¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda! En las «semanas de la Patria» de Pérez Jiménez—derechista—los estudiantes de la época, algunos en calidad de componentes de las bandas de guerra colegiales, aprendíamos a llevar el paso en los desfiles al ritmo de aquellos gritos a diestra y siniestra. Cuatro izquierdas gritadas contra una sola derecha. (El primer paso desde la posición «firmes» debía darse con la pierna zurda, y las cinco exclamaciones correspondían exactamente al tiempo de los golpes de bombo o tamborón: ¡pom! ¡Pom! ¡Pom, pom, pom!)
Esta proporción de cuatro a uno lleva carga metafórica, en el sentido de una trillada observación según la cual los partidos políticos «modernos» en Venezuela—los emergentes a partir de 1928—siempre han halado hacia la izquierda. En el siglo XX venezolano no han sido muchos los movimientos políticos que hayan admitido abiertamente sus preferencias por las posturas de derecha.
Acción Democrática tuvo obvias raíces izquierdistas—a las alturas de 1958 todavía se declaraba como «partido marxista» en documentos de su Secretaría de Doctrina, dirigida por Domingo Alberto Rangel—al encarnar una suerte de MVR modelo 1945 y alojar mucho dirigente importante, empezando por Betancourt, Leoni y Barrios, que hubiera militado en el Partido Comunista. Fundado en 1941, accede al poder mediante golpe de Estado contra el presidente Medina Angarita, para dar inicio a un «trienio adeco» caracterizado por el sectarismo, una constituyente, un equivalente al decreto 1.011 (el tristemente célebre 321 enfilado contra los colegios católicos), y hasta la amenaza de las «bandas armadas» de AD. Después del escarmiento de 1948 y la década perezjimenista, el partido se morigeró, aunque nunca se ha postulado «de derechas» y no ha dejado de trasladarse por la órbita socialdemócrata.
En 1946 nace COPEI—en su origen el Comité de Organización Política Electoral Independiente, luego Partido Social Cristiano COPEI—para hacer oposición a AD, lo que le valió el temprano apoyo de los tres estados andinos, cuyos gobernantes habían sido desplazados del poder por los adecos. Si en sus orígenes—la Unión Nacional de Estudiantes de 1936—podía identificarse en Rafael Caldera, su líder histórico, una precoz simpatía por el falangismo franquista, él mismo se encargó de definir a COPEI como partido de «centro-izquierda», en el mitin de cierre de su campaña presidencial de 1963, desde tarima erigida en la Plaza Venezuela de Caracas. La rama juvenil de COPEI, por otra parte, dio en llamarse Juventud Revolucionaria Copeyana. (No demasiado, como se comprobó con la defenestración de Abdón Vivas Terán—líder entonces de los siniestros «astronautas», y mucho más tarde ministro del segundo gobierno de Caldera—en la crisis de1966, cuando se trajo del bullpen al derechista Álvarez Paz para controlar los brotes de radicalidad juvenil).
Es en la misma campaña de 1963, por cierto, cuando Arturo Úslar Pietri arremetió contra Rafael Caldera en el primer debate televisado de nuestra historia política, acusándole del pecado mortal de haber apoyado, como leal soporte del Pacto de Punto Fijo, al demonio comunista de Rómulo Betancourt. El Frente Nacional Democrático (FND) que postulara al «candidato de la campana» atrajo ciertamente a los electores de gusto más conservador (de derechas). Pero es que Úslar había sido fundador del Partido Democrático Venezolano (PDV) en tiempos de Medina, y dirigente muy principal del mismo. Tal vez más principal que él, sin embargo, fue el preclaro Mario Briceño-Iragorry. Resulta ilustrativo en este tema de las izquierdas y derechas venezolanas, leer de su pluma algunos conceptos sostenidos por tan destacado medinista. Briceño-Iragorry escribió el prólogo de un libro que recogió las conferencias de un ciclo celebrado entre el 5 y el 22 de septiembre de 1944, organizado por el PDV, entre las que se encontraba una dictada por Úslar. Y ahí dice Briceño-Iragorry cosas como éstas:
«En las bases programáticas del Partido se propuso estimular la intervención del Estado como medio eficaz para el abaratamiento de las subsistencias y de los costos de producción. Nuestro Movimiento, en esa forma, declaró el firme propósito de separarse de los viejos conceptos del liberalismo económico que, partiendo de una abultada valorización de los derechos del individuo, dejó a éste la plena libertad de dirigir los procesos de la producción y del consumo y el goce irrestricto de los instrumentos que a ellos conducen». «La controversia se ha planteado en forma clara entre quienes suponen que el Estado sea un instrumento al servicio de las clases que detentan el poder político y el dominio económico, y aquéllos que, guiados por una visión más amplia y humana, valdría decir cristiana, de la justicia, consideran que el Estado tiene por fin primordial e indeclinable mirar al desarrollo integral de todos los miembros de la sociedad». «Con apariencia liberaloide y al influjo de la misma oligarquía, que ha sabido camuflarse oportunistamente, nuestra economía general se ha mantenido en un estado de atraso por lo que dice a la función social de las fuentes de producción y a la ley racional del consumo humano». «El Estado ha de procurar que las franquicias que derivan del grado de la civilización, no se acumulen en las viejas clases que detentan los instrumentos de producción; sino de lo contrario, ha de afanarse, en un recto sentido humano, porque la mayoría social, es decir, las clases llamadas desheredadas, gocen de las posibilidades máximas para desarrollar su personalidad entitiva».
Etcétera. La última de las oraciones citadas pareciera ser la misma idea de una «participación protagónica» del pueblo vertida en lenguaje un tanto barroco. ¿Por qué no denunció Úslar el prólogo mencionado con la misma vehemencia con la que reconvendría a Caldera casi veinte años después? ¿Era Briceño-Iragorry un comunista de closet?
Por supuesto que no; en el mismo texto prologal precisa: «Para intentar el equilibrio de los intereses comunes sin recurrir a las formas del Socialismo de Estado, los Gobiernos han acudido a los sistemas intervencionistas, como expresión de la propia función que les compete en el orden de la justicia, fin último del Estado». Comunista no, pero sin duda «a la izquierda» de los liberales de hoy.
Los que antaño se llamaban liberales, los del Partido Amarillo guzmancista, eran cosa distinta, pues en su caso estaban «a la izquierda» de los conservadores de Páez. Lo que nos lleva a concluir que no es que en Venezuela no haya habido derechistas, gente conservadora, más pendiente del interés empresarial que el popular—en un viejo concepto, pues lo empresarial y lo popular no tienen por qué ser opuestos—aunque formaciones de derecha, como el Partido Popular de Aznar o la Alianza Popular de Álvarez Paz adopten el término en su denominación. Lo que han sido, tal vez, estos movimientos de derecha locales es menos tenaces. El FND uslarista no sobrevivió, en la práctica, al gobierno de Leoni. El Partido Liberal de Jorge Olavarría también fue un caso de mortalidad infantil. Más recientemente volvería a formarse una asociación con exactamente el mismo nombre, dirigida al inicio por Andrés Sosa Pietri, arrebatada de sus manos por la antigua sindicalista Haydeé Deutsch, a quien luego se la quitara Marco Polesel, sin mayor trascendencia.
Otras presencias han sido igualmente fugaces o escuetas, como en el caso del Partido de Acción Nacional de Ángel Borregales, y las iniciativas de Integración Republicana y Acción Venezolana Independiente, con importante identificación empresarial. Pero lo cierto es que siempre ha existido «la derecha» venezolana, así como gobiernos de derecha a montones. Uno cercano, sin ir muy lejos, fue el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, quien de socialdemócrata y amigo de Felipe González y Fidel Castro, fue quien levantara en nuestro país las banderas del Consenso de Washington, nuestro propio y autóctono Carlos Saúl Menem. Más cerca aún, un gobierno de derecha en Venezuela ostenta el récord de fugacidad: el de Pedro Carmona Estanga.
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