Cartas

Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que atareó durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelanda?

Jorge Luis Borges, El congreso, en El libro de arena.

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En alguna parte, creo que en una entrevista, dijo Jorge Luis Borges: «Uno crea sus propios precursores». Por el hecho de haber pensado algo que ya otro, sin que supiéramos, pensó antes, hemos escogido precursor sin plagiarlo. Pero quien escribe sí sabe quién inició en su cabeza una cierta cavilación, que unió su idea irrefutable con otras sabidurías ajenas. Julio Juvenal Camero me habló de la justicia de que las regalías que el Estado cobra por la explotación petrolera sean recabadas por el Soberano, por el pueblo. Quiere hacer campaña por eso.

Él mismo me hace notar que Alberto Quirós Corradi pensó alguna vez de ese modo, y que Alaska, Noruega y Kuwait han experimentado con esquemas parecidos. (Más precursores). Por ejemplo, Alaska ha establecido un fondo que se alimenta con al menos 25% de los ingresos de alquileres por concesiones minerales (que incluyen al petróleo) y por regalías y otros ingresos asociados. A su vez el fondo se invierte y su renta se gasta, distribuyéndose a los ciudadanos y convirtiendo en ingreso renovable para éstos lo que en principio es una riqueza no renovable. En el año 2000 se alcanzó el máximo de lo repartido per cápita: unos 2000 dólares a cada habitante de Alaska.

La lógica jurídica de la noción es inapelable para nuestra costumbre. En su acepción económica una regalía es: «Participación en los ingresos o cantidad fija que se paga al propietario de un derecho a cambio del permiso para ejercerlo». En el caso del petróleo, nuestra tradición jurídica establece que la propiedad de los recursos del subsuelo es de la Corona, esto es, derecho del Soberano. Habiendo dejado de ser Estado regido por monarca para devenir república democrática, ahora somos nosotros la Corona, somos nosotros el Soberano. Antes podía decirse: L’État c’est moi. Ya no, ahora la cosa sería que l’État c’est nous.

Más propiamente, el Soberano y el Estado no son la misma cosa. Veamos la primera acepción del concepto de regalía: «Preeminencia, prerrogativa o excepción particular y privativa que en virtud de suprema potestad ejerce un soberano en su reino o Estado; p. ej., el batir moneda». El Soberano ejerce su potestad suprema, como puede verse en la distinción anterior, sobre su reino o Estado. El Banco Central de Venezuela, en consecuencia, no debe su pleitesía al Estado venezolano, sino al conjunto de los ciudadanos de este país, los titulares de la suprema potestad.

La etimología misma de la palabra es evidencia confirmatoria de la justicia de la pretensión. Regalía viene del latín regalis, regio o del rey. Somos nosotros, el Soberano, los propietarios del derecho de explotación de los recursos del subsuelo, puesto que son de la Corona, que somos nosotros. Así, debemos recibir nosotros la participación de los ingresos provenientes de la explotación petrolera.

Supe de esto, como he dicho, por Julio Juvenal Camero, pues antes no había oído sino proposiciones de vender nuestra industria petrolera o repartir acciones de PDVSA entre los habitantes venezolanos. (También una idea leída a Michael Rowan, más atrevida: «Si la mitad del valor de los recursos que tiene Venezuela fuese depositada en un fideicomiso permanente para toda la población, cada familia recibiría una cuenta de capital de unos 100.000 dólares…») Otros también lo han pensado: la asociación civil Petróleo para el Pueblo, que preside Pedro Elías Hernández, quiere introducir a la Asamblea Nacional un proyecto de ley con apoyo popular de veinte mil firmas para la creación de «bonos populares petroleros» generados desde un «fondo nacional de petróleo» que se formaría por las regalías y aun los dividendos declarados por PDVSA.

Llevemos, sin embargo, el asunto hasta sus últimas consecuencias. De lo que se trata, como señala Bernardo Paúl recordando a Oliver Cromwell, es de devolution, de devolución al Soberano de lo que es suyo. Pues bien, no queda saldada la cuestión si el Soberano sólo percibe una renta. Lo que debe poseer es el activo o, más exactamente, el patrimonio. El salto que hay que dar es de una economía rentista a una de capitalización. Como una persona natural, una persona jurídica describe su posición financiera con un balance. El Estado es, obviamente, una persona jurídica, y es por esto que es posible contabilizar un estado financiero importantísimo y fundamental: su balance o estado de situación. Si el patrimonio resultante es significativo, su volumen es plataforma suficiente para la emisión de obligaciones, por ejemplo, y el rédito de una ingeniería financiera tal, de nuevo, pertenece a la Corona, al Soberano que nosotros somos.

Tampoco es original la idea de un balance nacional. Los neozelandeses lo hacen, como me enteré por apunte de Ramón Illarramendi Ochoteco a mediados de los noventa. Una vez más cito de texto del suscrito de diciembre de 1997: «…creo que es de la mayor importancia la generación y publicación de un nuevo estado financiero de la nación venezolana. Nuestras cuentas nacionales—responsabilidad exclusiva del Banco Central—son, como en la mayoría de los países, cuentas de resultados. (Equivalen, en la administración privada, a los estados de ganancias y pérdidas de las compañías). Hay países, sin embargo, que producen también un estado de situación o balance general. Uno entre ellos es Nueva Zelanda. Un Balance General de la República, con su exposición de los activos y pasivos de la Nación, puede tener muy positivos efectos. En verdad, los activos públicos de los venezolanos tienen una magnitud enorme, muy superior a la de los pasivos o deudas. Por tanto, un estado financiero de esa clase mostraría un patrimonio público de considerables proporciones. Ya no sólo un estado de ingresos y egresos, sino un estado de situación que coteje los activos de la Nación contra sus pasivos y registre el patrimonio resultante. No hay duda de que un ejercicio de contabilidad de este tipo cambiaría radicalmente la percepción más o menos generalizada acerca de la situación económica venezolana. Deducidos los pasivos de la Nación de los inmensos activos que posee, las cuentas mostrarían un patrimonio verdaderamente gigantesco. Así la discusión pasaría a centrarse sobre el problema de qué hacer con ese patrimonio. Una tal perspectiva permitiría tomar gruesas decisiones de conversión en liquidez de la sólida solvencia venezolana. Siempre y cuando se cumplieran dos condiciones complementarias, casi equivalentes: que la liquidación de activos fuese repuesta con posterioridad por una nueva capitalización y que el sector público ofreciera convincentes indicios de un propósito de enmienda en materia de gasto público, pues hasta ahora, a pesar de innumerables declaraciones de intención, el presupuesto nacional no hace otra cosa que crecer desbocadamente. No ha habido hasta ahora la formulación y presentación al país de un esquema y una cronología para la reducción del recrecido tamaño del gobierno central. Si hay algo en lo que debiera buscarse uno de esos ‘grandes acuerdos nacionales’ que se proponen recurrentemente en Venezuela, es en este punto del redimensionamiento del Estado».

No he hecho los cálculos ni tengo idea de cuánto pudiera mostrar patrimonialmente ese balance. Estoy seguro de que no soy particularmente idóneo para la tarea, pero igualmente estaría convencido de que esas cuentas deben sacarse. Tenemos que saber lo que es nuestro. LEA

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