La semana pasada dábamos cuenta de una polémica entre el canciller argentino, Rafael Bielsa, y el Wall Street Journal y su editora semanal Mary Anastasia O’ Grady. Esta última desahuciaba a Argentina respecto de la lucha antiterrorista. En el comentario de esta carta debimos referirnos a la sentencia de la Corte Federal de Apelaciones del Distrito de Columbia, por la que las «comisiones militares» de los Estados Unidos quedaban autorizadas para reanudar los interrogatorios a los prisioneros en Guantánamo. También se destacó que el panel de tres jueces, del que formó parte John Roberts—recientemente postulado por el presidente Bush para llenar una vacante en la Corte Suprema—argumentó que esos reos no tienen derecho al tratamiento debido a prisioneros de guerra, por cuanto al Quaeda no es una entidad signataria de las Convenciones de Ginebra.
En paralelo, abogados del Departamento de Defensa remitieron hace una semana una carta a la Corte Federal de Distrito en Manhattan, en la que anticipan que enviarán un justificativo sellado para negarse a cumplir una orden de ese tribunal, emitida por el juez Alvin Hellerstein. Este magistrado había ordenado en junio la remisión a la corte de fotografías adicionales que documentaban el abuso de prisioneros—humillados sexualmente y amenazados con perros enfurecidos—en las prisiones militares en Irak, Afganistán y Guantánamo.
El juez Hellerstein consideró que las fotografías poseen una dimensión de inmediatez que no está presente en un mero documento, lo que las convierte en «la mejor evidencia» en el debate sobre el tratamiento a los prisioneros de Abu Ghraib.
Pero lo más curioso del caso es que el juez Hellerstein, para asentar su exigencia, tuvo que desestimar argumentos aducidos por el gobierno para resistir la entrega del material gráfico: que la liberación de las fotografías ¡violaría las convenciones de Ginebra porque los prisioneros pudieran ser identificados y sujetos a «humillaciones ulteriores»! El jueves pasado Sean Lane, abogado asistente de los Estados Unidos, insistió en esa contradictoria línea para justificar la resistencia a cumplir la orden judicial, y expresó preocupación porque el conocimiento de las fotos «pudiera resultar en daño a individuos».
Tres posibles interpretaciones de la insólita contradicción son igualmente angustiantes: que en el sistema judicial norteamericano la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha; que los argumentadores del gobierno han sido presa de la estupidez; que el cinismo más rampante campea en la administración Bush. Y hasta pudiera ser que un batido de estas tres razones, en receta de proporciones ignoradas, fuese lo más cercano a la realidad.
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