Una lectura general del pensamiento occidental del siglo XX, riquísimo y poderoso en tanto fábrica de conocimiento, puede resumir su producción, aunque parezca mentira, en lo siguiente: una reiteradísima y profunda lección de humildad. Wittgenstein, Heisenberg, Gödel, Mc Luhan, Kuhn, Foucault… todos ellos, cada quien a su manera, se sintió impelido a mostrar cómo es que hay limitaciones fundamentales en el lenguaje, el conocimiento de lo físico, la percepción de nuestro ambiente social, aun en el reino de la reina de las ciencias, la matemática. ¿Cómo es entonces posible que admitamos, en el discurso habitual de los políticos profesionales una arrogancia tan desmedida que les lleva a presentarse como seres inerrantes, prestos a la pontificación? Si la más rigurosa de las ciencias deductivas se topa con límites irrebasables ¿qué autoridad cognitiva puede ser reivindicada por los políticos en general o, más específicamente, en el caso agudo de un líder como el actual Presidente de la República?
La inmodestia pareciera ser entendida como un requisito consustancial a la profesión política, y el delirio que conduce a la sobrestimación de las reales posibilidades es causa radical de ineficacia, condición cuyos platos los pagan las naciones. Un caso divertidísimo fue el de un cierto «plan operativo» (1980) del CONICIT (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas) que registraba como algo de lo más normal, que su Oficina de Relaciones Internacionales (unos seis empleados) estipulaba como su primer objetivo para tal año ¡lograr un nuevo orden económico internacional!
Vale la pena, pues, traer a la memoria dos aleccionadores ejemplos, que comprueban que la vanidad o la soberbia no son requisitos funcionales del éxito.
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En la primera mitad de la década de los años setenta nació, vivió y murió una de las empresas más exitosas de toda la historia económica de Venezuela. La empresa en cuestión duraría, a lo sumo, unos tres o cuatro años en operación. Luego desapareció sin dejar rastro. La aparente contradicción entre éxito y desaparición se resuelve al comprender que la disolución de la empresa estaba prevista desde sus comienzos, pues había sido diseñada para ejecutar una única misión y desaparecer al término de la misma. Esta empresa se llamó Cafreca (Cambio de Frecuencia, C.A.), y fue la encargada de uniformar la frecuencia del sistema eléctrico venezolano, que hasta la década de los setenta presentaba una mezcla de suministros eléctricos que se hacían, unos, a cincuenta hertz, otros a la frecuencia estandarizada actual de sesenta hertz. (Sin contar alguna falta de uniformidad, asimismo, en los voltajes suministrados en distintas redes, incluso dentro de una misma ciudad).
La disparidad de la gama de frecuencias, en una distribución geográfica sin racionalidad alguna, involucraba costos considerables en incompatibilidad de equipos, mantenimiento de inventarios de piezas, conversión de frecuencia, etcétera. Una deliberación que involucró a todas las compañías de suministro eléctrico en el país, tanto públicas como privadas, llegó a la conclusión de que era altamente aconsejable la uniformación de la frecuencia de transmisión eléctrica a escala nacional, y que esto debía hacerse en la frecuencia «natural» de sesenta hertz.
La siguiente decisión fue la más sabia de todas, pues en lugar de exigir a cada empresa por separado que realizara la conversión requerida en sus respectivas redes, se optó por constituir una compañía dedicada exclusivamente a manejar este problema. Así nació Cafreca, y así fue como esta compañía—y no La Electricidad de Caracas, CADAFE, Edelca, Enelbar y las demás—pasó a ser el ente al que se confió la misión de uniformar nacionalmente la frecuencia eléctrica a sesenta hertz. Tal cosa se llevó a cabo en tiempo bastante corto y sin costo alguno para los usuarios, a los que la compañía suministró hasta las piezas de recambio necesarias. (Por ejemplo, para que los tocadiscos pudiesen girar a la velocidad correcta con una alimentación de sesenta hertz). Y todo se produjo dentro de un proceso de planificación e información pública admirable, premonitorio de la excelencia en planificación e información que más tarde sería distintivo del Metro de Caracas durante la época cuartorrepublicana. Terminada con todo éxito la conversión de frecuencias, se firmó el acta de defunción de Cafreca.
El caso Cafreca guarda dos lecciones importantísimas para cualquier intento de conversión o reforma institucional. La primera de ellas es ésta de la cesación planificada de actividades del agente de cambio una vez que éste se ha completado. La segunda lección es que el cambio es mejor administrado por un ente que se especialice precisamente en cambiar, no por los actores que cotidianamente deben administrar el sistema que deba ser modificado.
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Se dice que fue antes del término del siglo V antes de Cristo que los griegos clásicos elaboraron por primera vez una lista de los Siete Sabios que habían sobresalido en la gesta de la gran Atenas del siglo anterior. Hubo varias versiones de esta selección del Hall de la Fama de los griegos: una primera lista fue expandida primero a diez miembros, y luego a diecisiete. En todas las versiones, sin embargo, cuatro nombres permanecían constantes e indiscutidos, y uno de esos nombres era el de Solón de Atenas.
Resulta interesante recordar los hechos principales de la vida de Solón, los que le hicieron merecedor de esa indiscutida posición en todas las escogencias que de los Sabios de la Grecia antigua hicieron sus coterráneos.
Solón fue un estadista ateniense que puso fin a los peores males de la pobreza en la región de Ática y dio a sus conciudadanos una constitución equilibrada y un código de leyes más humano. Fue asimismo el primer poeta de Atenas, y empleaba el medio de la poesía—a falta de radio o televisión—para «alertar, retar y aconsejar al pueblo y urgirle a la acción».
«El siglo VI temprano fue un tiempo de tribulaciones para los atenienses… La sociedad estaba dominada por una aristocracia de nacimiento, los eupátridas, que poseían las mejores tierras, monopolizaban el gobierno y estaban divididos entre ellos formando facciones rivales. Los granjeros más pobres fácilmente eran empujados a endeudarse, y cuando no podían pagar eran reducidos a la condición de siervos en sus propias tierras y, en caso extremo, a ser vendidos como esclavos. Las clases medias de intermediarios agrícolas, artesanos y comerciantes se resentían de su exclusión del gobierno. Como lo describía Solón, ningún ateniense podía escapar a estos males sociales, económicos y políticos… El malestar público hubiera muy bien podido culminar en una revolución y en una consiguiente tiranía (dictadura), como había ocurrido en otras ciudades-estado griegas, de no haber sido por Solón, a quien atenienses de todas las clases recurrieron con la esperanza de una solución general satisfactoria de sus problemas. Dado que creía en la moderación y en una sociedad ordenada en la que cada clase tuviera su lugar y su función apropiados, su solución no fue la revolución sino la reforma». (Enciclopedia Británica).
Solón, que ya había incursionado en la administración pública de su ciudad, pues había ejercido la función de arconte o gobernador anual hacia el año de 594 antes de Cristo, fue investido con plenos poderes de reforma y legislación unos veinte años más tarde. Su primer trabajo consistió en resolver el malestar causado por las deudas. Así, procedió a redimir todas las tierras confiscadas por esa causa y liberó mediante decreto a todos los ciudadanos esclavizados. Igualmente prohibió que todos los futuros préstamos tuvieran como garantía las personas mismas objeto de crédito. Tales medidas produjeron un alivio inmediato.
Lo que sí no hizo Solón fue atender a las extremas reivindicaciones de los pobres, que exigían la redistribución de la propiedad de las tierras. En cambio, Solón se dedicó a estimular la prosperidad general y a proveer empleo a quienes no pudiesen vivir de la agricultura, mediante la promoción de las artes y los oficios. Reguló las exportaciones e impulsó la circulación del dinero (invento de su época), lo que a su vez expandió el comercio de los productos atenienses, hecho bien documentado por los hallazgos arqueológicos de la época.
Por encima de estos logros económicos, Solón produjo además importantes reformas políticas, al sustituir el monopolio de los eupátridas en una nueva constitución y al reformar las estrictas leyes del código de Dracón, que eran tan severas que se pensaba habían sido escritas no con tinta sino con sangre. Solón revisó todas las leyes draconianas—que permitían la esclavitud con deudas y castigaban con la muerte casi todos los delitos, fuesen éstos menores o mayores—y presentó un código mucho más humano.
En resumen, Solón produjo una cantidad de cambio tan grande como la que Napoleón Bonaparte generaría más tarde en su época, sólo que desde una autoridad democrática. De hecho, la tiranía le fue propuesta a Solón y la rechazó. No contento con negarse a la dictadura, Solón hizo que los atenienses se comprometieran a aceptar sus disposiciones, a las que se dio validez por el lapso de cien años (fueron escritas en tabletas giratorias de madera y colgadas por toda la ciudad) y ¡abandonó el poder! Solón, habiendo terminado su tarea, como Cafreca, cesó su intervención y desapareció de Atenas para viajar por Egipto y otros lugares, cuidando de no regresar a Atenas antes de que diez años expiraran, a la que volvió de nuevo como su poeta.
En su enjundioso estudio acerca de la insensatez política (The March of Folly), Bárbara Tuchman concluye que la insensatez política ha sido históricamente la regla. Solón de Atenas fue la excepción. Desprovisto de apetencias de un poder prolongado, enfrentó como médico el cuadro de enfermedades sociales de su tiempo en su patria, le dio solución inteligente y justa, y descendió por propia voluntad de la primera magistratura ateniense, rehusando toda oferta de convertirse en gobernante totalitario. Solón fue, sin duda, quien cambió la frecuencia de Atenas y abrió la puerta al Siglo de Oro signado luego por la gestión de Pericles. No en vano es Solón figura inamovible del Salón de la Fama griego, porque su vocación no fue la de ser gobernante, sino la de ser ex gobernante.
Pero esto es inalcanzable, seguramente, para quien pretende gobernarnos hasta el 2030, quien dispone de áulicos que ahora le lisonjean asegurando que tal cosa deberá ser aportada, ineludiblemente, por la Asamblea Nacional monocromática que unos pocos acaban de elegir.
El «…nuevo actor político, pues, requiere una valentía diferente a la que el actor político tradicional ha estimado necesaria. El actor político tradicional parte del principio de que debe exhibirse como un ser inerrante, como alguien que nunca se ha equivocado, pues sostiene que eso es exigencia de un pueblo que sólo valoraría la prepotencia. El nuevo actor político, en cambio, tiene la valentía y la honestidad intelectual de fundar sus cimientos sobre la realidad de la falibilidad humana. Por eso no teme a la crítica sino que la busca y la consagra».
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