Fichero

LEA, por favor

Sería de interés para un psiquiatra averiguar por qué un psiquiatra—Juan Antonio Vallejo-Nágera—hijo de psiquiatra—Antonio Vallejo-Nágera—escribió un libro que lleva exactamente el mismo título—Locos egregios—que el de uno escrito por su progenitor. Es decir, si quiere prescindirse de la explicación que ofrece el mismo autor, quien indica que su libro es el subproducto de un tratado técnico sobre psicopatología de la creatividad.

Locos egregios, el segundo, es una colección de varios ensayos sobre personajes históricos destacados con rasgos de interés para la psiquiatría; esto es, psicológicamente enfermos. El mismo Vallejo-Nágera (hijo) explica el significado de egregio: fuera del rebaño, de la grey. Se trata de gente fuera de lo común. Así comenta e interpreta figuras como Caravaggio, o Hitler, o Abderramán III, o Doña Juana la Loca. (No podía faltar). Pero al cierre del libro escribe un capítulo de Consideraciones sobre el poder político y psicopatología, cuyas dos secciones finales integran esta Ficha Semanal #70 de doctorpolítico. En la primera sección, no reproducida, expone: «En el núcleo de la personalidad de estos seres excepcionales, que los convierte en imanes de multitudes, hay a veces rasgos anormales de la personalidad, que se desarrollan patológicamente, como un cáncer latente que se expande, precisamente cuando han alcanzado el poder, y por la dinámica misma de la pasión de mandar que les ha encumbrado».

El libro comentado fue editado por primera vez en 1977 por Editorial Dossat, pero la decimoquinta edición fue impresa especialmente para Mediciencia Editora, la casa creada por el fundador de la Librería Médica París de Caracas, el egregio pero muy cuerdo Pierre Paneyko, cuya amistad, y la de su esposa María, siempre han sido un honor para mí. De hecho, Vallejo-Nágera vino a Caracas en marzo de 1985, para la presentación de Mediciencia y la más reciente edición del libro, que fue debidamente bautizada.

En una suerte de panteón psiquiátrico, pues, Vallejo-Nágera exhibe un buen número de distinguidos orates, y en él aprendemos que ciertas patologías son recurrentes. De este modo, por ejemplo, inicia el capítulo que dedica a Adolfo Hitler: «Tenía Hitler hondamente arraigada la convicción de su propia singularidad histórica; tanto que, al hacer comparaciones con ‘otro’, nunca recurría a un contemporáneo: se remontaba a Napoleón y, es irónico, a Jesucristo».

LEA

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Chiflados ilustres

Se escucha repetidamente la queja de que el mundo occidental carece de líderes capaces de agrupar en torno suyo a los pueblos enfervorecidos, capacitándolos con ese entusiasmo para hacer los sacrificios necesarios para la consecución de un ideal colectivo. A ello se atribuye en parte la decadencia política de Occidente.

Por supuesto, esta ausencia de liderazgo no es fruto de la casualidad, ni de un simultáneo agotamiento de las canteras de hombres aptos para la movilización de multitudes. De hecho, se les impide surgir como tales líderes al obligarles a renunciar a ciertas características indispensables para lograr el apasionamiento de los pueblos. Sólo en el mundo marxista (Fidel Castro, Mao, Ho Chi-minh, etc.) se ha seguido con las tradicionales reglas de juego, en parte atemperadas por las restricciones ideológicas contra el «culto de la personalidad», que aparecen más evidentes cuando la tarea de manejo multitudinario, bajo su ideología, ha de hacerse en un país occidental. El deliberado maquillaje de los rasgos de aptitud para la fascinación de masas, en un personaje tan adecuado para ello como Berlinguer, marca una pauta que veremos repetirse mientras dé resultado. ¿Por qué? Porque el mundo se encuentra ante un amargo dilema: conciencia de la necesidad del líder, junto al pánico a la aparición del dictador; y la intuición de lo peligrosamente imbricados que en la persona humana están los rasgos que hacen posible la iluminación de las multitudes con los que provocan la histeria de las masas. Las dotes personales para el ascenso al mando supremo (sobre el fervor colectivo) están psicológicamente enmarañadas con las que inducen a la usurpación del poder. El «caso Hitler», con su inmensa potencia histórica, sigue flotando como un fantasma sobre la conciencia, y muy especialmente sobre el inconsciente de los políticos.

Los estadistas occidentales con actitud de liderazgo (De Gaulle, Franco, Adenauer, Perón, etc.), estaban vinculados histórica y psicológicamente a la etapa anterior. El único y tímido intento de producción carismática en U.S.A. por los Kennedy, con su trágico final, ha remachado el despego por la imagen del «conductor». Esta renuncia, por muy halagadora que resulte democráticamente, no es inofensiva; provoca la mutilación psicológica del líder o la colocación en su puesto de personas no ideales para tal función.

Es instructivo y decepcionante contemplar a quienes participaron en la última campaña electoral americana, y cómo lo hicieron. El presidente Ford estaba consciente de su incapacidad de irradiación afectiva, de transmitir su mensaje enfervorizado. Se enfrentó con esta ineptitud confesándola públicamente en actitud de aparente candor (sobra su confesión, pues el fallo es obvio), pero racionalizaba el defecto pretendiendo convencer que se trataba de una virtud: «I’m better President than a campaigner» (Soy mejor Presidente, que captador de electores), y afirmaba que «un Gobierno suficientemente fuerte como para hacer funcionar eficazmente es también lo suficientemente fuerte como para resultar amenazador». Por otro lado, tanto R. Reagan, como Jimmy Carter dieron la sensación de estar representando un papel. Reagan es actor profesional; Carter, improvisador pero eficaz, y ambos, con una teatralidad huera por falta de convicción en «su mensaje», tan emasculado por convencionalismos en su afán de «asepsia» que resulta insípido. Hombres de este tipo no tratan de guiar a las masas, las cortejan. Por ello el acento se pone en temas accesorios (el Canal de Panamá en la campaña de Reagan) o en demagogias pueriles («El Gobierno, tan bueno como lo es el Pueblo Americano», el eslogan de J. Carter que en alguna de sus enunciaciones recuerda el «to er mundo e güeno»). Por ello también, el énfasis de las campañas electorales de los tres ha tenido el denominador común de repetir mecánicamente un solo discurso, en el que parecen no creer y que además (y esto es un drama) no importa electoralmente, porque lo que han estado vendiendo al público no han sido ideas, sino imágenes personales; y éstas minimizadas por las premisas que hemos comentado.

Es pintoresco que luego se lamenten de que la silenciosa mayoría no se movilice políticamente. Gerald Ford dijo en su campaña: «La tragedia es que la gran mayoría… los del medio, son políticamente apáticos. Sobre cómo regenerarlos, aún no hemos encontrado el sistema». La realidad es que políticamente los hombres no se guían por ideas, sino por sentimientos, y sólo la exaltación pasional de éstos pone en marcha a la gran masa inerte. La movilización fanática de minorías y a través de ella el avasallamiento de la totalidad es otro tema; su técnica distinta, y hoy profesionalizada, es la que por desgracia se sigue padeciendo, con diferente disfraz en muchos países.

La propia mecánica de la campaña electoral U.S.A. condiciona la repetición amanerada. Jimmy Carter en la suya 1975-76, que según los comentaristas americanos «…está siendo considerada como modelo y será estudiada en los años venideros…», ha pronunciado 2.050 discursos en 16 meses. Por lo tanto, tres o cuatro diarios. Por supuesto no son «discursos» sino la repetición 2.050 veces «del discurso». Por muchas dotes histriónicas que se tengan, y todos los políticos las poseen, este cliché estereotipado, esta actuación mecanizada, no puede proyectar resonancia sentimental; funciona por saturación del «espacio mental» como cualquier «spot» publicitario; lo que es a fin de cuentas.

Desde luego, las actuaciones de los grandes dictadores estaban deliberadamente embebidas en teatralidad y técnica publicitaria. Las analizaremos en la tercera parte de este capítulo, pero con un nivel de eficacia infinitamente superior, y éste es su peligro, pues tienen por ello capacidad de engaño a la multitud, que llega hasta el absurdo. La necesidad de dotes histriónicas en el líder, no sólo político, sino religioso, ideológico, etc., explica el que se utilice tan frecuente y eficazmente a los actores y cantantes-actores en la propaganda política. Su utilidad no radica sólo en que sean conocidos y populares sino en la capacidad de transmitir el mensaje a través de un contagio emocional que enmascara su posible vacuidad ideológica.

La pregunta clave del tema de hoy es: en las fuerzas que vinculan apasionadamente a las gentes en torno a un líder, ¿no dominan siempre factores irracionales, con base psíquicamente enfermiza tanto en el líder como en los seguidores? ¿No están casi inexorablemente predispuestas a llevar hacia el fanatismo y con él a explosiones de violencia, con una etapa final de agresividad hacia los grupos resistentes a su influencia? Los leales servidores de la idea democrática parecen haber adoptado este criterio en los últimos 30 años; por ello el empeño en desinfectarse del virus carismático, del que he mencionado algunas muestras actuales. Pero, ¿están en lo cierto?

Se rememora constantemente la «paranoia» de Hitler, y su contagio a través del mecanismo de las psicosis inducidas a 60 millones de personas; se tiende a olvidar en cambio, que precisamente rasgos patológicos, aunque menos acentuados, resultaron positivos en otros. La impetuosidad anómala del general Patton, en su irracionalidad, permitió el logro de ciertas victorias. La tozudez y convicción deliroide del general De Gaulle en una grandeza patria que no existía, y que hizo comentar a Churchill que «la cruz más pesada con que había tenido que cargar era la de Lorena», logró la restauración parcial de esta grandeza añorada. ¿Dónde está la línea divisoria entre empuje constructivo y fuerza devastadora? La Historia muestra reiteradamente cómo un mismo hombre arrastra a sus seguidores, sucesivamente, a las dos etapas.

El líder nato lo es porque tiene impregnado todo su ser en la pasión de mandar, y con ella una condición casi fanática de empeño en el contagio de su ideal y la disposición a sacrificarlo todo por conseguirlo… y automáticamente, por imponerlo. No basta el talento, ni las condiciones personales; hace falta una motivación tan cargada emocionalmente, que rebasa las premisas racionales (aunque ni el líder, ni sus seguidores se percaten, pues el propósito puede plantearse inteligente y serenamente), y está siempre en peligro, por tanto, de salirse del cauce de lo razonable.

¿Qué es lo que impulsa a las masas a unirse en torno a un hombre y someterse a sus dictados? Básicamente, la proyección de sus anhelos en la persona del líder y la esperanza de que éste los satisfaga. Estos deseos, en parte conscientes, pero también inconscientes, se polarizan en: a) La búsqueda de seguridad. Se obedece para sentirse protegido; b) Resentimiento y deseos de revancha. Se unen y obedecen para ser más potentes en la agresión.

Diversas coyunturas históricas hacen que estos sentimientos no sean apremiantes o que surjan con gran ímpetu. En la colectividad española sube, como el nivel de las aguas en una inundación, la tensión de esas cargas emocionales, dominando preferentemente a un gran sector de la población las del primer grupo; las segundas al resto. No se perfila en el horizonte la silueta clara de un líder, pero sí la predisposición de los españoles a seguirlo. Si no lo encuentran, lo inventarán. El grupo que primero lo encuentre se hallará en gran ventaja. Es una situación peligrosa.

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Adlai Stevenson, en su fallida campaña contra Eisenhower, en 1956, comentó irritado contra los «asesores publicitarios» que guiaban la campaña electoral de su partido, y a los que V. Packard calificó con frase afortunada como «persuasores ocultos», que le daban la sensación de «estar participando en un concurso de belleza, en lugar de un serio debate». Su enfado estuvo doblemente justificado, pues no le manejaron adecuadamente, y es lógico además, que a una mente tan ágil y superior a la de sus manipuladores publicitarios (que quizá por eso no le entendieron nunca a él ni a la clave de su atractivo), le repugnase éticamente la sistemática aplicación a la política de las tácticas publicitarias comerciales; por eso afirmó: «La idea de que pueden mercantilizar candidatos al mando supremo como si fueran cereales para el desayuno… es la máxima indignidad contra el poder democrático». Este era, sin embargo, y ha sido después el concepto básico de los estrategas políticos americanos y de otros países, bajo la total convicción de que el «elector vota como un espectador-consumidor de la política».

Cuatro años después le toca quejarse a Nixon, quien en su libro «Six crises» (1962) coincide con muchos comentaristas en atribuir su derrota del 60 frente a Kennedy al más hábil manejo de la televisión por éste, incluido el famoso y ridículo tema de la influencia sobre el decisorio voto femenino del mal maquillaje de Nixon en el debate entre ambos. Sin embargo, la reacción de Nixon es distinta de la de Stevenson; se lamenta de lo que considera fue un error: «Dediqué demasiado esfuerzo (en sus apariciones en televisión) a la substancia del mensaje, y demasiado poco al aspecto». «Me fijé mucho en lo que tenía que decir, y demasiado poco en cómo». Hoy, después de tantos años y de Watergate, resulta demasiado fácil hacer deducciones.

Los trucos psicológicos se siguen empleando allí y en todos los países, y así ha sido siempre. Maquiavelo hizo un agudo análisis de «cómo se adquiere el poder, cómo se conserva y por qué se pierde». Napoleón, con su mente obsesivamente organizadora, creó un departamento de prensa «Buró de la opinión pública», orientado publicitariamente. Se recurre crecientemente al uso de la proyección sentimental inconsciente de los símbolos para aprovechar estímulos que sería incómodo manejar al descubierto. Por ejemplo, desde la televisión en color es frecuente que los políticos americanos, dirigiéndose a auditorios conservadores, cuando citan frases de sus oponentes, lean esas anotaciones en un papel rojo o rosa, para por asociación de ideas, proyectar una imagen «roja» en el rival citado. Desde el campo contrario, se vio en la campaña presidencial portuguesa de junio de 1976, cómo Otelo Saraiva de Carvalho usó constantemente un símbolo del mismo color, el clavel rojo, en todas sus apariciones, para fijar en la mente del espectador la vinculación a él, y sólo a él, de la «Revolución de los claveles» en su optimista imagen inicial. La profesionalización del uso de tales imágenes, que a caballo sobre su vigorosa resonancia afectiva distorsionan la supuestamente libre y razonada decisión del elector, ha hecho exclamar a Kenneth Boulding que: «Hacen viable una situación de dictadura invisible, incluso funcionando bajo las fórmulas de un gobierno democrático».

Por supuesto, la manipulación de las ideas colectivas es mucho más fácil desde una dictadura, o al menos desde el control masivo de los medios de difusión (como hoy intentan, y van logrando, ciertos sectores extremistas de las sociedades «libres»). Un «clásico» del tema será para siempre la incrementación artificial del carisma en el fenómeno político-publicitario más fascinante y aterrador de nuestro siglo: Adolfo Hitler.

¿Está condicionada la humanidad a sentirse arrastrada sólo por líderes de gran potencia carismática, enraizada en tendencias neuróticas de agresividad tan fuertes e insatisfechas que despiertan y agrupan a las del mismo sentido que tienen latentes las masas? ¿Puede engañársenos con el señuelo artificial de un carisma inventado por los creadores profesionales de una imagen política, que al montarse sobre una personalidad endeble se derrumbará en los momentos de crisis, cuando su fuerza carismática, en realidad inexistente, sería necesaria para la defensa colectiva? ¿No es posible la agrupación en torno a un líder, sereno, equilibrado, que a la vez con fuerza y mesura sepa conducir sin avasallamiento? Sí, es posible, pero hemos querido mostrar con estos comentarios lo fácil que resulta el engaño.

Juan Antonio Vallejo-Nágera

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