LEA, por favor
Algunas teorías de lo histórico proceden a explicarlo como fenómeno de carácter cíclico: los acontecimientos tienden a repetirse. Así lo recogen adagios como el de «Un pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla» o, más directo y simple, el de «No hay nada nuevo bajo el sol». (Salomón, Eclesiastés, I, 10).
Con el advenimiento de la geometría fractal (Benoit Mandelbrot, The Fractal Geometry of Nature, 1983) los estudiosos de la historia tienen ahora la analogía perfecta, pues una figura fractal se caracteriza por la propiedad de la autosimilaridad: una estructura que «se parece a sí misma». La historia puede verse ahora como el despliegue de una función fractal, cuya dimensión está, por cierto, aún por determinar. (Quienes se interesen por asir suficientemente los principios de esta geometría o matemática fractal pueden leer el libro Chaos Under Control: The Art and Science of Complexity, de David Peak y Michael Frame. Se trata de una exposición asequible a quien haya culminado bachillerato, que enseña las principales nociones para el análisis riguroso de la complejidad y el caos. Ningún político serio, al tanto de que las sociedades son sistemas complejos, debiera prescindir de la comprensión de esos conceptos).
En todo caso, de cuando en cuando la lectura de la historia nos lleva a territorios y episodios dejà vu, que nos parecen extrañamente familiares. La Ficha Semanal #53 de doctorpolítico, creo, retrata en la Roma republicana del siglo II antes de Cristo la acción y reacción de dinámicas sociales que los venezolanos hemos experimentado o estamos experimentando. Está extraída de la Historia Universal de la editorial Planeta (2001). Es parte de la historia republicana de Roma bajo el acápite De los Gracos al fin de la República, y más exactamente corresponde a la sección El problema agrario: Tiberio y Cayo Graco.
Al leer el trozo uno no puede dejar de preguntarse si es que los seres humanos hemos cambiado en algo, si cambiaremos alguna vez o adoptaremos siempre las mismas conductas. ¿Será que verdaderamente estamos condenados a repetir, al menos en parte, esa historia de los romanos porque la ignoramos o la hemos olvidado?
LEA
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Nihil sub sole novum
En el transcurso del siglo II a. C., la situación social, caracterizada por el indiscutido poder político y económico de la oligarquía senatorial, y por la consiguiente decadencia de la clase media campesina, en otro tiempo eje del Estado romano, había ido agravándose progresivamente hasta hacerse insostenible. En Sicilia, donde las condiciones de vida eran particularmente difíciles, estalló hacia 136 una violenta rebelión de esclavos, los cuales hallaron apoyo en las capas más pobres de la población libre. Para ahogar la rebelión se necesitó un notable esfuerzo militar. Otros desórdenes se produjeron en Grecia y en la misma península italiana.
En este ambiente se llevó a cabo la acción de Tiberio y, luego, de Cayo Graco. Hijos de Sempronio Graco, quien con su moderación y humanidad devolvió la paz a más de una provincia turbulenta, y de Cornelia, hija, a su vez, de Escipión el Africano, los dos hermanos poseían una profunda y abierta cultura. Iniciados desde muy jóvenes en la vida política, adquirieron una experiencia directa de los problemas que afectaban a la sociedad romana. Particularmente grave se presentaba la cuestión agraria, y así lo comprendió Tiberio al observar la despoblación y el abandono en que se hallaban regiones como Etruria, en otra época muy bien cultivadas. Elegido tribuno de la plebe en 133, presentó una ley que, considerando en vigor disposiciones anteriores nunca derogadas pero siempre eludidas, imponía la reversión al Estado de las parcelas de ager publicus ocupadas ilegalmente, y su distribución entre los no propietarios (proletarii). De este modo se resolvería, siquiera en parte, el problema del proletariado urbano, y, sobre todo, podría imprimir vigor a la clase de los pequeños propietarios, base de la fuerza militar romana.
El proyecto, aun siendo muy moderado en su conjunto, suscitó una vivísima oposición entre los miembros de la clase dominante (optimates), que se sintieron lesionados en sus intereses. Hallaron un aliado (o acaso un mero instrumento) en el tribuno Marco Octavio, quien vetó el proyecto de ley. Tiberio le acusó entonces de proceder en contra de los intereses del pueblo y consiguió que le destituyeran de los comicios tributos. Terminó por lograr que se aprobase la ley, e inmediatamente después fue nombrado un colegio de triunviros encargado de aplicarla. Con objeto de proveer a los nuevos pequeños propietarios de los medios para fundar sus haciendas (adquisición de ganado, aperos, semillas), Tiberio propuso destinar a este fin una parte de la herencia de Atalo III de Pérgamo, invocando para el pueblo romano, beneficiario por testamento de las riquezas de aquel soberano, el derecho de decidir la distribución de dicha herencia. Esto predispuso en contra de Tiberio al senado, al que siempre se reconoció la competencia en materias relativas a la economía nacional.
Para aplicar personalmente su ley, Tiberio presentó su propia candidatura para un segundo tribunado, lo que estaba en contra de la costumbre. Durante las elecciones estallaron violentos desórdenes, fomentados por sus adversarios. Atacado por numerosos senadores, encabezados por el sumo pontífice Publio Escipión Nasica y apoyados por sus clientes, Tiberio fue muerto a bastonazos junto con unos trescientos seguidores. (133).
Es muy posible que Tiberio quisiera limitarse a realizar su propia obra reformadora. Parece desprovista de fundamento la acusación de que aspiraba al mando. Pero con sus métodos, en ocasiones ilegales, y con el ataque directo a los poderes del senado, acabó por perjudicar su propia causa, enajenándose las simpatías de los senadores favorables a la reforma agraria. Se ha planteado el interrogante de si la sociedad romana estaba lo bastante madura para emprender una reforma como la de Tiberio, susceptible de imprevisibles consecuencias de signo democrático. Pero resulta difícil determinar hasta qué punto la iniciativa de Tiberio fue comprendida por sus contemporáneos en su verdadero significado. La animosa hostilidad de las clases conservadoras, así como el fácil entusiasmo popular asimilaron tan sólo los aspectos innovadores y revolucionarios. En realidad, no se trataba de destruir la estructura tradicional del Estado romano, sino de consolidarla, ensanchando las bases del apoyo popular.
La ley agraria no terminó tras la muerte de Tiberio. Los triunviros, entre los cuales figuraba su hermano Cayo Graco, continuaron su política de confiscación y redistribución de las tierras, que, sin embargo, tropezaba con resistencias cada vez más fuertes, sobre todo por parte de los latinos y los aliados itálicos, obligados a renunciar sin contrapartida alguna el ager publicus que ocupaban. Sus quejas fueron escuchadas por Escipión Emiliano, que, en el ínterin, se había convertido en jefe de los conservadores. Logró, en efecto, que la competencia para juzgar casos controvertidos fuese transferida de los triunviros a los cónsules, con lo que se obstaculizó la acción reformista.
La lucha se hizo muy encarnizada, y cuando Escipión murió de improviso (129) se sospechó, probablemente sin razón, que había sido asesinado. La situación la complicaba también el hecho de que itálicos y latinos se interesaban en la adquisición de la ciudadanía romana, con todas las ventajas que ello implicaba. Esta aspiración halló apasionados valedores en Cayo Graco y sus partidarios, designados con el nombre de populares, es decir, demócratas. Uno de ellos, el cónsul Marco Fulvio Flaco, propuso en 125 la admisión como ciudadanos romanos de los itálicos que lo solicitaran. A los demás se les concedería el derecho a apelar al pueblo contra eventuales abusos de los magistrados. La propuesta no fue acogida y entre los aliados se manifestaron síntomas de rebelión, que desembocaron en franca revuelta en Fregellae (cerca de la actual Ceprano). La ciudad fue tomada y destruida al poco tiempo.
Eliminados los impedimentos creados por las disposiciones de Escipión Emiliano, Cayo Graco puso de nuevo en pleno vigor la ley agraria de Tiberio. Más tarde logró que se adoptaran otras medidas a favor de las clases más desheredadas de la población: una ley que garantizaba la venta a los proletarios de determinadas cantidades de cereal a bajo precio, la fundación de nuevas colonias en Italia meridional y en ultramar, y la construcción en toda Italia de grandes obras públicas que dieran trabajo a miles de pobres.
A fin de limitar el predominio del senado y de la clase dirigente, Cayo Graco extendió el derecho de los ciudadanos condenados a la pena capital, de apelar al pueblo, y patrocinó nuevas leyes relativas al orden de votación en los comicios, y a las modalidades de la asignación de las provincias consulares. La clase de los caballeros no fue olvidada. Sus miembros, además de distinciones honoríficas, como los lugares privilegiados en los espectáculos, obtuvieron ventajas más tangibles en las provincias, como la adjudicación de impuestos en Asia, y la participación en los tribunales que entendían en las causas por extorsión, junto con los senadores.
Los optimates no permanecieron pasivos. Aprovechando la ausencia de Cayo Graco, ocupado en la fundación de la colonia lunonia, desencadenaron contra él una campaña de desprestigio que afectaba también a Fulvio Flaco, cuya política trataron de contrarrestar permitiendo que otro tribuno, Livio Druso, propusiera disposiciones en apariencia favorables al pueblo. Esto no impidió a Cayo plantear su petición más audaz: la concesión de la ciudadanía romana a los latinos, y la ciudadanía latina a los itálicos.
El pueblo, sin embargo, se alineó esta vez con los conservadores, negando decididamente su apoyo a un proyecto de ley que hubiera extendido a los aliados los privilegios de los ciudadanos romanos. Para Cayo Graco, esta derrota señaló el fin de su actividad política. En efecto, no fue reelegido tribuno para el año siguiente. (121).
La elección como cónsul de Lucio Opimio, acérrimo enemigo de los Gracos, favoreció de manera determinante a los oponentes de Cayo. Los conservadores consideraron que había llegado el momento para el ataque decisivo al partido democrático. El pretexto para el enfrentamiento lo constituyó el problema de la colonia lunonia. En efecto, se hizo creer al pueblo que esta colonia africana podría llegar a convertirse en una peligrosa rival de Roma. El tribuno Minucio Rufo propuso, en consecuencia, la liquidación de la ciudad y, al propio tiempo, se apresuró a solicitar la revocación de todas las disposiciones de Cayo Graco. En este punto estallaron los desórdenes, y la lucha abierta entre las facciones opuestas resultó inevitable. El senado emitió por vez primera el llamado senatus consultum ultimum, por el que se decretaba el estado de emergencia y se investía de poderes extraordinarios a Lucio Opimio, encargándole la tarea de restablecer el orden. El cónsul asaltó al frente de sus tropas el Aventino, donde se habían hecho fuertes los demócratas. Cayo, antes de caer vivo en manos de sus enemigos, se suicidó. Unos 3.000 de sus seguidores fueron muertos sin proceso previo.
La reacción conservadora no logró, sin embargo, destruir por completo la obra de los Gracos, y menos aún estuvo en condiciones de sofocar las esperanzas que la actividad reformadora de aquéllos había despertado. La ley agraria continuó en vigor algunos años, y promovió la efectiva reconstitución de la pequeña propiedad campesina. Pero el problema de los itálicos, una vez más defraudados en su aspiración a la ciudadanía, continuaba sin resolverse y permitía prever nuevas y más urgentes reivindicaciones. Los caballeros eran ya conscientes de su peso en la vida política, mientras que el pueblo se presentaba cada vez más dispuesto a apoyar a quien le hiciera las proposiciones más atractivas.
Planeta
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