Fichero

LEA, por favor

El año de 1848 fue excepcionalmente agitado para los europeos continentales. Varias revoluciones hicieron temblar a los estados, comenzando por Francia, donde el fermento anunciado por Tocqueville trajo consigo la abdicación de Luis Felipe y la dimisión de Guizot, quien decía con insensabilidad característica: «Háganse ricos, entonces podrán votar». La enfermedad parisina se extendió a territorio de los Habsburgo, cuyo canciller, el príncipe Metternich, había sentenciado: «Cuando Francia estornuda Europa se resfría». El propio Metternich fue obligado a renunciar a su cargo, luego de lo cual corrió a refugiarse en Inglaterra, y es desde este país que el Manifiesto Comunista de Marx y Engels es lanzado, aunque su aparición fue mera coincidencia y no tuvo ninguna incidencia en los eventos continentales.

De este lado del Atlántico, más concretamente en Venezuela, el mismo año estuvo signado por una constante agitación política. Gobernaba en el país José Tadeo Monagas, que de hombre de Páez había devenido liberal de conveniencia, suscitando la reacción en su contra de la oligarquía conservadora. La muy amena y práctica Historia Política de Venezuela, de Manuel Vicente Magallanes, registra las vicisitudes de esta confrontación. En una sección—138. Los conservadores piden la intervención—de su capítulo decimocuarto (Conspiración oligárquica), Magallanes refiere los oficios vendepatria de Juan Manuel Manrique, Fermín Toro y el propio José Antonio Páez. La Ficha Semanal #88 de doctorpolítico reproduce íntegramente la sección mencionada.

Toro, por ejemplo, se dio el lujo de sugerir al encargado de negocios norteamericano de la época—Benjamín Shields—que pudiera enmendarse la plana de criterios muy firmes de Jorge Washington a favor del principio de no intervención. En su Discurso de despedida, de 1796, Washington había dicho: «Nuestra gran regla de conducta en lo que atañe a las naciones extranjeras es que, al extender nuestras relaciones comerciales, tengamos con aquéllas tan poca conexión política como sea posible. Ya que para estos momentos hemos contraído compromisos, permitamos que se cumplan con perfecta buena fe. Detengámonos aquí». (Referido en la Ficha Semanal #49, del 7 de junio de 2005).

No es, pues, invento contemporáneo la tendencia de algunos connacionales a voltear su esperanzada mirada hacia Bush, Rice o Rumsfeld, en busca de solución instantánea y eficaz a nuestros problemas políticos actuales. Siempre hay espíritus que eluden su responsabilidad nacional para solicitar a una potencia extranjera su intervención, y que olvidan, una y otra vez, las usualmente desastrosas consecuencias que sufren sus países cuando el país requerido les hace caso. Los italianos del norte debieron aprender con dolor, en su momento, las desgracias que trajo la solicitud de esta ayuda a los austriacos o los franceses, como mucho antes los egipcios pidieron la intervención de los romanos. Quizás los nuevos solicitantes de estas tierras crean que las glorias de gente como Páez o Toro, que las tuvieron, les ubiquen en buena compañía.

LEA

Vacuna de Toro

Es cosa sabida el interés que ponen las grandes potencias en influir interesadamente en la política de los pequeños países. Las naciones latinoamericanas tienen una dolorosa experiencia a este respecto, desde su nacimiento. Venezuela no es precisamente de las que pueden vanagloriarse de constituir una excepción. Hasta 1848 algunos agentes consulares o diplomáticos habían logrado, con habilidad y malicia, inmiscuirse en nuestros asuntos y hasta participar en decisiones donde estaba implícita nuestra soberanía. Es ésta una verdad irrefutable. Pero que un venezolano pidiese a una nación extranjera su intervención en nuestros asuntos internos, para que mediase entre los bandos, aconsejase una política o impusiera un criterio, era cosa que no se había visto todavía. Y esto fue lo que hicieron algunos representantes del partido oligarca.

La cuestión tuvo su origen en la Junta de Gobierno de la provincia de Maracaibo. Alentada ésta por algunas publicaciones aparecidas en el New York Herald que hacían suponer que el Presidente Polk tenía disposición favorable a la tendencia paecista, resolvió enviar en misión especial a los Estados Unidos al señor Juan Manuel Manrique. Salió éste hacia Curazao a mediados de abril, desde donde escribió al señor Benjamín Shields, encargado de negocios de los Estados Unidos en Caracas, excitándolo a obrar de una manera eficaz a nombre de su gobierno «cerca del que continúa ejerciendo el general José Tadeo Monagas, para impedir que consume la obra principiada de destruir la forma de gobierno reconocido por la República y que continúe el derramamiento de sangre en una guerra fratricida que acaso podrá durar muchos años». Manrique hace un recuento de los recientes acontecimientos para hablar «sobre la necesidad en que, por simpatía y por la defensa de sus propios intereses, se encuentra el gobierno de los Estados Unidos de mezclarse en la cuestión política del país». Luego, como buen discípulo de Páez, revive las recomendaciones de éste en su carta del 31 de enero para Monagas. «Interponiendo su poderosa mediación—dice—para que el general Monagas, dejando obrar con entera libertad al Congreso, se someta al fallo de este Soberano Cuerpo, y cooperando de esta manera al restablecimiento del orden legal en Venezuela, el gobierno de V. S. Haría un importante servicio a la causa de la Humanidad y de la libertad americana». Cumpliendo las instrucciones que ha recibido de la Junta de Gobierno de Maracaibo—expresa—»y esperando con que el ilustrado gobierno de Su Señoría no permanecerá indiferente a la suerte de esta República, se atreve a suplicarle encarecidamente que, si estuviese en sus facultades, interponga su mediación cerca del gobierno del general Monagas para que, suspendiendo todas las hostilidades, convocando extraordinariamente al Congreso y dejándole en absoluta libertad para sus deliberaciones, se! someta en un todo a sus decisiones y quede así restablecido el imperio de la Constitución en Venezuela…» «Espera el infrascrito de su ilustración y del interés que debe tener por la preservación del orden legal en esta República—termina diciendo—, que implorará del Gobierno de los Estados Unidos las órdenes convenientes para obrar en este sentido o en el de una intervención eficaz, si fuere necesario».

No sabemos si Manrique seguiría viaje hacia Norteamérica, como era el encargo de la junta del Zulia, o si se limitó a enviar desde Curazao su representación a Shields, pero lo que sí podemos afirmar es que las ideas expresadas por él eran compartidas por los principales personeros del Partido Conservador de Caracas, lo cual queda demostrado en una carta de fecha 20 de mayo que, al mismo funcionario consular, envía el señor Fermín Toro. Esta carta, inserta por Parra-Pérez en su obra Mariño y Las Guerras Civiles, Tomo III, páginas 165 a 169, empieza así:

«El que suscribe, ciudadano de Venezuela, teniendo a la vista la excitación que en las actuales circunstancias de esta República hace la junta gubernativa de Maracaibo al señor Encargado de Negocios de los Estados Unidos para que interponga su mediación en los partidos beligerantes que hoy dividen la nación, ha creído oportuno hacer rápidamente algunas observaciones en apoyo de aquella solicitud y dirigirlas al señor Ministro por si creyese que merecen someterlas a la consideración de su gobierno».

Hace Toro ciertas apreciaciones sociológicas, describe el estado de adelanto en que se encontraba el país, el crédito moral que tenía en el exterior, el progreso de sus instituciones. Pero todo esto se alteró «por la reacción inesperada de un resto de barbarie que resiste todavía al espectáculo del orden y al influjo de la civilización». Mas la nación no es cómplice de ese crimen. Existen en Venezuela elementos de orden, amor a las instituciones, una sociedad culta y moral. Y basta el apoyo «de una gran nación para darles, sin derramamiento de sangre, el triunfo, y asegurarles sin violencia un imperio duradero». ¿Cuál es esa gran nación—Toro se pregunta—a quien la Providencia, en la profundidad de sus designios, ha conferido el humano y honroso destino de ejercer la protección, no de fuerza, sino de mediación y de consejo sobre esta sociedad que padece? «Sin duda—se contesta—, los Estados Unidos. No en vano El que fija la suerte de las naciones la ha colmado de todos los bienes de la tierra, ha puesto en su seno las fuentes más abundantes de riqueza y de poder, y la ha colocado a la vanguardia de otros pueblos más atrasados y venturosos».

Dice que los Estados Unidos han observado siempre el principio de no intervención, pero que los nuevos Estados sudamericanos han visto esa conducta con asombro y dolor. Encuentra que las antiguas máximas del gabinete de Washington comienzan a resultar estrechas para la dirección de un poder que impone un nuevo carácter a la política del mundo, y afirma que si la Europa entera se conmueve, la causa está en el ejemplo y en la influencia moral de los Estados Unidos.

Toro señala como el medio más conveniente, justo y legal, el indicado por la Junta de Maracaibo: la suspensión de las hostilidades y la convocación del Congreso con los mismos miembros que lo integraron originalmente. Según él éstos son medios de conciliación, que propuestos en una intervención amistosa por el Gobierno de los Estados Unidos, no serían rechazados por ninguno de los dos partidos. Además, esta mediación no parecería de ninguna manera extraña, pues las naciones europeas, bien por motivos políticos o por miras comerciales, no se descuidan en ejercer su influencia en las repúblicas hispanoamericanas. Y suponiendo que ni intereses comerciales ni políticos muevan a cambiar de conducta a los Estados Unidos, ¿son éstos acaso los únicos móviles de un gobierno? ¿No hay otros motivos para tomar parte en la suerte de otros pueblos? ¿Y la gloria, la honra y los deberes de humanidad? Hay una necesidad pública, un deber imperioso impuesto a los grandes poderes de la tierra: hacer el bien por amor al bien. Así se honran honrando la Humanidad y fijan en la opinión del mundo la alteza de su carácter y su dignidad moral.

Y ya para firmar termina así Don Fermín: «Con toda libertad, pero con el más profundo respeto y admiración, somete estas observaciones a la sabiduría, a la prudencia y a la humanidad del Gobierno de los Estados Unidos, el ciudadano de Venezuela, Toro».

Tanto la representación de Manrique, en nombre de la junta de Maracaibo, como la carta de Toro, respaldando la gestión, no eran más que dos formas de expresión de una misma intención conspirativa. Dos consecuencias habría podido tener la intervención norteamericana. Bien que Monagas aceptase las recomendaciones derivadas de ella, que no eran otras que las del grupo paecista, con lo cual se labraría su propio sepulcro; o bien que no las aceptara, lo que tal vez habría desairado al Gobierno norteamericano y colocado a éste al lado de los revolucionarios, prestándose a colaborar con ellos de manera material. Cualesquiera de las consecuencias eran buenas para los paecistas, pero el Gobierno de los Estados Unidos—no obstante el contenido de la nota oficial de Shields y las apreciaciones de su carta con que acompañó las representaciones que le fueron entregadas—optó por hacerse el indiferente ante aquellos planteamientos.

Pero si las actuaciones de Manrique y Toro, al invocar la protección norteamericana con el pretexto de salvaguardar las instituciones, podían ser cuestionadas, más todavía debían serlo las de Páez, quien en Curazao activaba la conspiración y preparábase para venir a restaurar su predominio oligárquico. Este general, olvidando su heroica participación en la guerra de independencia, irrespetando la gloriosa tradición de sus luchas, ocurre a los que menos debía ocurrir, por lo absurda que resultaba su conducta, a los españoles de Puerto Rico. En efecto, con fecha 20 de septiembre, por intermedio de su agente José Hermenegildo García, escribe al capitán general de esta isla pidiéndole ayuda para su empresa revolucionaria. La respuesta del representante del Gobierno español, copia de la cual fue encontrada entre los papeles decomisados en el vapor Scourge, tiene los escrúpulos que no supo tener Páez al solicitar la ayuda. «Siento mucho no poder recibir al señor García—contesta el capitán general Juan de la Pezuela el 30 de septiembre—, que me ha hecho entregar la comunicación de V. E. del 20 del corriente. Aunque como particular mis simpatías sean por los hombres de orden, en las costas de Venezuela tengo, como autoridad española, deberes que cumplir; y éstos me obligan a no mezclarme para nada en las disensiones que afligen a ese país tan desventurado, desde que sus naturales se rebelaran contra el gobierno de los Reyes que por tantos años los había hecho felices».

Esta carta fue publicada en el periódico El Patriota y produjo una reacción de reproche contra Páez. La indignación fue general porque veíase como una traición la conducta del general. Hasta sus mismos partidarios comentaban el hecho como una torpeza. Grave daño trajo para Páez esta carta y por mucho tiempo habría de repercutir negativamente en su reputación política.

Manuel Vicente Magallanes

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