Fichero

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Es de lamentar la desaparición, hace un poco más de diez años, de una extraordinaria publicación editada por USIA (Agencia de Información de los Estados Unidos), la revista Facetas. Era «una publicación trimestral de importantes reflexiones y opiniones acerca de hechos sociales, políticos y culturales en los Estados Unidos». Desde Huntington hasta Fukuyama, desde Drucker hasta Yergin, desde Updike hasta Sonntag, el más activo y sugerente pensamiento norteamericano tenía cabida en sus páginas, y estupendas reproducciones fotográficas daban cuenta de la producción artística o científica más notable de los estadounidenses.

La Ficha Semanal #73 de doctorpolítico contiene la primera parte de un trabajo publicado en el número 88 de Facetas, correspondiente al segundo trimestre de 1990, cuyo autor es el historiador Jacques Barzun y que lleva por título El Teorema de la Democracia. Barzun nació en Francia en 1907, pero desde sus doce años de edad ha vivido, estudiado y enseñado en los Estados Unidos. (Universidad de Columbia). Se le tiene por uno de los fundadores de la historia de la cultura. Un riguroso y claro académico, alcanzó fama fuera de los círculos universitarios con un libro que sorpresivamente se convirtió en best seller: Del Alba a la Decadencia: 500 Años de Vida Cultural de Occidente. (2000).

En El Teorema de la Democracia, Barzun alude a una dificultad fundamental a la hora de defenderla: que no habría una teoría de la democracia; tan sólo existiría un escueto «teorema» de la misma. Al comienzo postula una noción simplista, pues sostiene que «…los EUA ofrecen su ayuda a los gobiernos democráticos y los hacen sus aliados, y se oponen a los demás…» Es muy evidente que en muchos casos ese país ha apoyado regímenes autoritarios—Pinochet, por ejemplo, al que ayudó en el derrocamiento de Allende—incluso a dictadores que fueron sus consentidos y luego consideró enemigos, como es el caso de Noriega o Hussein.

Pero la exposición pedagógica de Barzun refiere a problemas básicos e importantes, que tienen relevancia para la actual dirección de la política exterior de los Estados Unidos, especialmente en el caso de Irak. Habiendo predicado su invasión sobre pretextos que luego resultaron inexistentes, ahora aducen que su presencia militar allí obedece a una cruzada por la expansión de la democracia. (Habría que ver si tal intención les impelería a invadir a China o Corea del Norte; incluso a Arabia Saudita, que no es democrática en absoluto y es uno de sus más importantes aliados). Barzun advierte, con Rousseau, sobre la imposición de la «maquinaria» democrática: «…la historia, el carácter, las costumbres, la religión, la base económica y la educación de cada pueblo deben tomarse en cuenta antes de establecer cualquier maquinaria. No hay reglas o medios que tengan aplicación universal».

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Teorema democrático

Una característica permanente de la opinión y la acción norteamericanas en materia de política exterior es el deseo, la esperanza, de que otras naciones corrijan el rumbo y se conviertan en democracias: «Son un gran pueblo, ¿por qué no pueden manejar sus asuntos como lo hacemos nosotros?» El corolario ha sido que los EUA ofrecen su ayuda a los gobiernos democráticos y los hacen sus aliados, y se oponen a los demás; de hecho, en caso de ser necesario, toman medidas para coaccionarlos.

A este respecto sigue existiendo una pregunta que durante mucho tiempo ha inquietado a los pensadores. ¿Qué exactamente quieren los estadounidenses que otros copien? ¿Cuál es la teoría de la democracia que pretenden exportar? No todas las democracias son iguales. ¿Quién tiene la mejor constitución? ¿En qué teoría se basa? La demanda de una teoría ha sido especialmente urgente porque, con gran frecuencia durante los últimos 40 años, la teoría contraria del comunismo marxista-leninista fue aparentemente más atractiva, más convincente. En los EUA estos resultados se han atribuido a agentes elocuentes que no se toparon con obstáculos porque «nosotros» carecíamos de una teoría propia. Dada la idea democrática de la autodeterminación de los pueblos, resulta difícil saber quiénes podrían ser los misioneros que estuvieran de nuestro lado; pero este enigma se subordina a otro mayor: ¿qué predicarían esos misioneros? ¿Dónde encontramos el equivalente de los escritos de Marx y Lenin, y qué proponen tales escritos?

Obstáculos para una teoría unificada

Diferentes personas darían distintas respuestas, lo que para empezar constituye un punto débil. Algunos mencionarían la Declaración de Independencia y la Constitución federal; otros a Rousseau, Edmund Burke, Thomas Paine. También tenemos La democracia en los Estados Unidos, de Tocqueville, en dos volúmenes, y un maravilloso libro de Walter Bagehot sobre la constitución inglesa, sin olvidar El Federalista y muchas páginas elocuentes de John Adams, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln. Si se les considera en conjunto, muchos opinarían que estos escritos constituyen la teoría de la democracia.

Pero no todos convienen en los mismos puntos; no conforman un sistema. Los escritores de El Federalista temen la democracia; John Adams contradice a Tom Paine y concuerda sólo en forma parcial con Jefferson. Burke y Rousseau dan la impresión de ser adversarios. Tocqueville pide tantas de las condiciones especiales que encontró en los EUA que sus conclusiones no son transferibles. Bagehot hace lo mismo con Gran Bretaña: hay que ser inglés para que la constitución británica surta efecto.

Todo esto ensombrece la perspectiva de una teoría unificada, pero hay algo peor. Cuando leemos detenidamente estos documentos, nos percatamos de que cada quien teorizó sobre unos cuantos temas entre muchos que, como es de esperarse, reciben distintos nombres. Tenemos: democracia, república, gobierno libre, gobierno representativo, monarquía constitucional. Están además: derechos naturales, derechos civiles, igualdad ante la ley, igualdad de oportunidades. También se cuentan: sufragio universal, gobierno de las mayorías, separación de poderes y sistema bipartidista. Tampoco debemos olvidar otra media docena de tópicos que se hallan asociados en los tiempos modernos con el llamado proceso democrático: elecciones primarias, referéndum, representación proporcional, y así sucesivamente.

Esa gama de ideas y mecanismos no pueden sino desalentar al propagandista de la democracia. ¿Cuáles son esenciales? ¿Cómo deben combinarse? La necesidad misma de explicar lo que significan los términos entorpece el camino hacia una aceptación fácil y entusiasta. Además, las palabras clave no significan lo mismo para todos los teóricos. Para colmo de males, en ningún lugar de Occidente ha habido una autoridad importante que defina una ortodoxia, así sea cambiante, como la ha habido del lado comunista.

De ese lado existe la ventaja no sólo de la unidad sino de una abstracción amplia: la lucha de clases, la historia como materialismo dialéctico, el superávit, la sociedad moldeada por las formas de producción económica, la contradicción del capitalismo que apresta su decadencia y derrumbe, el propósito y la preparación del revolucionario y la dictadura del proletariado que conduce al debilitamiento del estado. Estas ocho «grandes ideas», vigorizadas por el resentimiento y la esperanza utópica, conforman un sistema que tiene un timbre de alta intelectualidad. El sistema es fácil de enseñar pues tiene una serie de lemas que, como lo demuestra la experiencia, se dirigen a todos los niveles de inteligencia. Ofrece no sólo la promesa de una ventaja material, sino también un drama: una lucha hacia un glorioso fin, que se desenvuelve de acuerdo con la necesidad. En comparación con semejante credo y profecía, que no constituyen una teoría sino una ideología, los planes concretos y los diversos medios propuestos por los escritores de la democracia presentan un espectáculo de vana argumentación y confusión.

Lo cierto es que el verdadero tema que debe definirse no es «¿Puede exportarse la teoría democrática?», sino «¿Existe una teoría de la democracia?» Esperamos encontrarla no sólo porque una gran parte del mundo se ufana de tener una teoría contraria, sino también porque, en nuestra admiración por la ciencia, nos complace tener una teoría para cada actividad humana. Por mi parte, estoy convencido de que la democracia no tiene teoría. Tiene sólo un teorema, es decir, una proposición generalmente aceptada y expresada en una sola oración. He aquí el teorema de la democracia: para que la humanidad sea libre, lo mejor es que el pueblo sea soberano, y esa soberanía popular implica una igualdad política y social.

Cuando digo que el teorema de la democracia ha sido aceptado, no estoy pasando por alto la tendencia antidemocrática, pues en cierto sentido ésta no existe. Si el lector recorre el mundo del siglo XX escuchará a cada paso la declaración de que el gobierno de esta nación y de aquella otra es un gobierno popular. En cada punto de los cinco continentes se encuentran partidos y votaciones y asambleas. La división surge en torno a quién es «el pueblo», qué se entiende por «partido», y cómo actúan los agentes del gobierno a favor (o en contra) del pueblo.

Llegamos así a la gran cuestión de la maquinaria del gobierno, pues lo que determina que un régimen sea libre o no es cómo giran las ruedas, y no una teoría. La dictadura del proletariado puede ser la teoría del comunismo, pero en realidad ni el proletariado ni su partido único gobierna. La votación y el debate son pura simulación que sirve de fachada a una cerrada oligarquía encabezada por un solo hombre. No existe maquinaria alguna para cumplir la promesa de que con el tiempo desaparecerá el proletariado y el estado se debilitará; y con enorme frecuencia no se cuenta ni siquiera con un mecanismo que garantice que la sucesión pública siga un orden jerárquico.

Hasta aquí la conclusión que se establece parecería ser esta: la democracia no tiene una teoría que abarque el funcionamiento de sus muchas clases de maquinaria, en tanto que sus antagonistas recurren a una teoría única y bien divulgada para abarcar en otro sentido (es decir, para ocultar) el funcionamiento de una máquina bastante uniforme, el estado policiaco.

Una conclusión adicional es que la demanda de una teoría de la democracia revela la lamentable tendencia a pensar enteramente en abstracciones y a nunca sustentar las declaraciones generales con hechos concretos, ni a percatarse de diferencias importantes entre abstracciones si éstas casualmente están vinculadas por la costumbre o el uso. Se piensa, por ejemplo, que democracia es sinónimo de gobierno libre; que «pueblo soberano» significa todos o la mayoría o algunos de los residentes de un estado. Qué libertades garantiza un gobierno, cómo lo hacen y qué grupos e individuos realmente las disfrutan y cuáles están al margen de ellas, son preguntas complicadas que teóricos y periodistas por igual prefieren pasar por alto. El público en general considera al gobierno mismo en forma abstracta; lo ve como una especie de entidad con un solo objetivo, una máquina que trabaja en una dirección única y siempre expresa la misma actitud hacia los deseos humanos. El estilo moderno y democrático de gobierno es el bueno, y los demás, pasados y presentes, son los malos.

Para este punto de vista infantil existe sólo un remedio: un poco de historia. Incluyo en este término la historia contemporánea, ya que después de haber excluido la posibilidad de una teoría de la democracia, me interesa en cambio ofrecer un estudio, o más bien un panorama general, de sus manifestaciones. Hago esto con un propósito práctico en mente: creo que es importante saber cómo nació el llamado mundo libre; qué ideas y condiciones exigiría su expansión; y, lo más inmediato e importante, qué cambios están ocurriendo en la democracia norteamericana que ponen en peligro sus ventajas características y vuelven imposible su exportación.

Retornemos a nuestro teorema, el cual exige tres cosas difíciles: expresar la voluntad popular, garantizar la igualdad y, por medio de ambas acciones, distribuir una diversidad de libertades. Estos propósitos implican una maquinaria. Por ejemplo, ¿cómo se determina la voluntad popular? En la tradición angloamericana, los mecanismos para hacerlo han provenido de dos fuentes. Una es la prolongada, lenta y azarosa evolución de la Constitución inglesa a partir del Parlamento de Simon de Montfort en 1265, y a lo largo de innumerables luchas por la obtención (y consignación) de unos cuantos derechos a la vez: la Carta Magna, la Declaración de Derechos, etcétera. De esta historia, Montesquieu, Locke y otros derivaron en formas distintas los preceptos y precedentes que influyeron en la creación de la Constitución de los Estados Unidos.

Soberanía popular, ¿y luego qué?

La otra fuente es la antigüedad—Grecia y Roma—cuyas prácticas y escritos sobre el gobierno inspiraron a los pensadores a concebir planes o lanzar advertencias apropiadas a su época. El proyecto más famoso es el de Rousseau. También es el más instructivo, pues aunque el filósofo es claro como el cristal, sus intérpretes se hallan divididos en lo que toca a la tendencia de su gran libro, El contrato social. Algunos dicen que promueve la libertad; otros que conduce al totalitarismo. Esto demuestra hasta qué punto pueden tener las proposiciones un doble filo. Pero veamos lo que el mismo Rousseau dice. Toma la democracia en un sentido literal: todas las personas, de igual jerarquía, se reúnen y deciden las políticas y escogen a sus líderes. Esta es la vieja democracia ateniense. Sólo que no hay esclavos. De allí Rousseau pasa a señalar que sólo una pequeña ciudad-estado puede tener ese tipo de gobierno. Conocedor de la historia antigua, agrega que una democracia tan pura es demasiado buena para la condición actual de la humanidad. Coincide con los grandes intelectos de la Grecia antigua—Aristóteles, Platón, Jenofonte y Tucídides—que estaban en contra de la democracia pues vieron perecer a muchas ciudades democráticas a causa de la ineficiencia, la estupidez y la corrupción.

Rousseau, por tanto, recurre al gobierno representativo, al que califica, correctamente, de «aristocracia electiva»: el pueblo elige a los que considera los mejores (aristoi) para que le manejen sus asuntos. También requiere de un legislador que describa la estructura del gobierno. Sustituyamos la palabra «legislador» por «constitución», un conjunto de reglas que norman las acciones cotidianas.

¿Por qué habría que pensar que semejante sistema condujera a la tiranía? Si se hace un poco de memoria se tendrá una respuesta: Hitler no tomó el poder por la fuerza; fue elegido como jefe del partido de la mayoría por un pueblo que vivía bajo un régimen democrático y que tenía una constitución que combinaba las mejores características de todas las constituciones conocidas. Si se agrega a la fuerza del partido de Hitler la de los comunistas alemanes, el resultado es una vasta mayoría democrática que votó a favor de un gobierno totalitario. Generalicemos a partir de este ejemplo. Si el pueblo es soberano, puede hacer todo lo que guste, incluso poner de cabeza su constitución. Puede perder su libertad eligiendo a líderes que prometen más igualdad, más prosperidad, más poder nacional mediante una dictadura. Se hace honor al teorema de la soberanía popular contraviniendo esta última. El dictador dice: «Represento la voluntad del pueblo. Sé lo que éste quiere».

Por otra parte, una nación nueva puede preguntar: «La soberanía popular, el voto para todos, ¿y luego qué?» Esa pregunta fue precisamente la que hicieron a Rousseau los enviados de dos naciones, Polonia y Córcega. Para cada uno de ellos escribió un librito que explica lo que él haría si fuera legislador, si tuviera a su cargo la redacción de una constitución. Los críticos de Rousseau convenientemente olvidan estos notables suplementos al abstracto bosquejo de El contrato social. Al sugerir normas para Polonia y para Córcega, Rousseau hace hincapié en la importantísima cuestión de que la historia, el carácter, las costumbres, la religión, la base económica y la educación de cada pueblo deben tomarse en cuenta antes de establecer cualquier maquinaria. No hay reglas o medios que tengan aplicación universal.

La igualdad política puede decretarse, no así la libertad; ésta constituye un bien muy esquivo. Rousseau advierte a los polacos que deben proceder lentamente para liberar a sus siervos, por temor de que éstos, en su ignorancia económica, caigan en una miseria peor que la anterior. Éste fue el gran argumento de Burke acerca de la solidez de la libertad inglesa, que es libertad bajo una monarquía y lo que sin temor a equivocarnos llamaríamos un Parlamento no representativo: habiéndose basado en un cambio gradual a lo largo de la historia, la libertad había echado raíces dentro de cada inglés. Burke criticó a los revolucionarios de Francia porque no resucitaron las viejas asambleas para dar a los franceses cierta preparación en el ejercicio de la libertad. En vez de ello, escribieron principios sobre un trozo de papel y esperaron que éstos produjeran un comportamiento correcto de la noche a la mañana.

Este elemento del tiempo, de la lenta preparación de los individuos por la historia, encierra un predicamento y una paradoja. El predicamento es: ¿cómo quieren los pueblos que desean difundir la libertad al mundo proponer sus instituciones como modelos si éstas dependen de hábitos inculcados mucho tiempo atrás? Es bastante fácil copiar una pieza de maquinaria como una computadora o incluso un arma nuclear. Sólo se necesitan unas cuantas personas inteligentes y bien preparadas que tengan el modelo frente a ellas. Pero copiar un gobierno no es algo que una población entera pueda lograr únicamente con proponérselo.

En cuanto a la paradoja, ésta es: ¿cómo puede un pueblo aprender el hábito de un gobierno libre mientras no disfrute de esa libertad? ¿Y cómo puede conservarse libre si no es capaz de manejar el tipo de maquinaria asociado con un gobierno autónomo?

Jacques Barzun

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