LEA, por favor
El año de 1991 fue un año muy difícil para los venezolanos. Después de saludarnos de año nuevo, aún con la resaca de los festejos a cuestas, fuimos despertados a una desagradable realidad con la noticia de corrupción en la adjudicación de unos apartamentos (edificio Florida Cristal), y en cuyos manejos estuvo involucrado el Secretario General de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, Antonio Ríos. A continuación, unas grabaciones revelaban más corrupción de algún almirante (Larrazábal, pero no Wolfgang) en adquisiciones para la Marina de Guerra. De seguidas nos enteramos de otro brollo en el que el Jefe de Seguridad de Carlos Andrés Pérez, Orlando García, y su pareja, Gardenia Martínez, habían vendido municiones vencidas a los militares. Para coronar el pastel, ocurrió el suicidio-asesinato de Lorena Márquez en Maracay y vimos estupefactos cómo Braulio Jatar Alonso extorsionaba a Camilo Lamaletto en vivo, en nuestros propios televisores. Es posible que ése haya sido también el año en el que el presidente Pérez recibiera en La Orchila al Presidente del Banco de Crédito y Comercio Internacional (BCCI), que luego colapsara al descubrirse como el mayor lavador de dólares de dudoso origen en el mundo.
El domingo 21 de julio El Diario de Caracas publicó un artículo del suscrito, en el que por primera vez recomendaría (luego exigiría) la renuncia de Carlos Andrés Pérez. («El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal»). Pérez no renunció, y seis meses después la cuarta madrugada de febrero de 1992 se estremecía con el estruendo de una sublevación militar.
Más adelante en el año de 1991 mudé mis letras a El Globo—un segundo artículo enviado a El Diario de Caracas no fue publicado, tal vez porque rebatía críticas del Director, Diego Bautista Urbaneja, a la idea de la renuncia—y allí llevé la exigencia en varios textos que culminaron el 3 de febrero, veinticuatro horas antes del alzamiento. La Ficha Semanal #68 de doctorpolítico contiene el primero de los artículos que El Globo me publicara, y fue escrito el 22 de noviembre de aquel año. En esencia se contrajo a oponerse a récipe de Don Arturo Úslar Pietri, que recomendaba que Pérez asumiera el liderazgo de un gabinete de emergencia para capear la enorme crisis, la que, después de las asonadas del año siguiente, culminaría por fin con su defenestración a manos de la Corte Suprema de Justicia.
(Hoy se cumplen sesenta años del golpe adeco-militar de 1945, con el que se inició un período que va desde el protochavismo del trienio de 1945-48, pasando por el interregno de Pérez Jiménez, hasta el desastre del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, que significó el fin del bipartidismo blanquiverde. En aquel entonces fue Úslar Pietri uno de los derrocados).
LEA
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De caciques y de úslares
«Usted y yo no somos políticos. Los hombres de nuestra clase no somos políticos. Los políticos son unos animales que surgen imprevisiblemente y que Ud. no puede predecir ni calcular». Estas cosas me decía Úslar a comienzos de 1985. Tuve el privilegio de conversar con él, larga pero no suficientemente, a raíz de un trabajo suyo y uno mío sobre el tema iberoamericano, publicados por las empresas de Andrés Sosa Pietri en «Válvula 1» en diciembre de 1984.
No quise contradecirle. Suponía que ése era un modo que tenía de no resollar por la herida. A fin de cuentas, es difícil sostener convincentemente que Úslar Pietri no es un político. Difícil de creer después de haber sido Úslar el pivote del gobierno de Medina Angarita, difícil después de haber sido candidato presidencial en 1963, después de haber fundado una organización política, sido senador del período democrático y participado en el gobierno de Leoni. Difícil de admitir después de que ha sido frecuente y persuasiva voz desde que mi memoria registra recuerdos. Más difícil aún después de que ha hablado tanto y en tantos espacios en los meses más recientes.
Pero aquella vez pensé que algún desengaño determinaba su autolimitación. Algún recuerdo.
El Dr. Úslar Pietri es, sin embargo, político.
Intenté, después de mi entrevista con él, asimilar su aseveración hasta donde pude. Recordé, por enésima vez, una leyenda germánica antigua. Esta enseña que al comienzo del mundo sólo había héroes y sabios. Los primeros luchaban todo el día. Cuando concluían sus aventuras cotidianas buscaban a los sabios en su cueva. Querían que ellos revelaran el significado de lo que habían hecho, que ignoraban.
Más de una vez he escuchado de esta división de los hombres, con su implícita conclusión: los sabios no están hechos para gobernar. «Los hombres de nuestra clase no somos políticos». La imaginación me hizo creer alguna vez que habría cuevas de sabios en Altamira, y los iberos mostrarían a los alemanes el sentido de sus nomadías.
Me rebelo contra esa dicotomía que prohíbe mandar a quienes saben. Para empezar, es una falsa anatomía de la humanidad. Al menos hubo, además de los jefes y los magos, quienes crearan y contaran las leyendas. Pero no deja de exigir una modestia de los sabios, que los grupos de hombres hubieran tendido a organizarse entre esos polos desde tiempos tan remotos. Por algo, en general, los pueblos prefieren que les manden los caciques en lugar de los brujos.
La salvación de mi rebeldía me viene del siguiente pensamiento: eso es así en tiempos normales, pero no estamos en tiempos normales.
Lo que antes debían registrar los juglares más modernamente lo escriben los sociólogos. Pero si quieren pensamos en Vilfredo Pareto como si fuera fabulista. Es el autor de la leyenda de los leones y los zorros—acá, en Venezuela, Tío Tigre y Tío Conejo—o de cómo las élites circulan. Los leones, dueños de la fuerza, usualmente dominan, pero cuando el serrucho se les ha trabado, los zorros les relevan.
Y esto tiene que pasar en Venezuela. O, más honestamente dicho, es lo que quiero que pase en Venezuela. Estudié tres años de medicina antes de interesarme en el objeto de Pareto. Si hubiese continuado esa carrera no habría sido cirujano. Si, como un pediatra a quien venero, creo que todavía puede actuarse médicamente, me opondré con todo denuedo a la intervención quirúrgica. No quiero un golpe de Estado. Pero, administrado como tiene que ser y puede ser médicamente, preservando la Constitución, el tratamiento no lo tienen los caciques.
Venezuela necesita—Úslar tiene razón—un nuevo discurso político. El 20 de octubre le leímos: «Esto significa, entre otras muchas cosas importantes, que de pronto el discurso político tradicional se ha hecho obsoleto e ineficaz, aunque todavía muchos políticos no se den cuenta».
Era lo que yo había ido a decirle en 1985. Ese discurso no puede provenir de los caciques rebasados por la historia e impedidos de aprender por su esquema comprensivo e inmisericorde rutina. Menos todavía cuando la primera revolución necesaria, antes y más allá de un determinado programa o tratamiento, es precisamente la del esquema comprensivo de la política y un modo de actuar radicalmente diferente de la rutina de los partidócratas. Una revolución paradigmática imposible para los congelados en el paradigma de Maquiavelo y Bismarck.
Úslar, tal vez porque entiende que los alemanes tienen razón y ahora sí quiere comportarse políticamente, en sus términos, se descalifica ese domingo de octubre como el portador del nuevo discurso. Escribió esto: «Toda una retórica sacramentalizada, todo un vocabulario ha perdido de pronto significación y validez sin que se vea todavía cómo y con qué substituirlo… Hasta ahora no hemos encontrado las nuevas ideas para la nueva situación…»
No deberemos buscar en su cueva.
Primero lo inmediato
También, obviamente, requerimos tratamientos. Para los verdaderamente importantes todavía hay tiempo. La primera decisión médica que se produce en la situación de emergencia lleva por nombre «triaje». Consiste en apartar en tres grupos a los pacientes que ingresan a la atención médica. El primero es el de los enfermos que pueden curarse por sí mismos. Dada la emergencia, el cuerpo médico no les prestará atención. Tampoco la prestará a los infortunados que morirán irremediablemente. Los médicos se dedicarán solamente al tercer grupo, formado por los enfermos y heridos que sin su ayuda se agravarían y que con ella tienen oportunidad de sanar.
No soy de la opinión, no lo soy desde hace ya muchos años, que el sufrimiento de nuestra sociedad es un «ajuste» momentáneo. Pero tampoco creo que Venezuela merece un desahucio, a pesar de la gravedad de las cosas. Y si afirmo que un triaje político colocaría a Venezuela en el tercer grupo, es porque estoy convencido de que existen los tratamientos que pueden corregir la enfermedad.
Pero ahora es preciso atender lo urgente. A esto Úslar recomienda: «Yo propondría, sin pretender proponer panaceas, dar a la emergencia una respuesta de emergencia. («Para ello el jefe del Estado deberá declarar al país en emergencia»…) …comenzando por reducir el gabinete. Limitarlo a unos doce hombres…definir cinco o seis prioridades, organizar la hacienda pública, poner a funcionar la economía, garantizar la seguridad…la reforma de la Ley Electoral… de la Ley de Partidos Políticos… del Poder Judicial».
Este récipe tiene algunos problemas. Para empezar, Úslar insiste en que es el Presidente de la República quien debe manejar el asunto, aunque las reformas legales que tantos otros han nombrado no son de su incumbencia, sino del Congreso. Luego, por supuesto, nadie propondrá desorganizar la hacienda pública, impedir el funcionamiento de la economía o garantizar la inseguridad. De modo que esas partes de su recomendación no son tratamientos de la enfermedad, que es lo que todos queremos escuchar, sino el estado de salud que todos queremos alcanzar. En lo concreto de su proposición habría que preguntar que hay de mágico, exacto o ineludible en el número de doce ministros.
Pero el problema fundamental de su récipe consiste en creer que Carlos Andrés Pérez debe dirigir los tratamientos, cuando él es, más propiamente, el propio centro del tumor. Como los partidos a quienes vuelve a pedir lo que Úslar perfectamente sabe que nunca concederán.
A pesar de estas cosas, Úslar tiene razón: es mejor un tratamiento constitucional. Propuse el 21 de julio algo más radical que las píldoras del Dr. Úslar. Receté, para la urgencia más inminente de la enfermedad, la renuncia de Carlos Andrés Pérez y que el Congreso elija, según pauta la Constitución, a quien complete su período como Presidente, porque, como Úslar dice, es importante preservar la constitucionalidad.
Nadie me hará creer, ni él mismo, que el Dr. Úslar no es político. Los hombres de su clase sí son políticos.
Luis Enrique Alcalá
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