Cartas

Allá por el período Jurásico, cuando el suscrito estudiaba escuela primaria y vivía a una cuadra—pequeña—de la placita de Las Delicias de Sabana Grande, podía observar un poco más tarde de las 6 y media de la mañana, mientras esperaba el autobús del colegio, no sólo rocío sobre las hojas, sino neblina paseando impunemente por la plaza. (A una cuadra al sur de las oficinas de PDVSA en La Campiña). De esto no hace tanto: unas cinco décadas, durante las cuales el microclima de Caracas ha cambiado decididamente hacia lo peor.

¿Qué se ha hecho de la nítida distinción entre una temporada lluviosa—nuestro «invierno»—que iba desde mayo hasta principios de octubre y concluía casi religiosamente, para dar paso a nuestro «verano», el 4 de octubre con el «Cordonazo de San Francisco»? Ahora tenemos en Caracas lluvias tormentosas y peligrosas durante todo el año junto con temperaturas que emulan las marabinas, y un diciembre en el que el acostumbrado frío de Pacheco hace brevísimas visitas de médico. Ya no nos parece tan extraña y divertida la «obsesión» de los sajones con el clima, las conversaciones londinenses centradas en el tiempo atmosférico. Ya no hay en Caracas una eterna primavera.

Pero no es solamente en Venezuela donde el clima ha cambiado. Un recuento de los episodios de desastre climático, como el que ha arrasado con la ciudad de Nueva Orleáns, muestra el aumento reciente en la frecuencia de huracanes y, lo que es peor, también un aumento en su ferocidad. En el mes que acaba de concluir, la revista Nature publicó un trabajo de Kerry Emanuel, climatólogo del Instituto Tecnológico de Massachussets, en el que éste asegura que las más grandes tormentas que se desarrollan en el Atlántico y el Pacífico han aumentado un 50% en duración e intensidad desde la década de los años 70. Las temperaturas globales han aumentado en promedio un grado Fahrenheit durante el mismo período, así como también se ha incrementado el nivel de dióxido de carbono y otros contaminantes que atrapan calor, provenientes de emisiones industriales, gases de escape de vehículos y otras fuentes.

El martes de esta semana publicó The Boston Globe un artículo de Ross Gelbspan, del que vale la pena extractar, aunque sólo sea para efectos de meditación, algunas de sus acusaciones contra su reo favorito: el calentamiento planetario. Así dice:

«El huracán que golpeó Luisiana ayer fue bautizado Katrina por el Servicio Meteorológico Nacional. Su verdadero nombre es calentamiento global… Cuando el año comenzó con una nevada de dos pies en Los Ángeles, la causa era el calentamiento gobal… Cuando vientos de 124 millas por hora cerraron plantas nucleares en Escandinavia e interrumpieron la energía para centenares de miles de personas en Irlanda y el Reino Unido, el propulsor era el calentamiento global…Cuando una severa sequía en el Medio Oeste redujo los niveles de agua en el río Missouri a su nivel histórico más bajo a comienzos de este verano, la razón fue el calentamiento global…En julio, cuando la peor sequía registrada detonó incendios en los bosques de España y Portugal y dejó las reservas de agua en Francia en sus más bajos niveles en 30 años, la explicación fue el calentamiento global… Cuando una letal ola de calor en Arizona mantuvo las temperaturas sobre los 110 grados y mató más de 20 personas en una semana, el culpable era el calentamiento global… Y cuando la ciudad india de Bombay (Mumbai) recibió 37 pulgadas de lluvia en un día—matando a 1.000 personas y desquiciando las vidas de 20 millones más—el villano era el calentamiento global».

Katrina, pues, además de sembrar dolor y destrucción en Luisiana y Mississippi, ha reavivado el debate sobre los efectos y causas del calentamiento global. Roger Pielke Jr., por ejemplo, climatólogo de la Universidad del Estado de Colorado, tiende a pensar que el aumento observable en la frecuencia y severidad de los huracanes—la última década arroja los peores registros de la historia—se debe a un ciclo natural y no al calentamiento. (Pielke padre, también climatólogo que renunció hace poco más de una semana al Programa en Ciencia del Cambio Climático de la administración Bush, cree que el calentamiento global es más influido por la deforestación urbana y agrícola que por la emisión de gases).

No únicamente los científicos debaten el asunto. En esta misma semana el Ministro del Ambiente de Alemania, Jurgen Tritten, escribió un artículo incendiario en un periódico de su país, en el que afirmó: «Los gases de invernadero tienen que ser reducidos radicalmente en el mundo entero. Los Estados Unidos, hasta ahora, han cerrado los ojos ante esta emergencia». El ministro Tritten establecía un vínculo entre el huracán Katrina y el calentamiento global y la renuencia norteamericana a reducir sus emisiones.

Todo el tema nos influye, y no solamente en lo climatológico, sino también por la vía de la economía del petróleo. En entrevista concedida por Ross Gelbspan a raíz de su polémico artículo, éste dio cuenta de los programas de reducción de emisiones en los siguientes términos: «Debiera haber ahora mismo un esfuerzo mundial para movernos hacia la energía limpia, y los Estados Unidos se muestran en absoluto contraste a lo que está ocurriendo en Europa. Como he mencionado, la ciencia dice que necesitamos cortar las emisiones en 70%. En este momento Holanda está reduciendo sus emisiones por 80% en 40 años. Tony Blair ha comprometido a Inglaterra a reducir en 60% sus emisiones en 50 años. Los alemanes se han comprometido a reducir las suyas en 50% en 50 años. El presidente francés, Chirac, ha hecho un reciente llamado para que todo el mundo industrial corte las emisiones en 75% para el año 2050. De modo que realmente pienso que mientras vemos a corto plazo unos precios elevados de la gasolina, realmente debemos mirar hacia una economía basada en carros híbridos y carros de hidrógeno, hacia una electricidad que venga de la energía eólica, solar, de las mareas y así. Realmente necesitamos hacer esta transición muy rápidamente; de lo contrario, veremos muchos más desastres naturales y una clase de civilización más fracturada, combativa y degradada».

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La «hipótesis Gaia», del ecólogo escocés James Lovelock, postula la noción de la Tierra como un único y enorme organismo vivo, cuya fisiología se expresa en términos geológicos y atmosféricos. Somos una sola cosa en términos ecológicos, y lo que se quema en la selva amazónica no pasa sin afectar la pluviosidad australiana. El clima del mundo, obviamente alterado, es un sistema complejo, y en tal sentido es susceptible de profundas alteraciones causadas por el impacto de la actividad humana. Un impacto que debe ser prevenido a toda costa es el de las armas nucleares, razón por la que hay que saludar los recientes esfuerzos por impedir que Corea del Norte e Irán se unan a los actuales detentadores de significativos arsenales de ese tipo. (En realidad, ningún país debiera poseer armas nucleares. Para prevenir escenarios de invasiones agresivas extraterrestres, o para demoler aerolitos amenazantes en imitación de Bruce Willis en Armagedón, la Organización de las Naciones Unidas debiera asumir un único control planetario de esta clase de armamentos).

Mucho se ha pensado, en una especie de convicción de invulnerabilidad final muy acusada en nuestro pueblo, que una conflagración nuclear en países del Hemisferio Norte o en el Oriente Medio, si bien nos afectaría grandemente por el lado económico, al menos nos sería leve en cuanto a lo físico, a los daños por los efectos mismos de las explosiones, entre otras cosas por distancia y por factores naturales tales como el pulmón del Mato Grosso. Pero los modelos de meteorología nuclear nos muestran como nos veríamos directa e impensablemente afectados por un invierno artificial de proporciones cataclísmicas, que incluiría la traslación, por inversión de los ciclos eólicos normales, de nubes de hollín y polvo que harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente (con lo que muy pronto la superficie terrestre descendería a temperaturas de subcongelación) y de nubes intensamente radiactivas. (Para un caso base de un intercambio de 5.000 megatones, equivalente a la mitad del arsenal acumulado. Ackerman, Pollack y Sagan, Scientific American, Agosto de 1984).

No es juego. Los arsenales químicos, biológicos y nucleares, de los que los más grandes son sin duda los acumulados por los Estados Unidos, notorio renuente a suscribir el Protocolo de Kyoto de reducción de emisiones, son no únicamente un riesgo militar, sino un gravísimo riesgo ecológico, que se distribuye según las decisiones de políticos no pocas veces inconsistentes. El mismo país que invadió a Irak por el peligro que representarían sus presuntas armas de destrucción masiva vendió o envió, bajo los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush padre, al Irak de Saddam Hussein muestras biológicas al menos hasta 1989. Estos materiales incluían ántrax, virus del Nilo Occidental y botulismo, así como Brucella melitensis, causante de gangrena gaseosa. No estuvieron solos; también suplieron a Irak con materiales similares Francia, Alemania, Japón y el Reino Unido.

Es vital para toda la humanidad que ningún país, por más grande y poderoso que sea, pueda fabricar, acumular y eventualmente usar armas de destrucción masiva. La Tierra, como nos ha explicado claramente su embajadora Katrina, no lo va a tolerar.

LEA

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