Si una mirada clínica se posara sobre Venezuela para tratarlo como paciente ¿qué anotaría luego en su historia médica? (Por clínico se entiende acá una perspectiva desapasionada desde la que los nombres de los protagonistas concretos son sistemáticamente evitados, para adoptar un punto de vista general y sistémico).
Es evidente que el sistema político venezolano funciona inadecuadamente y que contribuye de manera decisiva al comportamiento también inadecuado de otros sistemas, pues no sólo no genera las respuestas para los problemas que muchas veces él mismo diagnostica, sino que impide el normal desenvolvimiento de los restantes componentes societales. En la caracterización de esta insuficiencia política funcional es importante anotar que se trata de un proceso autocatalítico, o, lo que es lo mismo, un proceso cuyos productos contribuyen a acelerar el proceso: esto es, se produce una retroalimentación. El desempeño incorrecto del sistema político se va agravando en virtud de su propia ineficacia. Asimismo, otro rasgo digno de notar es que el sistema político se comporta en estas condiciones con una exacerbación de sus respuestas alérgicas. Las críticas al sistema sólo se aceptan si provienen del mismo sistema político o, mejor, del mismo gobierno. Y, por supuesto, una de las modalidades de descalificación de la crítica externa consiste en calificar a los críticos de «conspiradores».
Así, pues, la insuficiencia política funcional se manifiesta en Venezuela desde hace tiempo (bastante antes de 1998) como enfermedad grave y, lo que es peor, con tendencia a un progresivo agravamiento. No es, pues, una situación desconocida para los habituales protagonistas de la escena política nacional esta insuficiencia política funcional aguda. ¿Cuáles son sus causas?
Una primera causa evidente es la del hipercrecimiento del tejido político, que infiltra e invade a otros tejidos del soma nacional. Es posible referirse a una neoplasia del sistema político que, como todo crecimiento maligno, va destruyendo otros tejidos hasta el punto de destruir la vida y por este proceso destruirse al final a sí mismo. La infiltración más notable es detectada en la invasión del sistema judicial (controlado desde el Ejecutivo), en la invasión del sistema económico a través del excesivo control permisológico que impide la circulación normal y de una hiperplanificación, y en la invasión y mediatización del sistema de representación popular. Pero también en la penetración de la misma vida cotidiana, a través de la incesante propaganda gubernamental, exacerbada más allá de límites normales. Esta hiperplasia política hace que el propio sistema político se encuentre en situación de sobrecarga decisional, puesto que, a las complicadas circunstancias ambientales derivadas de los problemas habituales que no se resuelven, ha añadido la complicación de su propio exceso.
En circunstancias tan complicadas como las actuales, resulta incomprensible que el propio Ejecutivo Nacional se complique y se recargue con una miríada de responsabilidades que bien pudiese delegar o desempeñar de otra forma. En tales condiciones, no queda tiempo material ni psicológico para la invención eficaz de políticas. Las presiones cotidianas consumen todo el tiempo disponible y, de este modo, la planificación de estrategias resulta poco menos que imposible. El Gobierno actúa para «apagar incendios», pues no puede dedicar suficiente atención a los verdaderos negocios de Estado, sobre todo cuando también debe dedicar atención a los ataques de la oposición y a los acontecimientos políticos de su propio patio.
Pero debe existir una causa más profunda de insuficiencia del sistema político pues, como se ha anotado, estos procesos patológicos han sido más de una vez diagnosticados. Es así como algo más fundamental es la causa última de la insuficiencia. En nuestra opinión esta causa es la esclerosis paradigmática evidente en los actores políticos tradicionales.
Todo actor político lleva a cabo su actividad desde un marco general de percepciones e interpretaciones de los acontecimientos y nociones políticas. Este marco conceptual es el paradigma político, y del paradigma que se sustente depende la capacidad de imaginar y generar las soluciones a los problemas públicos.
Es ése el sustrato del problema. La insuficiencia política funcional en Venezuela no debe explicarse a partir de una supuesta maldad de los políticos tradicionales. Con seguridad habrá en el país políticos «malévolos», que con sistematicidad se conducen en forma maligna. Pero esto no es explicación suficiente, puesto que en la misma proporción podría hallarse políticos bien intencionados, y la gran mayoría de los políticos tradicionales se encuentra a mitad de camino entre el altruismo y el egoísmo políticos.
La explicación última de nuestra insuficiencia política funcional reside, pues, en la esclerosis paradigmática del actor político tradicional. De modo sucinto enumeraremos algunos componentes del paradigma esclerosado:
1. Existe un «país político» distinguible del «país nacional»:
Esta formulación comprende un conjunto de postulados acerca de la naturaleza política de la sociedad venezolana. Para los actores políticos tradicionales ellos conforman el llamado país político. Son ellos los únicos autorizados para el manejo de los problemas públicos. El resto del país, el «país nacional» (o «sociedad civil»), no tiene otra función política que la de establecer, con cada elección, un orden de poder entre los componentes del «país político», el pecking order (orden de picoteo en un gallinero) que distribuye el poder disponible entre los candidatos.
Esta visión es, por supuesto, errada. El país nacional es el país político. Por definición, el Estado es la sociedad política, y se define al Estado como un conjunto de personas que ocupan un territorio definido y se organizan bajo un gobierno soberano. No es el Estado el conjunto de los ciudadanos con activismo político, como no lo es ni siquiera el gobierno de una nación. El Estado, la sociedad política, comprende a todos los nacionales de un país. Esta elemental noción se confunde, se olvida o se escamotea con frecuencia. Se olvida, por ejemplo, que a los poderes públicos tradicionalmente considerados (ejecutivo, legislativo, judicial) los precede el poder fundamental que llamamos poder constituyente originario, cuya residencia es el pueblo. Otra cosa es la delegación de poder que se establece a través del acto electoral, pero no puede seguirse sosteniendo, por esclerótica, esa noción de la separación de un país político y un país nacional, de los políticos, por un lado, y de la «sociedad civil» por el otro.
2. El país nacional queda representado por las cúpulas sindical y patronal:
La representación sindical y la representación patronal o empresarial no agotan la diversidad de tipos o funciones ciudadanas. Por ejemplo, no entran en esas representaciones los profesionales independientes, las amas de casa, los artistas, los educadores, los deportistas, los científicos, etcétera. Cada vez, a medida que el concepto de sociedad industrial va dejando de ser moderno, esa división va siendo menos aplicable. Sin embargo, es esa dicotomía obrero-patronal la única que parecen poder manejar los actores políticos tradicionales. Con la adición del gobierno (sumo representante del «país político») se completan las habituales «comisiones tripartitas» que se supone están en capacidad de tramitar y resolver todos los asuntos públicos.
3. El problema político fundamental consiste en dilucidar la porción de la renta nacional que debe ir a los empresarios y la que debe ir a los obreros:
A partir de los planteamientos socialistas del siglo XIX comenzó a llamarse a esta formulación el «problema social moderno», sobre todo desde las primeras encíclicas «sociales» de los papas: León XIII en Rerum Novarum de 1891 y Pío XI en Quadragesimo Anno de 1931. Las diferencias entre las distintas ideologías políticas no desdicen de esta definición, sino que se establecen en razón de la preferencia concedida a alguno de los dos «componentes» de la sociedad industrial o «moderna». Pero ha ocurrido con las descripciones societales lo mismo que con las descripciones del átomo: se comenzó por una apacible y convenientemente sencilla descripción a base de protones, electrones y neutrones. Hoy en día son más de doscientas las partículas subatómicas conocidas. Del mismo modo sucede con las descripciones de la sociedad actual, como se anotaba en el punto anterior.
4. El estado ideal de la sociedad humana es aquél en el que todos los hombres son iguales:
Tanto en el liberalismo (igualdad original de los hombres) como en la utopía igualitarista del marxismo clásico (igualdad final), encuentra expresión esta mitológica consideración. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, recoge así el principio involucrado: «We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal…» («Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales.») Esta formulación se cuela, asimismo, en frases tales como la de «desigualdad en la distribución de las riquezas», implicándose por esto que la renta debiera, en principio, distribuirse igualitariamente. Una sociedad «sana», sin embargo, es una en la que la distribución de la riqueza aproxima la distribución de cualidades morales de una sociedad expresadas en la práctica. En un sistema político sano, es normal que exista un pequeño número de personas que reciban una remuneración muy alta, siempre y cuando la proporción de personas que reciban una remuneración baja sea asimismo muy pequeña.
5. El acto de legitimación política consiste en tener éxito en descalificar la legitimidad del oponente:
El político tradicional se comporta con arreglo a esa norma. De allí que su acción se vea prácticamente reducida a una oposición a priori respecto del contendor político. Obviamente, la descalificación de un contrario no es la calificación automática de su contendor. La calificación de un político debe establecerse sobre la base de la eficacia de los tratamientos políticos que sea capaz de concebir y aplicar, independientemente de la negatividad del contrario. Es así como, más que descalificar por la negatividad del oponente, lo correcto es descalificar por la insuficiencia de lo que tiene de positivo.
6. El actor político debe presentarse siempre como si durante toda su trayectoria no se hubiera equivocado nunca:
El político tradicional parte de la errada noción de que si exhibe sus errores los electores le perderán el respeto y ya nunca será elegido. A medida que los medios de comunicación han ido desmitificando las otrora inaccesibles y sacralizadas figuras políticas, esta postura es menos sostenible. El pueblo sabe intuitivamente que es imposible, aún para el político más admirable, la inerrancia política.
7. Los valores expresados en las ideologías políticas son intrínsecamente metas u objetivos:
Se cree que nociones tales como «el Bien Común», «la justicia social internacional», «la dignidad de la persona humana», etcétera, son conceptos susceptibles de ser considerados como objetivos. Se llega a decir, por ejemplo, que el Preámbulo de la Constitución es un «modelo de desarrollo», o la Constitución misma un «proyecto de país». En verdad, lo que es factible hacer es inventar políticas, y luego emplear los valores como criterios de selección para escoger la política que deba aplicarse.
Estos son algunos de los rasgos característicos del paradigma político que ha sufrido un proceso de esclerosamiento. Otros rasgos incluyen, por ejemplo, una descripción «weberiana» de la legitimidad política. (Max Weber enumeró tres fuentes de legitimación del poder o la dominación, a saber: la legitimación tradicional (la que esgrimen frecuentemente los fundadores de partido); la legitimación carismática (entendido carisma como la capacidad de generar adhesión irracional en los seguidores del líder); la legitimación burocrática (establecida por el dominio de un complicado aparato de control político). Ante esta clase de legitimidad se hace necesaria una legitimación paradigmática (posesión de un punto de vista o marco general de interpretación de mayor correspondencia con la realidad política) y, sobre todo, una legitimación programática. (Otra vez, la capacidad de generar y aplicar tratamientos eficaces). También ha esclerosado la ya antigua distinción entre derechas e izquierdas, por la inadecuación de la descripción dicotómica de la sociedad actual.
Algunos entre los actores políticos tradicionales han supuesto que el paradigma en crisis esclerótica continúa vigente y que, por lo contrario, lo que habría que hacer es «volver a los orígenes», a una supuesta edad dorada en la que lo ideológico habría sido factor predominante sobre lo pragmático. Así, se convoca a «congresos ideológicos» y se rechaza ostensiblemente el pragmatismo «al que se ha llegado». Se exalta así «las raíces» de un partido, el que habría sido, durante su época edénica, un movimiento puro que correspondía a ideales, y que, lamentablemente, habría sido corrompido por la preocupación pragmática. Pero volver hoy a «las raíces» de ideologías ya esclerosadas equivaldría a que los físicos de hoy echaran por la borda todo lo descubierto sobre el átomo y regresaran al modelo de J. J. Thomson, que lo concebía, cuando ni siquiera la existencia del neutrón hubiese sido postulada y mucho menos verificada, como una especie de budín en el que los electrones se incrustaban como uvas pasas. (Nuevamente, puede constatarse que muchos de los abanderados de un «rescate ideológico» de los partidos son los más acendrados practicantes del pragmatismo político de la Realpolitik).
Es a la causa fundamental de la insuficiencia política funcional venezolana, la esclerosis paradigmática de los actores políticos tradicionales, a la que hay que dirigir el tratamiento de base. Si éstos se muestran incapaces de acceder a un nuevo paradigma, habrá que sustituirlos por otros que lo encarnen.
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