Fichero

LEA, por favor

Se dice que Jeffrey Sachs está en cola para el Premio Nobel de Economía. En realidad, como él mismo se encarga de publicitar, tiene una amplísima y envidiable experiencia en los problemas y las soluciones del desarrollo económico de los países de economías emergentes. Su más reciente obra, El fin de la pobreza, postula que pudiera eliminarse la pobreza extrema en el mundo para tan pronto como dentro de veinte años. (The End of Poverty, Penguin, marzo de 2005).

En este optimista libro, Sachs dedica todo el capítulo cuarto (Clinical Economics), a la siguiente proposición: «Propongo un nuevo método para la economía del desarrollo, una que llamo economía clínica, para subrayar las similitudes entre la buena economía del desarrollo y la buena medicina clínica». Los lectores de esta publicación (Ficha Semanal #30 de doctorpolítico del 25 de enero de este año) saben que el economista venezolano José Toro Hardy se adelantó a Sachs por una buena docena de años: «En un intento por facilitar la comprensión de la economía, nos ha parecido oportuno sugerir que ésta sea enfocada de la misma forma como se estudia la medicina». (Fundamentos de Teoría Económica, Panapo, mayo de 1993). El suscrito, por su parte, exponía en 1984 la idea de una «política clínica» en el mismo sentido de Toro Hardy y Sachs. (Hoy en día prefiero referirme a esa profesión con el término Medicina Política). Sachs pudiera, en todo caso, refugiarse en el dictum de Jorge Luis Borges: «Uno crea sus propios precursores». (Por ejemplo, el gran patólogo alemán Rudolf Virchow entendía su importante incursión en la política parlamentaria alemana como un acto de carácter médico, dato que debo al Dr. Francisco Kerdel Vegas).

Sachs es muy gráfico al introducir el concepto: «De algún modo, la actual economía del desarrollo es como la medicina del siglo dieciocho, cuando los doctores aplicaban sanguijuelas para extraer sangre de los pacientes, a menudo matándolos en el proceso. En el último cuarto de siglo, cuando los países empobrecidos imploraban por ayuda al mundo rico, eran remitidos al doctor mundial del dinero, el FMI. La prescripción principal del FMI ha sido apretar el cinturón presupuestario de pacientes demasiado pobres como para tener un cinturón. La austeridad dirigida por el FMI ha conducido frecuentemente a desórdenes, golpes y el colapso de los servicios públicos. En el pasado, cuando un programa del FMI colapsaba en medio del caos social y el infortunio económico, el FMI lo atribuía simplemente a la debilidad e ineptitud del gobierno. Esa aproximación, por fin, está comenzando a cambiar».

Esta Ficha Semanal #51 contiene dos fragmentos del capítulo segundo del libro de Sachs: La diseminación de la prosperidad económica. Agradezco al Dr. Jorge Correa el haber llamado mi atención al enfoque «clínico» de Jeffrey Sachs y su gentileza al prestarme el libro que hizo posible la traducción para la composición de esta ficha.

LEA

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La única vía

¿Qué quiero decir con crecimiento económico «altamente desigual» en las regiones del mundo entre 1820 y 1998? Incluso pequeñas diferencias en las tasas anuales de crecimiento económico, sostenidas por décadas o siglos, conducen al cabo del tiempo a enormes diferencias en los niveles de bienestar económico (medido aquí por el ingreso per cápita promedio en una sociedad). El producto nacional bruto per cápita de los Estados Unidos, por ejemplo, creció a una tasa anual de alrededor de 1,7 por ciento durante el período 1820-1998. Esto condujo a un aumento de veinticinco veces de los estándares de vida, con una elevación del ingreso per cápita de alrededor de $1.200 a alrededor de $30.000 hoy (en dólares de 1990). La clave para la conversión de los Estados Unidos en la mayor y más rica economía del mundo no fue un crecimiento espectacularmente rápido, tal como el reciente logro de China de 8 por ciento de crecimiento anual, sino más bien un crecimiento firme a un más modesto 1,7 por ciento por año. La clave fue la consistencia, el hecho de que los Estados Unidos mantuvieron esa tasa de crecimiento del ingreso por casi dos siglos.

En contraste, las economías de África han crecido a un promedio de 0,7 por ciento por año. Esta diferencia puede no parecer mucha comparada con 1,7 por ciento por año en los Estados Unidos, pero a lo largo de un período de 180 años una pequeña diferencia en crecimiento anual conduce a gigantescas diferencias en niveles de ingreso. Con un crecimiento de 0,7 por ciento por año, el ingreso inicial de África (aproximadamente $400 per cápita) aumentó en poco más de tres veces, hasta aproximadamente $1.300 per cápita para el año 1998, comparado con un aumento de casi veinticinco veces en los Estados Unidos. Hoy en día la brecha de veinte veces en el ingreso entre los Estados Unidos y África, por tanto, resulta de una brecha del triple en 1820, que fue magnificada siete veces por la diferencia en tasas anuales de crecimiento de 1,7 por ciento en los Estados Unidos versus 0,7 por ciento en África.

El acertijo crucial a la comprensión de las vastas desigualdades de hoy, por tanto, es entender por qué diferentes regiones del mundo han crecido a tasas distintas durante el período de crecimiento económico moderno. Cada región comenzó el período en extrema pobreza. Sólo un sexto de la población mundial se estancó en la pobreza extrema, con muy bajas tasas de crecimiento económico durante todo el período. Primero debemos entender por qué las tasas de crecimiento difieren a lo largo de grandes períodos de tiempo de forma que podamos identificar los modos clave para elevar el crecimiento económico en las regiones atrasadas de la actualidad.

Permítanme desechar una idea desde el comienzo. Mucha gente supone que los ricos se han hecho ricos porque los pobres se han hecho pobres. En otras palabras, supone que Europa y los Estados Unidos usaron la fuerza militar y la fortaleza política durante y después de la era del colonialismo para extraer riqueza de las regiones más pobres, y así hacerse ricos. Esta interpretación de los eventos sería plausible si el producto bruto mundial hubiera permanecido aproximadamente constante, con una proporción creciente yendo a las regiones poderosas y una proporción declinante a las regiones más pobres. El factor clave de los tiempos modernos no es la transferencia de ingreso de una región a otra, por fuerza o de otra manera, sino más bien el crecimiento general en el ingreso mundial, pero a tasas diferentes en diferentes regiones.

Esto no quiere decir que los ricos son inocentes del cargo de haber explotado a los pobres. Seguramente lo han hecho, y en consecuencia los países pobres sufren en incontables formas, incluyendo problemas crónicos de inestabilidad política. Sin embargo, la historia verdadera del crecimiento económico moderno ha sido la capacidad de algunas regiones para lograr aumentos sin precedentes de producción total a largo plazo hasta niveles antes no vistos en el mundo, mientras que otras regiones se estancaron, al menos comparativamente. La tecnología ha sido el factor principal tras los crecimientos del ingreso a largo plazo en el mundo rico, no la explotación de los pobres. Ésas son en verdad muy buenas noticias, porque sugieren que todo el mundo, incluso las regiones retrasadas de hoy en día, tiene una esperanza razonable de cosechar los beneficios del avance tecnológico. El desarrollo económico no es un juego suma-cero en el que las ganancias de algunos son reflejadas inevitablemente por las pérdidas de otros. Este juego es uno en el que todo el mundo puede ganar.

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La reconstrucción de un nuevo sistema económico global necesitó mucho trabajo entre el fin de la II Guerra Mundial en 1945 y el fin de la Unión Soviética en 1991. La lucha inmediata era por la reconstrucción física: reparar o reconstruir las carreteras, puentes, plantas de energía y puertos que subyacen a la producción económica nacional y el comercio internacional. Sin embargo, la «plomería» de la economía internacional también requirió reconstrucción, con arreglos monetarios y reglas del comercio internacional que permitiesen el flujo basado en el mercado de bienes y servicios, y las ganancias de productividad que emergerían de una renovada división global del trabajo. Este esfuerzo de reconstrucción tuvo lugar en tres pasos.

Primero, los países ya industrializados para 1945—Europa, los Estados unidos, el Japón—reconstruyeron un nuevo sistema internacional de comercio bajo el liderazgo político de los EEUU. Paso a paso, estos países restablecieron la convertibilidad de monedas (en las que los negocios y los individuos pudieran comprar y vender divisas extranjeras a tasas de mercado) con el objeto de crear un sistema de pagos para el comercio internacional. Las monedas europeas se hicieron de nuevo convertibles en 1958. El yen se hizo de nuevo convertible en 1964. Al mismo tiempo, estos países acordaron reducir las barreras comerciales, incluyendo los altos aranceles y las cuotas que habían puesto en efecto en el caos de la Gran Depresión. Las barreras comerciales bajaron en varias rondas de negociación de comercio internacional conducidas bajo los auspicios del Acuerdo General de Tarifas y Comercio (GATT), un conjunto de reglas que constituyó el precursor de la actual Organización Mundial del Comercio. El mundo rico, pronto llamado el primer mundo, tuvo éxito en la reconstrucción de un sistema de comercio basado en el mercado. Con ello vino un estallido de crecimiento económico rápido, una poderosa recuperación económica después de décadas de guerra, bloqueo al comercio e inestabilidad financiera.

La restauración del comercio en el primer mundo, no obstante, no significó la restauración de una economía global. Las divisiones en la economía mundial después de 1945 iban más allá de la no convertibilidad de divisas y las barreras al comercio. Para finales de la II Guerra Mundial el mundo se había dividido rígidamente en términos políticos que reflejaban las rupturas económicas. Estas divisiones durarían décadas y es sólo ahora cuando están siendo sanadas.

El segundo mundo era el mundo socialista, el mundo forjado primeramente por Lenin y Stalin al cabo de la I Guerra Mundial. El segundo mundo permaneció separado del primer mundo hasta la caída del Muro de Berlín en 1989 y el fin de la Unión Soviética en 1991. En su cúspide el segundo mundo incluía alrededor de treinta países (dependiendo de los criterios de inclusión), y alrededor de un tercio de la humanidad. Las características dominantes del segundo mundo eran la propiedad estatal de los medios de producción, la planificación central de la producción, el gobierno de un partido único comunista y la integración económica dentro del mundo socialista (a través de comercio de trueque) combinada con la separación económica del primer mundo.

El tercer mundo incluía el número rápidamente creciente de los países post coloniales. Hoy en día usamos el término tercer mundo simplemente para decir pobres. Al principio el tercer mundo tenía una connotación más vívida como un grupo de países que emergían de la dominación imperial y no querían ser parte ni del primer mundo capitalista ni del segundo mundo socialista. Éstos eran los verdaderos países de tercera vía. Las ideas nucleares del tercer mundo eran: «Nos desarrollaremos por nuestra cuenta. Sostendremos la industria, a veces mediante la propiedad estatal, a veces mediante subsidios y protección a los negocios privados, pero lo haremos sin multinacionales extranjeras. Lo haremos sin comercio internacional abierto. No confiamos en el mundo exterior. Los países del primer mundo no son nuestros héroes: ellos fueron antiguamente nuestras potencias coloniales. No debe confiarse tampoco en los líderes del segundo mundo. No queremos que la Unión Soviética nos trague. Por tanto, no estamos alineados políticamente, y económicamente somos autosuficientes».

Así, al término de la II Guerra Mundial el mundo evolucionaba en tres carriles. El problema fundamental, sin embargo, era que los enfoques del segundo y el tercer mundo no tenían sentido económico, y ambos colapsaron bajo una pila de deuda externa. La planificación central del segundo mundo era una mala idea, como lo era también la autarquía del tercer mundo, en ambos casos por razones que Adam Smith había explicado. Al cerrar sus economías, los países de tanto el segundo como el tercer mundo se cerraron también al proceso económico global y el avance de la tecnología. Crearon industrias locales de alto costo que no podían competir internacionalmente aunque trataran. La naturaleza cerrada de estas sociedades, en la que los negocios domésticos eran protegidos de la competencia, propiciaron un alto grado de corrupción. Los países no alineados del tercer mundo perdieron la oportunidad de participar en el avance tecnológico del primer mundo principalmente porque no confiaban en él. Comprensiblemente se dedicaron a proteger sus duramente ganadas soberanías, aun cuando sus soberanías no estaban realmente en peligro.

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A comienzos de la década de 1990 la abrumadora mayoría de los países del segundo y tercer mundo estaban diciendo: «Necesitamos nuevamente ser parte de la economía global. Queremos nuestra soberanía; queremos nuestra autodeterminación, pero abandonaremos la planificación central leninista-stalinista porque no funciona. Y abandonaremos la idea de una autarquía autoimpuesta, porque el aislamiento económico no tiene más sentido para un país que para un individuo». En esencia, uno de mis papeles desde mediados de la década de 1980 en adelante ha sido el de ayudar a que los países se hagan miembros soberanos de un nuevo sistema internacional. Trato repetidamente con tres grandes preguntas: ¿cuál es el mejor camino de regreso al comercio internacional? ¿Cómo escapar de los frenos de las deudas pesadas y la industria ineficiente? ¿Cómo negociamos nuevas reglas de juego que aseguren que la economía global emergente sirva verdaderamente las necesidades de todos los países del mundo y no sólo las de los más ricos y poderosos?

Jeffrey Sachs

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