LEA, por favor
Fue en el año de 1986, dos años después de haber empleado por primera vez una «metáfora médica» para entender a la actividad política desde un paradigma distinto de la «política de poder» (Realpolitik), cuando me atreví a escribir un trabajo sobre los problemas del país desde aquella perspectiva. De hecho, el trabajo en cuestión fue estructurado en términos de diagnóstico, pronóstico y tratamientos, y hasta le calcé el nombre de Dictamen. (Junio de 1986).
La mayor parte del estudio fue dedicada al nivel «somático» de nuestra problemática, pero un apéndice (El estado de la psiquis venezolana: Síndrome de la sociedad culpable), se refirió a aspectos psicológicos. Es este apéndice el que se reproduce acá en su totalidad, para formar la Ficha Semanal #60 de doctorpolítico.
Cuatro años antes, a fines de 1982, había creído percibir claramente la necesidad de una acción responsable que incidiera terapéuticamente sobre una psiquis nacional acogotada y confusa, a punto de encarrilarse en la campaña electoral de 1983, que a la postre ganaría increíblemente Jaime Lusinchi contra la cimera figura de Rafael Caldera. Mis preferencias se inclinaban por éste. («Intervine en la campaña de Rafael Caldera creyendo que podría ejercer en ella, y en su eventual gobierno posterior, una influencia significativa. Por otro lado, no tenía respeto por la figura de Jaime Lusinchi, el otro contendor a considerar, quien no me impresionaba bien en el conocimiento superficial que de él tenía por ese entonces. Participé en la campaña de Caldera a pesar de sostener la opinión, que expresé ante algunos amigos en una cena en la casa de Francisco Aguerrevere, de que elegir a Caldera representaría a los venezolanos el pago de un costo. Un costo de rigidez e inercia conceptual ante las nuevas situaciones que seguramente se darían». Relatado en Krisis: Memorias prematuras, febrero de 1986). Al término de 1982 asistí a una reunión en casa de Allan Randolph Brewer-Carías: «En esa reunión en casa de Brewer-Carías argumenté que Caldera debía ser un gran explicador de la crisis a los venezolanos, aprovechando su indiscutida condición de influencia y prestigio. Pensaba ya por entonces que una condición esencial a buscar en la política venezolana era la de permitir una suerte de expiación o catarsis de la sensación de culpa nacional. Pensaba también que Caldera podía emprender esa tarea. En el juego del escondite como lo jugábamos de niños, cuando quedaba sólo un jugador por ser descubierto éste podía librar a los demás si llegaba inadvertido a la ‘guarimba’ y gritaba: ‘¡libro por todos!’ Un líder debía venir a librar por todos en ese juego deprimente de la política nacional a las alturas de la campaña de 1983». (Krisis).
Esa exposición llevó a que fuera solicitado para proponer acciones de la campaña de Caldera, y a comienzos de 1983 presenté algunas ideas por escrito: «Mis recomendaciones alcanzaban a vislumbrar varios ‘momentos’ posibles en la campaña de Rafael Caldera. El primero sería el de la ‘asunción de la crisis’. Para esto había elaborado un discurso prototípico cuyo texto anexé. El discurso exigía de Caldera hablar bien del país. Pero no únicamente del país en abstracto o del país en general. Lo ponía, debiendo adoptar una posición superior a la esperada y minúscula competencia, a hablar bien de Acción Democrática, del Movimiento al Socialismo, de la Confederación de Trabajadores de Venezuela y de la Federación de Cámaras y Asociaciones de Comercio y Producción. Lo ponía a explicar la crisis financiera como un resultado casi natural derivado del atragantamiento y consiguiente indigestión de dólares de la recrecida renta petrolera. Lo ponía a reconciliar al país con su propia imagen, al mostrar cómo era que las economías de los países más prestigiosos (Alemania Federal, los Estados Unidos de Norteamérica), también se hallaban en problemas y, por tanto, cómo no éramos ‘los indios’ los únicos que habían mostrado un desempeño económico defectuoso. Lo ponía a desmontar esas inexactas visiones dicotómicas de los ‘buenos’ y ‘los malos’ y a explicar cómo las cualidades morales también mostrarían al análisis una distribución estadística ‘normal’. Lo ponía, finalmente, a prometer algunas consecuencias prácticas para su propia campaña electoral, en consonancia con la necesidad de contribuir a la austeridad que ya era evidentemente requerida. (Como renunciar al empleo de asesores electorales extranjeros como un medio de ahorrar, aunque fuese ‘poco’, la erogación de divisas). Ése era, claro está, el discurso que yo hubiera pronunciado de haber sido Rafael Caldera, pero fue también el discurso que Caldera no quiso pronunciar».
De modo que siempre he tenido preocupación por el estado de nuestra psiquis social, y por la necesidad de tratarla para atenuar los efectos paralizantes de una culpabilidad compartida que pareciera no tener remedio. Como podrá verse de la lectura de esta ficha, mis recomendaciones de 1986 al respecto no pasaban de ser esquemáticas y no poco primitivas.
LEA
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Síndrome de sociedad culpable
En las páginas precedentes nos referimos a procesos de la patología política que se desenvuelven en la arquitectura del soma nacional. No es menos importante alguna consideración, aunque sea somera, del estado de la psiquis venezolana en la actualidad. Esto es así, porque es lo psíquico lo más rápida y fácilmente cambiable. En efecto, las infraestructuras físicas, los procesos educativos, el desarrollo de tecnologías, las estructuras económicas, son todos procesos o componentes que requieren de una larga maduración. En cambio, sobre el estado de ánimo de una nación es posible provocar cambios de incepción más inmediata.
La crisis de confianza no es una que se restrinja a la desconfianza de los actores políticos, de la actividad económica privada o de cualquier otra institución de la vida nacional. La crisis llega a ser tan englobante que llega, en más de un momento, a manifestarse como desconfianza en el país como un todo.
El síndrome subyacente es el síndrome de sociedad culpable.
Esto no es exclusivo de Venezuela. Algunas sociedades contemporáneas, por lo menos algunas pertenecientes a la clase de sociedades democráticas, pueden ser descritas como «sociedades culpables». Sus componentes sociales, clases, profesiones, instituciones y sus líderes, todos ellos han «pecado», algunas veces con la noción de inevitabilidad, cuando quiera que interactúan políticamente. Para decirlo en otras palabras: cada componente social se percibe a sí mismo como «forzado», hasta cierto punto, a comportarse de un modo que no es moralmente placentero sino desagradable y aún traumático. Hay un cierto momento cuando cada quien parece aceptar «las realidades de la vida» de la Realpolitik y comienza a comportarse inmoralmente «por necesidad».
No parece haber un modo de escapar de tal condición. Todo el mundo «sabe» y todo el mundo olvida convenientemente, ya que no parece haber salida, ninguna manera de detener la mala conducta social y política. Pero nadie olvida realmente y todo el mundo se siente culpable.
Quizás el instrumento psicológico más poderoso de las religiones es precisamente el de la liberación de la culpa. La Santa Confesión de la Iglesia Católica Romana es tan sólo una versión de los muchos ritos de expiación que se encuentran en el curso de las edades en la práctica religiosa. Sus efectos principales son el de una instantánea sensación de alivio, usualmente acoplada con un tono emocional optimista, un sentimiento de que el progreso es después de todo posible, de que esta vez las cosas sí van a salir bien. Esa clase de estado emocional es justamente lo opuesto de la conciencia de sociedad culpable descrita antes. Y una cuestión que surge de inmediato es la de si es posible visualizar un mecanismo para el perdón y la expiación sociales que permita una reordenación optimista de los componentes sociales actualmente erosionados en su eficacia por una fatiga general y por difundidas creencias de impotencia sistémica.
Una consecuencia de la sociedad culpable es un modelo de evaluación estándar para el manejo de la interacción social y política. Este modelo incluye la gerencia del conflicto a través del uso de una política del poder puro como la técnica social preferida. En tal situación, la entropía es la gananciosa, y la eficacia la perdedora. La gobernabilidad se debilita, si no es que es definitivamente destruida.
Esta última afirmación puede parecer peregrina a muchas personas. Algunos estarían prestos a argumentar que gobernar una sociedad es precisamente gerenciar el conflicto. A esto respondemos que es posible registrar, o por lo menos concebir, situaciones en la que la eficacia de los actores políticos se detiene justamente en la resolución de los conflictos, incapaces de ir más allá de ese punto hacia logros más positivos de metas societales. De hecho, pudiese ser que mucha de la política de hoy se pareciera al trabajo de Penélope, de nula consecuencia.
La política puede ser, en efecto, congelada en ineficacia a través del estéril proceso de perpetuar el conflicto en el medio de cultivo de una sociedad culpable. Es por esto que una de las tareas principales para una nueva manera de conducir el negocio político es la búsqueda de líderes, partidos o instituciones políticas de una clase diferente, que puedan hacer surgir la expiación o absolución general de una sociedad.
Tal tarea se compone de dos distintas fases o procesos. Una consiste en la «naturalización» de conductas inmorales pasadas. El ser capaz de mostrar o explicar que ciertos tipos de conducta no ética tienen sus propias y muy fuertes cadenas de causalidad, que «no somos tan malos» después de todo, que hicimos esto y aquello por razones relativamente poderosas, evitando al mismo tiempo la versión cínica de este estado mental, es decir, la justificación de absolutamente todo. Esta primera parte de la tarea sería conducente a una reconciliación general. Uno no sólo estaría absuelto sino también consciente de la necesidad del otro de su mala conducta aparente.
La segunda fase es más complicada. Implicaría el problema de convencer a los miembros de una sociedad de un destino constructivo posible para todos, un destino que sería obtenible por métodos que difieren de los procedimientos usuales de la Realpolitik. Esto, a su vez, implica un diseño societal e incluso trascendental que tenga la capacidad de recapturar la fe y la esperanza humanas.
Ambas cosas son logrables con la sociedad venezolana. No hay duda de que estamos, con ella, ante un caso agudo de sociedad culpable. Reiteradamente, la mayoría de los diagnosticadores sociales nos restriega la culpa de nuestra desbocada conducta económica en nuestro pasado inmediato. Esto viene haciéndose desde hace ya varios años de modo sistemático. Las «proposiciones» de solución a los problemas vienen usualmente formuladas en términos de la transferencia de la culpa hacia otros. «Estamos mal porque aquél se portó mal». Todos los días.
Pero esta exageración es, por supuesto, desmedida. No se trata de negar que se ha incurrido en conductas inadecuadas y hasta patológicas. Pero, en primer término, el proceso ha sido en gran medida eso: una patología. Como tal patología, la conducta social inadecuada puede ser juzgada con atenuantes. ¿Qué sociedad bien equilibrada no hubiera exhibido patrones de conducta similares a los venezolanos luego de la tremenda indigestión de moneda extraña que tuvo lugar durante la década de 1973 a 1983? ¿Qué conducta podía esperarse en una sociedad que, como la nuestra, ha retenido largamente la satisfacción de necesidades y se ve súbitamente anegada de recursos y posibilidades? Recordamos la similitud con aquellos campesinos que de repente eran llevados a los cursos de un mes de duración que patrocinaba el Instituto Venezolano de Acción Comunitaria, y que se enfermaban con la ingestión de tres comidas diarias, porque esta dieta era para ellos un salto enorme en la alimentación a la que estaban acostumbrados. Recordamos aquellos suicidios «anómicos» registrados por Émile Durkheim en Europa de fines de siglo, cuando una persona se quitaba la vida al experimentar un súbito desnivel entre sus metas y sus recursos, así fuera cuando el desequilibrio se produjese por la repentina y fortuita adquisición de una fortuna.
La dimensión del atragantamiento de divisas provenientes del negocio petrolero ha sido enorme. Bajo otra luz distinta a la que habitualmente se dispone para el análisis de este proceso, bien pudiera resultar que halláramos mérito en nuestra sociedad, pues tal vez nos hubiera ido peor, con una menor capacidad de absorción del impacto.
En términos relativos, además, nuestra conducta se compara con similitud ante la de otros países. El Grupo Roraima, en importante trabajo sobre la inadecuación de ciertos axiomas clásicos de nuestra política económica, no hizo más que constatar la semejanza de comportamientos de Venezuela con los de países que, con arreglo a otros indicadores, son habitualmente considerados como más desarrollados que nosotros. (Reino Unido, por ejemplo). Es conocido el regaño que Helmut Kohl imprimiera a sus compatriotas en el discurso inaugural como Primer Ministro de la República Federal Alemana, hace sólo tres años. La revista TIME exhibió crudamente la conducta económica desarreglada de muy grandes contingentes de norteamericanos en un famoso artículo de 1982. Etcétera.
Esto es importante constatarlo, no para refugiarnos en el consuelo de los tontos, el mal de muchos, sino para salir al paso de muchas implicaciones, explícitas e implícitas, que suelen poblar la constante regañifa que, desde hace años, soporta el pueblo venezolano. Es decir, implicaciones que establecen comparación desfavorable de nuestra inadecuada conducta con la supuestamente regular conducta de países «realmente civilizados.»
Está bien, ya basta. Nos comportamos mal. Dilapidamos. Pero ya basta. No tenemos siquiera ahora la capacidad de dilapidar. Es hora de emprender otra clase de reflexión que no sea la abrumante de la autoflagelación.
Más aún. Ya basta de hacer residir la explicación de estos hechos en una supuesta tara congénita del venezolano, en «huellas perennes», en la inferioridad del español ante el sajón, en la costumbre de la flojera indígena o la tendencia festiva del negro. Es necesario acabar con esa prédica, porque ella realimenta el síndrome de la sociedad culpable, que nos anula.
Pero es que además es posible recapturar la imaginación del venezolano y su perspectiva de un futuro que, más allá de lo confortable, ingrese a lo trascendente y significativo. No es necesario para esto la expiación hitleriana, que tan literal fue con lo de la expiación que encontró su chivo expiatorio en los judíos. No es necesario reavivar el espíritu nacional con un aumento de la agresividad, como parece estar consiguiéndolo Ronald Reagan con el pueblo norteamericano de la era postvietnamita. Un sueño como el de la reunión de los latinos dispersos, en una época privilegiada por las oportunidades, es un sucedáneo suficiente y, para colmo, pacífico, como corresponde a nuestro carácter.
Luis Enrique Alcalá
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