La polémica presidencial-cardenalicia ha servido para opacar un extraño desarrollo político que ya lleva un cierto tiempo andando. En su mejor estilo, el Presidente de la República Bolivariana de Venezuela una vez más apela al insulto para intentar la neutralización de una crítica a su gobierno. Al fondo de las afirmaciones de Rosalio Castillo Lara no se refirió en absoluto: por más ruidosa que sea su insolencia ésta no es sino una forma de silencio.
Pero le vino a Chávez muy bien la entrevista al Cardenal, pues encubre un poco el anómalo y recentísimo proceso de su desvinculación ya desesperada de la ineficacia e ineficiencia de su gobierno. Es ahora Chávez quien denuncia que sus ministros no hacen lo debido, o quien se ofrece para hacer el aseo urbano de Caracas.
Debo admitir que equivoqué un pronóstico. Pensaba que Chávez esperaría ganar las elecciones de 2006 para una vez más reconfirmado adelantar la primera gran purga stalinista, la revolución cultural maoísta de su gobierno. Creía que había pensado en ella para reducir marcadamente lo que queda de civil en su régimen, en movimiento estratégico que maximizara la obediencia militarizada de su administración.
Pero no, ahora parece sentir que la requiere como maniobra táctica de campaña electoral. Que no pudiendo ir más allá de lo que ha hecho en materia de su pelea con el norte, y careciendo de enemigo local, necesita ahora al enemigo interno para seguir peleando.
¿De qué otra manera entender que descalifique en estos momentos a prácticamente todo su tren ministerial y administrativo? ¿Creerá realmente que asumiendo funciones de recolector de basura—de «náufrago», tal vez—aumentará la eficiencia de un gobierno que ha empeorado absolutamente todos los índices económicos y sociales del país? ¿No fue él quien nombró, confiado en su idoneidad, a todos los funcionarios a los que ahora fustiga?
¡Cómo habrá sentido su vulnerabilidad electoral, él que es tan astuto hombre de campaña, como para que ahora haga de oposición a su propio gobierno!
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