidiendo perdón por existir, sobre la misma tierra donde mis ancestros se erguían altivamente para respirar a pleno pulmón el aire de su mundo en la holgura de la patria; pero hubo un combate y fueron vencidos. Pelearon y perdieron; nosotros heredamos el oprobio de su derrota así como ellos, los otros, los de arriba, aquellos a cuya merced estamos, heredaron los privilegios de la victoria. ¿Podemos preparar otro combate, la revancha, una batalla a campo abierto, con clarines, en un día brillante de banderas y metales bruñidos, o perseveraremos en esta sórdida situación de resentimiento, saboteo, doblez, odio reprimido, envidia y papel?

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Lo que somos, lo que fuimos, lo que podemos ser no está en la memoria y en las manos de Dios, sino en archivos; de Dios mismo debe haber una carpeta. Cédulas, partidas, contratos, títulos de propiedad, diplomas, protocolos, certificados, hipotecas, nombramientos, legados, testamentos, despidos, permisos, recibos, cuentas, decretos, resoluciones, autorizaciones, sentencias, oficios, salvoconductos, credenciales, currícula, hojas de servicio, expedientes, libretas militares, tarjetas perforadas, comprobantes, cartas de crédito, letras de cambio, escrituras, permisos, circulares, planillas, solicitudes, avisos, preavisos, citaciones, antecedentes, justificativos, convenios, amonestaciones, carteles, fianzas, órdenes (de pago, arresto, desalojo, secuestro), actas (de nacimiento, matrimonio, defunción).

El destino, para nosotros, tiene cara de papel, color de oficina registradora, olor de gaveta, voz de funcionario; sus hilos son de tinta; vuela con plumas de escribir, camina con pies de imprenta; su casa es el laberinto burocrático. ¿Puedo encender un fuego que lo queme?

………

Quiero el incendio ya. La revolución violenta. Sangre derramada. La destrucción de todo este orden de cosas. Abajo cadenas. Victoria o muerte.

Pero este deseo ardoroso me ha hecho víctima de una nueva forma de opresión y explotación que se suma cruelmente a las otras mientras promete suprimirlas: la lucha revolucionaria.

Para comprender el mecanismo de la trampa revolucionaria, veamos nuestra sociedad a vuelo de pájaro. Está constituida, primero, por los amos, los poderosos, los de arriba, los señores; llamémoslos blancos. Segundo, los que sin ser amos tienen una participación variable en los bienes de la sociedad, son capataces, administradores, maestros y profesores, pequeños comerciantes, policías, profesionales liberales; llamémoslos pardos; pueden ascender dentro de su categoría y algunos pueden superarla para engrosar el rango de los blancos. Tercero, nosotros, es decir, «los indios y los negros», los de abajo y afuera.

Suele ocurrir que los blancos tengan entre ellos mismos peleas de señores. Entonces se sirven de nosotros; nos organizan política o militarmente con una ideología revolucionaria, con planes revolucionarios, con promesa de cambios radicales. Nos hacen combatir y cuando han logrado sus fines, cuando han arreglado sus cuentas de blancos, se deshacen de nosotros poco a poco mediante retrasos, aplazamientos, intrigas, divisiones, recompensas parciales y a veces aun con la ayuda de sus adversarios reconciliados.

Suele ocurrir también que pardos de ambición impaciente quieran forzar el ascenso dentro de su categoría, acelerarlo para llegar por un canal extraordinario al rango superior. Entonces se sirven de nosotros; nos organizan política o militarmente con una ideología revolucionaria, con planes revolucionarios, con promesa de cambios radicales. Nos hacen combatir y cuando logran llegar a importantes magistraturas desde donde se acomodan, se desligan de nosotros o nos mantienen organizados en las capas bajas de partidos políticos reformistas, en calidad de clientela y tropa de choque.

En el esfuerzo que hago para esta lucha me comprometo más que en el trabajo de los campos, el servicio doméstico, la construcción y las fábricas; me doy entero, arriesgo todo. Mi salario es la ilusión de triunfo, la exaltación momentánea, el desahogo, los instantes del asalto y del grito. Pero no logro realizar mi anhelo. Al contrario, mi rebeldía se incorpora aún más al dinamismo del sistema opresor, le sirve y lo fortalece. Mi peligrosidad se ve disminuida y retardada por esa masturbación periódica.

En cambio ellos sí logran sus fines; además de mantenerme en cintura, canalizan mi torrente hacia sus molinos, me cogen de escalera, arriman mi brasa a su sardina.

Amonedan mi furia para comprar poder los dirigentes revolucionarios. Se vuelven ricos con la plusvalía de esa empresa llamada lucha revolucionaria en la que yo pongo mi fuerza de combate, mi capacidad de sacrificio, mi agonía, Plusvalía revolucionaria.

¿No te has fijado, hermano, que los dirigentes revolucionarios son blancos o pardos? Los caudillos negros o indios de las revoluciones han sido «cachicamos trabajando para lapa».

He visto también—deseara no haberlo visto—que la revolución, caso de ser practicada en serio y caso de triunfar, conduce a formas de injusticia y opresión más abominables que las actuales. Esas formas nuevas de injusticia y opresión las he visto en los ojos y en las palabras de los dirigentes más sinceros, más esforzados, más leales a la causa. Se sienten salvadores mesiánicos, avatares de la historia; creen conocer mis intereses, mis deseos y mis necesidades mejor que yo mismo; no me consultan ni me oyen; se han constituido por cuenta de ellos en representantes míos, en vanguardias de mi lucha; son tutelares y paternalistas; prefiguran ya el Olimpo futuro donde tomarán todas las decisiones para mi bienestar y mi progreso; las tomarán y me las impondrán en nombre mío, a sangre y fuego en nombre mío. Yo bajo la cabeza diciendo «Sí camarada, sí compañero, eso es lo que hay que hacer, tiene razón, viva». Les sigo la corriente para que no me peguen y para no desanimarlos; pueden producir esos momentos de relajo, de caos, cuando parpadea la vigilancia de los gendarmes, cuando puedo descargar impune mi rencor, mi cólera reprimida, mi odio; después de todo, ese alivio esporádico es el mendrugo que me toca en el tejemaneje revolucionario mientras llegan días peores, los del triunfo revolucionario.

José Manuel Briceño Guerrero

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