Fichero

LEA, por favor

William James Durant estaba muy viejo y enfermo a sus 96 años de edad. Por tal razón su hija (Ethel) y sus nietos trataron de ocultarle la noticia del deceso de su esposa, compañera, alumna, colega y socia desde hacía setenta años. (Ida Kaufmann, a quien todo el mundo conocería por el sobrenombre de Ariel que Will le pusiera, estaba hospitalizada y murió el 25 de octubre de 1981. Will Durant supo de su muerte por televisión, y decidió acompañarla, luego de un íntimo duelo de menos de dos semanas, el 7 de noviembre).

Los esposos Durant dedicaron su vida a enseñar el legado de la civilización occidental. Para esto emprendieron la escritura de una ambiciosa colección de tomos sobre la historia de la civilización. (The Story of Civilization). Previamente Will había escrito The Story of Philosophy, (1926) un best seller que puso a Simon & Schuster en el mapa editorial y dio a los esposos la libertad financiera para emprender su obra magna. El décimo tomo (Rousseau and Revolution, 1967) de la serie de once libros más una sinopsis analítica, les valió el Premio Pulitzer de Literatura.

Entre ambos esfuerzos Will Durant escribió The Mansions of Philosophy (1929), obra que revisaría y volvería a publicar en 1953 bajo el nombre de Los placeres de la filosofía. La Ficha Semanal #63 de doctorpolítico se compone de la tercera sección (Los mecanismos de la democracia) del Capítulo XVIII (¿Es la democracia un fracaso?) de esta obra. Durant, que había comenzado su vida como socialista, dibuja en esa sección una descripción decepcionada, realmente incrédula y terrible de las instituciones democráticas, cuyas carencias expone descarnadamente. Para la edición de 1953 Durant escribió una docena de líneas a manera de Confesión, en las que dice: «Ciertas páginas son pesadamente sentimentales, pero todavía me expresan con fidelidad. Otras son cínicas o indebidamente pesimistas, especialmente en el Capítulo XVIII; habiendo descubierto mi propia falibilidad, debiera ser más indulgente ahora con mis semejantes y con los gobiernos».

Él mismo, por otra parte, había escrito: «Quizás la causa de nuestro pesimismo contemporáneo es nuestra tendencia a ver la historia como una turbulenta corriente de conflictos—entre individuos en la vida económica, entre grupos en política, entre credos en la religión, entre estados en la guerra. Éste es el lado más dramático de la historia, que captura el ojo del historiador y el interés del lector. Pero si nos alejamos de ese Mississippi de lucha, caliente de odio y oscurecido con sangre, para ver hacia las riberas de la corriente, encontramos escenas más tranquilas pero más inspiradoras: mujeres que crían niños, hombres que construyen hogares, campesinos que extraen alimento del suelo, artesanos que hacen las comodidades de la vida, estadistas que a veces organizan la paz en lugar de la guerra, maestros que forman ciudadanos de salvajes, músicos que doman nuestros corazones con armonía y ritmo, científicos que acumulan conocimiento pacientemente, filósofos que buscan asir la verdad, santos que sugieren la sabiduría del amor. La historia ha sido demasiado frecuentemente una imagen de la sangrienta corriente. La historia de la civilización es un registro de lo que ha ocurrido en las riberas».

LEA

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Mecánica democrática

En una nación en la que los pocos que realmente gobiernan deben alcanzar alguna demostración de consenso popular, surge una clase especial cuya función no es gobernar, sino asegurar la aprobación del pueblo para cualquier política que haya sido decidida por esa inevitable oligarquía que se esconde en el corazón de todo estado democrático. Llamamos políticos a los hombres de esta clase. Hablemos ahora de ellos.

Los políticos se dividen en partidos, y alínean al pueblo en campos hostiles. El espíritu partidista natural de la humanidad hace fáciles a esas organizaciones, que son la supervivencia de las lealtades tribales para la guerra. Los salvajes australianos viajan a través de su vasto continente para tomar, en una pelea, el lado de aquellos que usan el mismo tótem. Todavía el tótem ayuda a organizar; los partidos que usan un elefante o un asno como sus emblemas sagrados parecen pasarla mejor que aquellos que ingenuamente escogen la antorcha.

Ahora bien, la organización de los partidos es costosa y requiere ángeles—idealistas realistas que pagan los costos de salones de billar, salones de clubes, excursiones y campañas, y que se satisfacen con la recompensa de seleccionar los candidatos, asegurar ciertos contratos y nombramientos, obtener protección contra leyes absurdas y molestas, y jugar un papel tranquilo en las arduas tareas de la legislación. «Aquél que nomina gobierna». El pueblo no puede nominar a nadie, ni siquiera en las primarias. Porque el pueblo está desorganizado y desinformado; puede confiarse en que asignará sus favores con aproximada igualdad, y una minoría pequeña pero bien organizada, que otorgue sus votos enteramente hacia un lado, puede usualmente decidir una convención, una primaria o una elección. La «maquinaria» triunfa porque es una minoría unida que actúa contra una mayoría desunida. Quizás era esto lo que Carlyle quería significar cuando dijo: «La democracia es por su propia naturaleza un asunto de anularse a sí misma, y rinde en el largo plazo un resultado neto de cero». «Una verdadera democracia», dijo ese apasionado demócrata Jean Jacques, «nunca ha existido y nunca existirá, porque es contra el orden natural de las cosas que la mayoría gobierne a la minoría». Toda la política es la rivalidad de minorías organizadas; los votantes son atletas de grada que vitorean a los victoriosos y abuchean a los derrotados, pero de ningún otro modo contribuyen con el resultado.

Bajo tales circunstancias el voto es superfluo, y es llevado a cabo en gran medida para engrasar los surcos del control social estableciendo en la mente del pueblo la noción de que las leyes son hechas por él. En las democracias, dijo Montesquieu, los impuestos pueden ser mayores que en cualquier otro lado sin levantar resistencia, porque todo ciudadano los ve como un tributo que se paga a sí mismo. L’état c’est lui—él es el estado, y el presidente es el jefe de sus sirvientes. Haz cosquillas al orgullo de un hombre y podrás hacer cualquier cosa con él. Los romanos gobernaban al pueblo mediante panem et circenses; nuestros dueños sólo necesitan darnos un circo cuatrienal—nosotros proveeremos nuestro propio pan y sufragaremos el circo.

Casi la única ventaja que una elección tiene con estas premisas es la oportunidad educativa que ofrece la atención despertada en la gente. Pero en la mayoría de los casos esto se anula con un astuto escamoteo de los verdaderos temas en juego; un político no es nada si no es capaz de inventar algunos temas llamativos y poco importantes para desviar los ojos del populacho lejos de los problemas realmente implicados. Así, en la elección canadiense de 1917 el tema real de conscripción vs. alistamiento fue sutilmente tapado al señalar que la derrota de la propuesta de conscripción significaría la dominación de Canadá por el elemento francés de la población. Los habitantes ingleses se levantaron en masse y votaron a favor de la dominación inglesa y la conscripción. Una buena vitrina venderá cualquier clase de pacotilla política. Las elecciones se vuelven un concurso de fraude y ruido, y como los argumentos serios hacen el menor ruido, la verdad se pierde en la confusión. Añádase a esto la manipulación de los distritos urbanos para preservar el poder en las comunidades rurales conservadoras, la vasta población flotante desarraigada por su movilidad, un grado de deshonestidad y violencia en las votaciones, y usted obtiene democracia. Bajo tales condiciones «un voto se hace tan valioso como un billete de tren cuando la línea está permanentemente bloqueada». ¿Debe sorprendernos que la proporción de votantes reales sobre votantes legales haya disminuido de 80% en 1855 a 50% en 1924? ¿O que hombres inteligentes rehúsen pararse en una cola una hora para el privilegio de registrarse y luego de nuevo una hora por el privilegio de votar, es decir, el privilegio de escoger entre A y B que pertenecen ambos a X?

No obstante, supongamos que hemos votado. La elección ha pasado, las acciones subieron, y los senadores y representantes electos van a Washington (unos meses más tarde) para formar nuestro Congreso, nuestro Parlamento o Tienda de Parla, nuestra Discusión Nacional. Nada puede ser más desconcertante que las sorpresas que encuentran estas damas y caballeros electos. No es únicamente que a los hombres que se reúnen en asambleas las orejas les crecen instantáneamente. Ellos han sido escogidos por su habilidad política en el sentido americano—esto es, la habilidad para ser nominados, anunciados, aplaudidos y elegidos; poseen esa clase de habilidad en una forma altamente desarrollada y especializada. Normalmente son gente subordinada, dispuesta a la disciplina, elástica de conciencia, y libre de una peligrosa originalidad o genio; nada los descalificaría tanto para el oficio (o para las aproximaciones tortuosas al oficio) como el genio de cualquier clase—sobre todo el genio de estadistas. Ya debiera ser aparente a estas alturas que un hombre tiene una mejor oportunidad de alcanzar un alto cargo si logra una reputación de mediocridad.

Ahora, de repente, nuestro representante se halla asediado por problemas distintísimos de los que ha resuelto en la ruta hacia el poder. Aquellos eran problemas de política: de paciente lealtad hacia los líderes de barrio, de distrito y de condado; de influencias subterráneas y entendimientos secretos; de discursos y acusaciones y desmentidos y publicidad manipulada; de contribuciones solicitadas de modo inconspicuo y gastadas con un ojo sobre la ley; de favores hechos a los poderosos y promesas hechas al resto. Pero estos problemas que caen sobre él en Washington, y le abruman con mil proyectos de ley, son problemas de economía: tienen que ver con propiedad de la tierra, materias primas, minas de carbón, pozos de petróleo, energía hidráulica, producción, competencia, transporte, navegación, aviación, arbitraje, distribución, mercadeo y finanzas; implican detalles esotéricos sólo inteligibles para un especialista, y dolorosos más allá de lo soportable para un hombre cuya especialidad es la intriga. Nuestro representante busca refugio en su periódico y vota como se le dice.

A medida que el gobierno se hace más complejo, los funcionarios electos se hacen menos y menos importantes; los expertos contratados más y más importantes. El poder ejecutivo «invade al legislativo» porque está armado y apoyado por comités expertos—Consejos de la Reserva Federal, Comisiones Federales de Comercio, Consejos del Trabajo, Comisiones de Comercio Interestatal, comisiones de la deuda… Durante la administración del presidente Harding los miembros del Congreso recibieron un shock al encontrarse sentados, en un desfile, detrás de los miembros de algunas de las comisiones mencionadas. El Senado protestó con diez Considerandos y dos En Consecuencias, y el Sr. Harding contestó con esa amable suavidad que le había bastado para hacerlo Presidente. Pero la paja había mostrado el viento. El «gobierno representativo» había sido quebrado; la democracia no había encontrado forma de elegir cerebros a los cargos; y los cerebros habían sido puestos en el poder mientras la democracia hacía discursos o leía periódicos.

¿Será ésta la razón por la que tan insistentemente recomendamos la democracia a nuestros enemigos? Nietzsche habla de la «disposición que soporta la forma democrática de gobierno en un estado vecino—le désordre organisé, como dice Mérimée—por el solo hecho de que asume esta forma de gobierno, hace a esta nación más débil, más distraída, menos apta para la guerra». Tal vez esta entronización democrática de la mediocridad y la incompetencia, la sofistería y la corrupción, tenga algo que ver con la transición platónica de un gobierno parlamentario a la «tiranía» o la dictadura en Italia y España y Grecia y Rusia y Polonia y Portugal, y a la amenaza de desarrollos similares en Francia. En cuanto a nosotros, veamos lo que ha ocurrido: las fuerzas de la reforma política han sido derrotadas la mayor parte del tiempo, y cuando han logrado una extraviada victoria ha sido mediante la adopción de los métodos empleados por la «maquinaria»—de forma que el triunfo de la «reforma» en ciertos estados ha tenido algo del carácter de la conversión del mundo a la cristiandad, en la que no estuvo nada claro cuál de las dos partes se convirtió a la otra. «La política está ahora tan completamente dominada por las maquinarias como durante los 80… Los políticos profesionales son más que nunca nuestros dueños. Después de cincuenta años de lucha han finalmente derrotado a su enemigo, el reformador». Ha triunfado la mediocracia. En todas partes la inteligencia ha huido de las plataformas de la democracia como de una corriente envolvente. Los necios están en la silla y cabalgan a la humanidad.

Sí, esto es una visión parcial, un memorial de agravios antes que un análisis completo. Las virtudes semiredentoras de la democracia han sido loadas por suficiente tiempo como para necesitar aquí ninguna letanía. Es verdad que la opresión de las minorías por las mayorías es (numéricamente) preferible a la opresión de mayorías por minorías; que la privación democrática del hombre educado no es peor que la sujeción aristocrática del nuevo talento por la prosapia antigua; que la democracia ha levantado el espíritu y el orgullo del hombre común tanto como ha roto el espíritu y esterilizado el genio del individuo excepcional; que el votante omnipotente tiene ahora una sensación de personalidad liberada que en algún grado sustituye al coraje y el carácter; que ya no hay siervos (conscientes) entre nosotros, y que cada hombre puede saber que es un presidente potencial. Pudiera ser, como el paciente Bryce concluyese laboriosamente, que hay algunas formas de gobierno peores que la democracia.

Pero mientras más la examinamos más alterados nos vemos por su incompetencia y su insinceridad. Puesto que no es real el poder político a menos que represente el dominio militar o económico, el sufragio universal es un espectáculo costoso. La dictadura sólo puede reivindicar una superioridad—es más honesta; «el poder absoluto», dijo Napoleón, «no tiene necesidad de mentir; actúa sin decir nada». La democracia sin educación significa hipocresía sin límites; significa la degradación del arte del estado en política; significa el costoso mantenimiento, además de la real clase gobernante, de una gran clase parasitaria de políticos cuya función es servir a los gobernantes y engañar a los gobernados.

La última etapa del asunto es el gobierno del gángster. Los criminales florecen felizmente en nuestras grandes ciudades, puesto que se les garantiza plena protección y cooperación de la ley. Si pertenecen a la organización, o tienen amigos en ella, tienen todas las seguridades de que si cometen un crimen no serán arrestados, que si son arrestados no serán convictos, que si son convictos no serán enviados a la cárcel, que si son enviados a la cárcel serán perdonados, que si no son perdonados se les permitirá escapar. Si tuvieran que ser muertos en la práctica de su profesión, serán enterrados con la grandeza y ceremonia debidas a un miembro de la clase gobernante, y lápidas memoriales serán erigidas en su honor. Es éste el dénouement de la democracia municipal.

Seremos cobardes de rango si ya no pestañeáramos ante este despertar del mal en nuestros sueños ilusos. Si no podemos encontrar algún remedio a la democracia que la limpie de su villanía y la desembarace de su ignorancia, mejor haríamos en regalar nuestra Constitución a alguna nación imberbe e importar un rey.

Will Durant

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