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Para esta Ficha Semanal #84 de doctorpolítico se ha escogido una sección del libro Reconstruir la Sociedad Civil, en su capítulo La Democracia y la Tradición Política de Cuba, que fue escrito por Dagoberto Valdés Hernández. Valdés vive y lucha en Cuba por «un proyecto de educación cívica, pluralismo y participación». Nacido en Pinar del Río en 1955, se graduó de ingeniero agrónomo en la universidad de esa ciudad en 1980. Durante dieciséis años trabajó en la empresa tabacalera de Pinar del Río, en la que por cinco años presidió su Consejo Científico Asesor.
No es en la esfera técnica, sin embargo, donde destaca la labor de Valdés. Es, sobre todo, como intelectual católico que su trabajo llama la atención. Fue miembro laico de la presidencia del Encuentro Nacional Eclesial Cubano en 1986, participando como redactor del documento final de ese encuentro en su capítulo sobre Fe y Cultura. Al año siguiente fundó y asumió la presidencia de la Comisión Católica para la Cultura de la Diócesis de Pinar del Río y luego ejerció la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Episcopal para la Cultura. En 1993 fundó y dirigió el Centro Católico de Formación Cívica y Religiosa, así como la revista Vitral a partir del siguiente año. Visitó a Venezuela en 1995, cuando asistió a un encuentro organizado por la Conferencia Episcopal Venezolana y apoyado por la Fundación Konrad Adenauer. Antes había participado en el Congreso Mundial del Movimiento Internacional de Intelectuales Católicos (Pax Romana), celebrado en Roma en 1987 y en el Encuentro Latinoamericano del mismo movimiento en Lima. (1991).
Dagoberto Valdés Hernández es, asimismo, autor de libros (Félix Varela: Biografía del padre de la Cultura cubana, y La cultura cubana: raíces y proyectos), pero a pesar de tan sobresaliente trayectoria está orgulloso de trabajar, desde 1996, en una brigada de recolección de yaguas. (DRAE: yagua. Tejido fibroso que rodea la parte superior y más tierna del tronco de la palma real, del cual se desprende naturalmente todas las lunaciones, y sirve para varios usos y especialmente para envolver tabaco en rama).
El libro del que ha sido extraída la ficha de hoy fue editado en Caracas en 1997, y hace extensa referencia a la Declaración de Viña del Mar, de la VI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y Presidentes de Gobierno, especialmente a su primera parte: Gobernabilidad para una Democracia Eficiente y Participativa. A esta cumbre celebrada en 1996 asistió Fidel Castro Ruz, y el suave y pertinaz razonamiento de Valdés busca comprometerle con lo acordado en Viña del Mar. Es un ejemplo vivo de cómo es posible enfrentar una tiranía con un debate sereno y sin estridencias.
LEA
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Recolector de yaguas
Estos cambios que van ocurriendo en el mundo entero y que son característica de todo organismo vivo como es la sociedad, reciben diferentes nombres que, en mi opinión, no es lo más importante, pero que habría que asumir para designar a un fenómeno que, lo deseemos o no, está ocurriendo en la realidad objetiva. Nombrar lo que sucede en la realidad, como decía Martí, es «apearse de la fantasía» y asumir la vida.
El voluntarismo político no decide sobre la realidad como en ocasiones se desea, como tampoco decide el nombre con que le llamemos. Todo en la vida fluye, cambia, evoluciona; ninguna palabra debería ser canonizada, ni satanizada; unos. Como Jian Zeming en la despedida de duelo de Deng Ziaoping, llaman a estos cambios: «transición sosegada»; otros en la antigua Unión Soviética, le llamaron «reestructuración»; los presidentes de Iberoamérica le han llamado en su Declaración «proceso de cambio», «reformas en las instituciones políticas», «transformaciones para actualizar antiguas funciones», «redefinir las fronteras entre lo público y lo privado», «modernización y descentralización del Estado», «mejorar la calidad de la vida política» o «perfeccionamiento de la democracia».
En mi opinión, lo importante no es cómo nombramos los cambios, sino qué contenido tienen en la realidad. El cambio por el cambio no garantiza nada de por sí. Digámoslo claramente, aunque nos desconcierte: un cambio de gobierno o incluso un cambio de todo el sistema político no significaría nada, o casi nada, en sí mismo, si no va acompañado de un cambio más profundo y radical, el cambio del hombre.
En efecto ¿con qué personas se reestructuraría la sociedad si los hombres solemos guardar durante mucho tiempo en nuestro interior los modos y las estructuras de pensamiento que daban vida a las viejas estructuras políticas? ¿Con qué personas se llevará a cabo la transición hacia el perfeccionamiento de la democracia si los hombres y mujeres comunes del pueblo no saben, no están entrenados en la participación y el protagonismo democrático? En fin, si no hay cambio en el plano antropológico ¿con qué ciudadanos se formaría un verdadero pueblo que sustituiría a la masa y se convertiría en el protagonista de unas reformas que no se queden en lo cosmético, sino que vayan a lo esencial, que es el hombre mismo?
Por otro lado, la Doctrina Social de la Iglesia establece el nexo inseparable entre ética y política, entre democracia y eticidad, y al contemplar el permisivismo, la corrupción personal y administrativa, la drogadicción, la delincuencia organizada y otros males que desfiguran algunas de las democracias actuales asegura:
«Las normas morales universales… constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana, y por tanto, de una verdadera democracia». (Veritas Splendor, No. 96).
El Santo Padre señala también otro tipo de peligro en cuanto a la relación estrecha que debe existir entre democracia y eticidad:
«Existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y por la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad… Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia». (Idem, No. 101).
He leído con admiración la crítica más contundente a la sociedad capitalista y a su sistema democrático, en un pequeño libro del actual Presidente de la República Checa, Sr. Václav Havel, que nos conduce a la esencia de los cambios y no nos deja distraernos con modelos y sistemas de la cultura occidental a la hora en que se descubre con más lucidez que el centro de todo sistema político es el hombre:
«En las sociedades democráticas,… está todavía por hacerse el cambio del principio de la política y algo tendrá allí que empeorar todavía más antes de que la política descubra su necesidad. En nuestro mundo, precisamente gracias a la miseria en que nos encontramos, la política ha hecho ya este cambio: comienza a desaparecer del centro de su atención la visión abstracta de un modelo «positivo» por sí mismo salvífico… y al final queda el hombre que sólo había estado más o menos sometido a esos modelos y esa praxis… Naturalmente, toda sociedad tiene que estar organizada de algún modo. Si su organización ha de estar al servicio del hombre, y no al revés, es necesario ante todo liberar a los hombres y abrirles así su espacio para organizarse plenamente; hasta qué punto es absurdo el procedimiento opuesto en que se organiza a los hombres así o asá (por alguien que sabe siempre a las mil maravillas «lo que el hombre necesita») para que puedan, según se dice, ser libres…» (El poder de los sin poder, págs. 88-89).
Éste es, en fin de cuentas, el gran aporte de aquellos pueblos que hemos experimentado ambas formas de organizar la sociedad y que no queremos volver atrás, sino avanzar hacia esos cambios que tocan la raíz del problema: cambiar al hombre y poner a la sociedad, a la economía y a la política a su servicio, y no al revés.
El aporte de la Iglesia en este esfuerzo por centrar los cambios hacia la democracia en la persona humana está muy claramente explicitado por el Papa Juan Pablo II en la Centesimus Annus: «Una ayuda importante, e incluso decisiva, la ha dado la Iglesia con su compromiso a favor de la defensa y promoción de los derechos del hombre. En ambientes intensamente ideologizados, donde posturas partidistas ofuscaban la conciencia de la común dignidad humana, la Iglesia ha afirmado con sencillez y energía que todo hombre—sean cuales sean sus convicciones personales—lleva dentro de sí la imagen de Dios y, por tanto, merece respeto. En esta afirmación se ha identificado con frecuencia la gran mayoría del pueblo, lo cual ha llevado a buscar formas de lucha y soluciones políticas más respetuosas para con la dignidad de la persona humana. De este proceso histórico han surgido nuevas formas de democracia, que ofrecen esperanzas de un cambio en las frágiles estructuras políticas y sociales… Es ésta una responsabilidad no sólo de los ciudadanos de aquellos países sino también de los cristianos…» (C.A. 22).
El cambio más profundo hacia una nueva democracia es, pues, el cambio del hombre. La persona humana es el sujeto, el centro y el fin de todo sistema político auténticamente democrático. Entonces, la clave para evaluar si una sociedad es genuinamente democrática, no radica tanto en monitorear las estructuras como en comprobar si ellas están al servicio del hombre y si éste goza de espacios reales en ellas. No tanto en observar las elecciones, sino en comprobar si las personas están capacitadas para ser los protagonistas libres y conscientes de ellas. Sin personas libres y formadas para libertad no hay democracia eficiente y participativa como la postula la VI Cumbre Iberoamericana.
Dagoberto Valdés Hernández
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