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El nuevo periplo europeo presidencial ha permitido una vez más la acusación directa de los Estados Unidos por parte de Hugo Chávez. El poderoso país no inspira miedo al mandatario venezolano, quien persiste en zaherir al gigante con sus incesantes puyas. En Salamanca la comunidad iberoamericana, como lo querían Castro y Chávez, aprobó una resolución contra el embargo norteamericano a Cuba, al que llamó «bloqueo» con todas sus letras. En Roma Chávez se sumó a la voz del dictador Mugabe para condenar al gobierno norteamericano. En París se refirió a la recomendación magnicida de Pat Robertson y adujo que la razón de economía revela que los planificadores estadounidenses habrían computado un presupuesto invasor, bastante más costoso que su asesinato.

Nada de esto ha impedido que el premier francés, Dominique de Villepin (que vivió y estudió cuando joven en Venezuela), se presente de lo más alineado con la política exterior de nuestro país. Tras un almuerzo con su huésped venezolano declaró: «Hay entre los dos países (Francia y Venezuela) una misma visión de las relaciones entre el norte y el sur, de la necesidad de cambiar las cosas y de tener nuevas ideas. Es importantísimo cambiar estas relaciones, salir del egoísmo internacional y entrar en una nueva era». Y asimismo se expresó elogiosamente de las iniciativas petroleras venezolanas en el Caribe: «Sabemos lo que hace Venezuela con los países del Caribe, con los que tienen más dificultades en América Latina. Son iniciativas que traducen la voluntad de renunciar al egoísmo para ayudar a los otros. Es un ejemplo de lo que se debe hacer y desarrollar en los años futuros».

Entretanto los Estados Unidos producen débiles declaraciones; una objetando la sustitución terminológica de «embargo» por «bloqueo»; la otra expresando preocupación por el proyecto Petrocaribe, al reclamar que dejaría al margen a las empresas petroleras privadas al pautarse como operación de gobiernos y empresas estatales.

Un cierto éxito, sin embargo, se anotan los Estados Unidos con la aprobación referendaria de la nueva constitución iraquí, pocos días antes de iniciarse el juicio a Sadam Hussein, cuyos abogados mostrarán videos de archivo en los que un Donald Rumsfeld joven habla obsequiosamente al otrora dictador con ocasión de llevarle armas norteamericanas para que fuesen empleadas contra Irán. (¿Quién le dio la hojilla al mono?) Se trata de un curiosísimo texto constitucional, con un preámbulo en el que se deja constancia de sangrientas tragedias político-militares del país, y con provisiones explícitamente antiterroristas y la mención desinfectante del partido Ba’ath, la organización antaño liderada por Hussein. Los sunitas radicales no pudieron impedir la aprobación del importante documento.

Pero ni con esto ha querido comprometerse Condoleezza Rice con el Senado de los Estados Unidos en lo concerniente a una fecha para el regreso de las tropas estadounidenses estacionadas en Irak. Y mientras el huracán Wilma empata y quiebra marcas de frecuencia e intensidad, el apoyo ciudadano a George W. Bush también quiebra las suyas, al situarse en 36% de aprobación, la más baja de sus dos períodos. Pero no pareciera preocuparle mucho el enredado papagayo: Rumsfeld ha emitido serias declaraciones en las que manifiesta que los Estados Unidos encuentran preocupante la opacidad de China en materia de rearme. La reciente aventura espacial de los asiáticos ha reavivado el latente tema del peligro amarillo.

Con tantas sardinas en el fuego—Corea, Irán, Irak, Afganistán, China—no se ve como probable que ni siquiera un congreso que volviera a dirigir Newton Gingrich pudiera aprobar aunque sólo fuese un millón de dólares para una mítica invasión de Venezuela. Esto lo sabe Chávez, y por eso continúa echando tierra a los ojos de los Estados Unidos. Quienes esperan que una «solución» al problema político venezolano provenga del norte van a quedarse con los crespos hechos.

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