Fichero

LEA, por favor

Hasta la fecha no existe quien haya superado a Isaac Asimov en tanto divulgador de ciencia. Sus numerosos libros divulgativos—que no incluyen sus cuentos y novelas de ciencia ficción ni su crítica literaria—son una admirable combinación de rigor expositivo, amenidad y transparencia. Leer a Asimov para aprender de ciencia es como bañarse en un río cristalino de conocimiento amablemente ofrecido y fácilmente comprensible. Isaac Asimov, que para algunos fue el papa de la ciencia-ficción, sin duda lo ha sido de la divulgación científica.

Carl Sagan (1934-1996), tal vez, es quien más se le acerque en cuanto a eficacia divulgativa. Menos prolífico que Asimov, fue sin embargo un expositor que no se limitó al medio escrito, usando la televisión como un histrión magistral. La serie televisiva «Cosmos» es su aporte más conocido. Asimov, por otra parte, abandonó su carrera como bioquímico investigador para dedicarse de lleno a la docencia y la escritura; Sagan nunca dejó de ser un científico destacado y vanguardista. Fue uno de los propulsores de la exobiología, un cosmólogo que intervino decisivamente en la exploración extraplanetaria y en la búsqueda metódica de inteligencia extraterrestre.

En 1989 Guy Sorman, escritor y periodista francés, publicó su libro «Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo», en el que recoge entrevistas comentadas a intelectuales tan importantes como Ilya Prigogine, Bruno Bettelheim, Octavio Paz, Karl Popper, Friedrich von Hayek, James Lovelock, Noam Chomsky, Stephen Gould y Claude Tresmontant. El primer entrevistado de la serie es Carl Sagan, y la Ficha Semanal #81 de doctorpolítico reproduce las tres últimas secciones del capítulo con el que Sorman inaugura su libro.

Dice Sorman: «Sagan no es… un intelectual de cámara, sino un sabio institucional al frente de gigantescos medios de investigación, sin precedentes en la historia de la humanidad. Es, en particular, responsable de las grandes expediciones científicas de las naves espaciales Viking y Voyager hacia Marte y Neptuno. El laboratorio que él dirige en la Universidad de Cornell, en el norte del estado de Nueva York, es una autoridad en la reconstrucción in vitro de los orígenes de la vida orgánica».

Y las palabras de Sagan recogidas por Sorman, provenientes de una mente científica, no pueden escapar a la fuerza de gravitación política, lo que es la razón de la ficha de esta fecha.

LEA

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Los sabios al poder

Los extraterrestres tienen la palabra

En Pasadena, California, Carl Sagan ha creado una emisora de radio—»privada», precisa él—destinada a eventuales oyentes de nuestra galaxia. Abarca simultáneamente ocho millones de frecuencias. Es, en opinión de Sagan, el medio menos caro y más rápido de comunicar con otras inteligencias… suponiendo que las haya en el universo. En el caso de que recibamos una señal de respuesta, aunque sea incomprensible, sería la prueba de que no estamos solos en el cosmos. Si llegamos a descifrar dicha señal, entraríamos en relación con una forma de inteligencia que probablemente tendrá una concepción del universo diferente de la nuestra. Pero Sagan se guarda mucho de hacer la menor predicción: «Si no obtengo ninguna respuesta—dice—ello demostrará cuán preciosa y rara es la vida. El silencio cósmico nos incitará a preservarla mejor».

Sin ir a buscar tan lejos el posible efecto de estas ondas de radio, ¿qué sabemos hoy de las posibilidades de vida en las cercanías, en nuestro propio sistema solar?

Las probabilidades son casi nulas. Marte ha constituido una decepción particular para los amantes de la ciencia-ficción: ¡los famosos «canales» descubiertos en 1906 por el bostoniano Percival Lovell sólo existían en su imaginación! Desde comienzos de siglo, explica Sagan, todos los astrónomos sabían que Lovell se había equivocado. Lo cual no impidió que el mito de los marcianos se propagara. Desde entonces, se han posado robots en Marte. En los dos lugares explorados por el Viking en 1976, no fue descubierta la menor traza de molécula orgánica.

Sagan no descarta, sin embargo, que se puedan encontrar fósiles de microbios en otras regiones de este planeta. ¿Quizá tenemos aún que aprender que la vida es susceptible de revestir formas inimaginables? En cualquier caso, actualmente es seguro que no existen marcianos. Podría haberlos en el futuro, en caso de que el hombre colonizara Marte: nos convertiríamos entonces en nuestros propios marcianos. Técnicamente, es posible pensar en ello, opina Sagan, pero ¿es deseable desde un punto de vista político?

Para Sagan, lo más urgente no es colonizar el espacio, sino salvar la Tierra…

La destrucción de la Tierra ha comenzado

Dentro de miles de millones de años, la Tierra ya no existirá. Pero, desde ahora hasta la «compresión final», corremos riesgos más inmediatos. Sagan se toma en serio el problema del calentamiento artificial de la atmósfera, los «agujeros» en la capa de ozono y el invierno nuclear.

Desde que el hombre vive sobre la Tierra es cierto, dice, que jamás ha modificado su ecología de manera decisiva. Pero eso se debe a que nuestra especie era poco numerosa, y nuestras técnicas arcaicas. No nos hemos percatado todavía bien de que la explosión demográfica y la industrialización generalizada del siglo XX han modificado radicalmente nuestra manera de habitar el planeta.

Con la combustión de la energía fósil (petróleo-carbón) y la desaparición de los bosques, los rayos del Sol están como encerrados en un invernadero cuyos cristales tienden a hacerse más gruesos. El fenómeno podría conducir a un aumento de la temperatura media en la superficie del globo de cuatro grados en un siglo. ¿Irrisorio, quizá? Dramático, responde Sagan. Cuatro grados de media es algo enorme, si vemos que, entre la era glacial de la prehistoria y nuestra época, la diferencia en la temperatura media es sólo de ocho grados. Esos cuatro grados suplementarios provocarían la desaparición de la agricultura en las zonas actualmente templadas, y harían fundir los hielos polares, lo cual significaría la inundación de todas las regiones costeras: Dinamarca, los Países Bajos y Bangladesh, entre otras, serían borradas del mapa.

De todos los peligros, estima Sagan, el «invierno nuclear» es el más inmediato. El desarme tal como lo estudian los rusos y los americanos no afecta más que al tres por ciento de las armas nucleares disponibles. Sin contar con que la capacidad nuclear de Francia, por ejemplo, bastaría por sí sola para destruir toda vida humana en el planeta.

¿Qué hacer? Estamos en un callejón sin salida. Los pueblos no quieren oír hablar de esos riesgos ecológicos o nucleares cuya amplitud o previsibilidad les superan. Confían ciegamente en sus gobiernos, los cuales se muestran indiferentes a los problemas a largo plazo. Por añadidura, tales problemas no tienen una solución a nivel nacional: las moléculas de anhídrido carbónico, al igual que las radiaciones, ¡no tienen pasaporte!

¿Qué propone, pues, Sagan a una humanidad bloqueada incómodamente a medio camino entre la mundialización y la autodestrucción? Es poco probable, estima él, que la sabiduría gane la batalla, si permanecemos encerrados en los marcos políticos y mentales concebidos en una época en que los hombres eran menos numerosos e incapaces de destruir el planeta. Sólo la utopía es hoy razonable. La utopía política: hay que retirarle el poder a la clase política, para dárselo… ¡a los sabios! «La ciencia tiene respuestas, a condición de que se nos quiera escuchar».

Prohibido pensar

«Pero no estoy seguro—me dice Sagan—de que la actual edad de oro de los sabios pueda prolongarse mucho tiempo. En apariencia, estamos (comenzando por los cosmólogos) en una edad de oro. Por primera vez, los hombres pueden no sólo observar los suburbios terrestres, sino ir a verlos sobre el terreno. En agosto de 1989, la nave espacial Voyager se aproximará a Neptuno, el planeta más alejado de nuestro sistema solar. Durante tres días recibiremos en directo imágenes de este planeta, del que lo ignoramos todo. Más allá (esto no tiene precedentes en la historia del cosmos), la nave espacial abandonará definitivamente el sistema solar y proseguirá su camino hacia el infinito». Para Sagan, hay que remontarse a las carabelas de los grandes descubrimientos para comprender la naturaleza y el alcance de una aventura que concierne a toda la humanidad. Por desgracia, nada garantiza que este tipo de progreso vaya a proseguirse de manera lineal. La historia de la ciencia nos inclinaría más bien al escepticismo.

Varias veces, en el pasado, la humanidad rozó descubrimientos esenciales, renunciando a proseguirlos. Observemos, propone Sagan, lo que ocurrió hace 2.500 años en las islas griegas. En Jonia, en la encrucijada de las civilizaciones persa, fenicia, griega y egipcia, Hipócrates creó la medicina, Anaximandro levantó el primer mapa de las constelaciones, Empédocles presintió la evolución de las especies, Pitágoras fundó la aritmética y Tales la geometría, y Demócrito tuvo la intuición de la estructura atómica de la materia. Con todo, un siglo más tarde, las fuerzas del oscurantismo ganaron la batalla, y hubo que aguardar dos mil años para volver a encontrar este primer inicio de la ciencia moderna.

Otros ejemplos de retorno al pasado: el incendio de la Biblioteca de Alejandría, el proceso de Galileo. Otros tantos testimonios de conflicto permanente que, en los occidentales, opone el deseo de saber al deseo de no saber.

«Tenemos tanto miedo del cambio como curiosidad por él. Se dice que Occidente es la cuna de la libertad, pero también siente la permanente tentación de la huida de la libertad y del conocimiento». Estamos, considera Carl Sagan, en uno de esos períodos en que la humanidad vacila. Valoramos las aportaciones de la ciencia, pero estamos al mismo tiempo en busca de indicaciones y de mentores que nos descarguen de nuestras responsabilidades.

Éste sería, según Sagan, el sentido del resurgir actual de los integrismos. Los nuevos oscurantistas, religiosos o totalitarios, estarían dispuestos a unirse bajo una misma divisa: «¡Prohibido pensar!»

Guy Sorman

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