Casi mes y medio antes de los acontecimientos del 11 de abril de 2002 recibí la llamada de un editor venezolano de periódicos y revistas. La llamada tenía por objeto solicitarme un artículo para una de sus publicaciones, en el que debía exponer una cierta salida a la crisis política del momento. El editor había leído artículo de Marta Colomina del domingo 3 de marzo, en el que se pronunciaba a favor de lo expuesto por mí. De hecho, la llamada y la petición se produjeron en la mañana de ese día.
Colomina me había entrevistado por radio el 26 de marzo de ese año, luego de que supiera de la descripción que hice por primera vez el día anterior en el programa Triángulo de Televén, hoy extinto. Había mostrado cómo la decisión de la Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999, que dio origen al proceso constituyente de ese año, implicaba que una mayoría de los venezolanos podía de pleno derecho y de modo perfectamente constitucional abolir el gobierno que quisiera, aun cuando la figura de abolición no estuviera contemplada en la Constitución que ya nos regía, y cómo podía, desde su carácter de Poder Constituyente Originario, ordenar a la Fuerza Armada que se asegurara del cumplimiento del inapelable decreto de abolición. El artículo solicitado por el editor fue publicado tres o cuatro días después de su llamada. Se llamó «Acta de abolición».
Tres semanas después imaginé un curso menos duro, pero igualmente eficaz. Un método más médico que quirúrgico. Teniendo a la mano el instrumento de abolir, blandido en ultimátum, exigir a Chávez que convocara en Consejo de Ministros un referendo consultivo a celebrar en pocos meses, en el que se definiera si los ciudadanos que querían su continuación en el cargo eran mayoría, bajo el compromiso de renunciar si el resultado le era adverso. Esta proposición contenía una exigencia adicional: en aras de la irreprochabilidad del proceso referendario, Chávez debía configurar una falta temporal en la Presidencia según lo contemplado en el artículo 234 de la Constitución: «Las faltas temporales del Presidente o Presidenta de la República serán suplidas por el Vicepresidente Ejecutivo o Vicepresidenta Ejecutiva hasta por noventa días, prorrogables por decisión de la Asamblea Nacional por noventa días más».
Al tener la idea a punto llamé al mismo editor y le propuse un segundo artículo sobre este nuevo curso. Rechazó la noción de inmediato con las siguientes palabras: «Lo que va a ocurrir es que los factores de poder en Venezuela van a deponer a Chávez, y a eso se le dará un maquillaje institucional». No había que gastar pólvora en zamuros, ni tampoco se requería la participación popular de la abolición: los «factores de poder» se bastarían solos.
(La próxima Ficha Semanal de doctorpolítico, #48 del martes 31 de mayo, contendrá la redacción del tratamiento desechado).
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Los políticos de todas partes del orbe juegan así. No es que la política surja del derecho. El derecho es convocado en tanto maquillaje necesario para presentar una decisión de Realpolitik como si fuera legal o legítima. Los Estados Unidos, por poner un caso, cuyo Congreso aprobó en diciembre una provisión que permite la suspensión de cierto tipo de ayuda internacional a un país que rehúse conceder la inmunidad a todo ciudadano norteamericano ante la Corte Penal Internacional. Equivale a declarar que el Poder Legislativo de los Estados Unidos sostiene que los ciudadanos de este país deben disfrutar de esa inmunidad, a pesar de que los actos por los que concebiblemente pudieran ser enjuiciados habrían sido predicados por una presunta defensa universal de la libertad, la democracia y los derechos humanos.
¿Qué busca proteger esa inmunidad? ¿En qué impunidad se convierte?
Ayer salió a la luz pública el informe anual (2004) de Amnistía Internacional. El Grand Prix fue ganado ampliamente por los Estados Unidos, en un informe de 3.305 palabras. (Venezuela ni siquiera apareció en el marcador, a pesar de duras haladas de oreja en documento de 683 palabras).
El informe de 308 páginas sobre los Estados Unidos de Amnistía Internacional reserva su mayor condena para lo que ocurre en el centro de detención de la Bahía de Guantánamo, que los Estados Unidos inexplicablemente administran en Cuba. Le impone una etiqueta: «el gulag de nuestro tiempo». (Según expresión de Irene Khan, Secretaria General de Amnistía Internacional). La famosa ONG internacional exige el cierre del campo, al señalar que los Estados Unidos han desatendido su responsabilidad de proteger los derechos humanos y en cambio han creado un nuevo léxico de abusos y torturas. El informe considera que los «…intentos de diluir una prohibición absoluta contra la tortura mediante nuevas políticas y parla cuasi-gerencial, tales como ‘manipulación ambiental, posiciones de estrés y manipulación sensorial’, fue uno de los más dañinos asaltos contra los valores globales» durante 2004.
Con este juicio los Estados Unidos se encuentran destacados entre los peores casos de violación de derechos humanos en el planeta, en la dudosa compañía de Sudán, Zimbabwe, Haití, Congo, China, Nepal y Australia. El reporte de Amnistía Internacional considera que la caída del régimen Talibán de Afganistán, a manos de fuerzas dirigidas por los Estados Unidos ha hecho poco por los derechos de las mujeres. En la región occidental de Herat cientos de mujeres se han pegado fuego para escapar de la violencia doméstica o matrimonios forzados.
¿Qué ocurre entretanto con los ciudadanos norteamericanos? ¿Qué opinan ante un gobierno que, al decir de Amnistía Internacional, «ha sancionado técnicas de interrogación que violaron la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura» y cuyo presidente «ha establecido en un memorándum central de política fechado el 7 de febrero de 2002 que, aunque los valores de los Estados Unidos ‘exigen que tratemos humanamente a los detenidos’, hay algunos ‘que no merecen legalmente ese tratamiento’»?
Bueno, una encuesta de Gallup, USA Today y CNN (data del 20 al 22 de mayo) revela que la gestión del presidente Bush ha continuado descendiendo en su tasa de aprobación. (Cuatro puntos en las últimas dos semanas y media). Además de la desaprobación en materia doméstica (58% contra su manejo de la economía, 59% contra su proposición en el tema de pensiones), 56% rechaza su manejo del problema de Irak y 51% su gestión general de relaciones exteriores.
¿Es sólo en el caso de los derechos humanos violados en Abu Ghraib, Guantánamo y Afganistán que el gobierno de Bush merece reprobación? Considérese un solo indicador en materia de desempeño económico: el gobierno de Bush recibió una ejecución presupuestaria federal con un superávit de 230 mil millones de dólares y logró transformarlo en un déficit de más de 500 mil millones en menos de tres años. En términos absolutos amenaza con duplicar el nivel histórico máximo—el último año de la administración de Bush padre—y en términos de porcentaje del producto interno bruto el récord establecido por Reagan en 1986.
La opinión pública tiende a ser más lenta que los expertos en la formación de sus juicios. La Red de Noticias de Historia de la Universidad George Mason realizó 415 entrevistas a historiadores norteamericanos. Ocho de cada diez historiadores consultados (338) consideran que la actual presidencia de los Estados Unidos es un fracaso en términos generales. Doce por ciento de la muestra estima que se trata de la peor presidencia de la historia estadounidense, no demasiado lejos del 19 por ciento que la considera exitosa.
Cuando los juicios de los entrevistados son más agresivos la hipérbole no puede ser peor: «Aunque anteriores presidentes han metido a los Estados Unidos en guerras desaconsejables, ningún predecesor logró convertir a los Estados Unidos en un agresor no provocado. Ningún predecesor ha logrado tan exhaustivamente confirmar las impresiones de aquellos que ya odiaban a los Estados Unidos. Ningún predecesor convenció tan eficazmente a un rango tan amplio de la opinión mundial de que los Estados Unidos son una amenaza imperialista a la paz mundial. No creo que uno pueda hacer algo peor que eso». O, en referencia directa a George W. Bush: «Él es descaradamente una marioneta de intereses corporativos, que se ocupan sólo de su propia codicia y no tienen sentido de responsabilidad cívica o servicio comunitario. Él miente, constantemente y a menudo, aparentemente sin control, y mintió sobre su invasión de un país soberano, de nuevo por intereses corporativos; mucha gente ha muerto o resultado mutilada, y también sobre esto ha mentido. Él aparenta solemnidad y gesticula de manera vergonzosa, más apropiada a un vendedor de aceite de serpiente, no a un estadista. No piensa, procesa o habla bien, y es emocionalmente inmaduro a causa de, entre otras cosas, su falta de recuperación del abuso de drogas. El término es ‘borracho seco’. Es una abyecta vergüenza en el exterior; el resto del mundo le odia… Él es, por mucho, el más irresponsable, inmoral e inexcusable ocupante de nuestra (antiguamente) más alta magistratura que haya existido». Son condenas durísimas de algunos profesores en los Estados Unidos.
Anteayer reporta Robert McElvaine en la History News Network que incluso hay que tomar con un grano de sal las evaluaciones de los historiadores que hablan de una gestión exitosa de Bush. Uno de los historiadores escribió: «Su presidencia ha sido notablemente exitosa en su prosecución de políticas desastrosas». Otro secundó: «Creo que la administración Bush ha sido muy exitosa en el logro de sus objetivos políticos, lo que la hace un desastre para nosotros». Es exactamente la clase de juicios que los venezolanos podemos hacer de la administración Chávez.
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