La integridad es una necesidad imperiosa de la psiquis humana. Cada conciencia individual busca disponer, en todo instante, de una absolución ética de quien la posee. Es decir, con la excepción de casos psiquiátricos agudos, cada uno de nosotros siente que es una persona buena. De hecho, un desequilibrio marcado y constante a este respecto, una «mala conciencia», es causa patogénica para la psicología. Hasta el más obvio delincuente es capaz de construir una justificación o racionalización de sus actos.
El revolucionario de librito, por ejemplo, cuenta con la comodidad del código de ética de la revolución, por el que cualquiera otra ética existente o por existir le queda subordinada. Ese código actúa entonces como absorbedor o amortiguador—buffer—perfecto, ante el que se disuelve cualquier inconsistencia lógica o terminológica, que en otra circunstancia reventaría la conciencia de quien pretendiese sostener simultáneamente dos juicios contradictorios. Por ejemplo, si condeno al golpismo al tiempo que glorifico mi propia gesta golpista del 4 de febrero de 1992, me alejo de la incómoda inconsistencia al declarar que en mi caso no puedo ser tildado de golpista, sino tenido por revolucionario.
Pero este caso especial de mantenimiento de la integridad psíquica es mero reflejo de la regla general: todos sostenemos una visión de nosotros mismos por la que reconocemos sólo una cantidad insignificante de propias conductas censurables, y en general nos tenemos por buenos. A un nivel consciente—Freud diría superficial—actuamos normalmente de buena fe.
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Un silogismo político particular, de renovada popularidad por estos días, es ejemplo de lo antedicho. Quienes lo sostienen, estoy convencido, creen sinceramente en la validez de sus inferencias y la veracidad de sus premisas. Premunidos, además, como todo el mundo, de su propia rectitud ética, consideran con igual sinceridad que es su deber patriótico difundirlo o predicarlo, así como oponerse, con no poca desesperación, a los invidentes que sostienen una tesis contraria. El argumento va como sigue.
Quien ahora desempeña la Presidencia de la República no sería persona que creyese en el principio de la alternabilidad democrática. Teniendo el poder, no lo soltará nunca, y es por consiguiente una ilusión pensar que una participación electoral pudiera tener eficacia. Como, por otra parte, una mayor premisa subyacente, tácita, que no necesita ser demostrada porque sería de universal aceptación, es que la perniciosidad del régimen obliga a buscar su cesación como objetivo absoluto, no hay manera de alcanzar esta meta sino por vías no electorales. Somos, por supuesto, demócratas, y en circunstancias normales buscaríamos soluciones electorales, pero una correcta «caracterización» de ese régimen establece que no se compite con un demócrata, y entonces los principios de la guerra justa nos permiten incluso el uso de la mentira—por deber patriótico de desacreditación—y la procura de soluciones de fuerza.
El razonamiento no es nuevo. Fue el que sostuvo la racionalidad conspirativa del carmonazo y la del paro cívico, así como todas las variantes prescriptivas centradas sobre el empleo del artículo 350 de la Constitución. Ahora ha hecho metamorfosis para presentarse con las vestiduras de una nueva sofisticación.
La prescripción señala ahora que «la solución» es propiciar una «crisis de gobernabilidad», condición que sería indispensable para que actores que sólo esperarían por ella—Rumsfeld, o Baduel, o ambos—intervengan para resolverla.
Adicionalmente, los sostenedores de este récipe han descubierto, luego de la masiva ausencia electoral del 4 de diciembre de 2005 y el evidente impacto sobre el discurso gubernamental, que la abstención en retirada de último minuto es el fusible eficaz que detonará impepinablemente la crisis buscada. Pero claro, se añade, para que la retirada surta efecto debe primero adquirirse fuerza, una masa crítica opositora construida, por ejemplo, mediante la organización de elecciones primarias que «calienten la calle». Naturalmente, no debe explicarse toda la estrategia al elector común, quien no debe saber que lo de las primarias es una carantoña, pues de sospecharlo no se produciría la participación masiva que el plan requiere. (De nuevo, como tenemos la razón, estamos moralmente autorizados a manipular a la población opositora mediante el engaño).
Repito, quienes propugnan este alucinado tratamiento actúan, en su mayoría, de buena fe. Llegan a ver con recelo, impaciencia o desprecio a quienes no comulgan con este razonamiento, y creen su deber fortalecer las bases de su silogismo, aumentar la solidez de sus premisas. Por esto su evangelio enfatiza dos nociones: que el carácter del régimen es totalitario, y que el fraude electoral que perpetrara el 15 de agosto de 2004 comprueba que no respeta la alternabilidad democrática.
La primera tarea es emprendida desde una exposición teórica: a partir de una descripción sistemática de regímenes totalitarios—por ejemplo con ayuda de la caracterización construida por Hannah Arendt—se presenta la conclusión evangélica, indiscutible: estamos en el seno de una dictadura, estamos dentro de un régimen totalitario.
Quien escribe fue probablemente la primera persona que estableció públicamente una similitud entre la figura de Hitler y la de Chávez, en artículo publicado en el diario La Verdad de Maracaibo en agosto de 1998. (El efecto Munich). La analogía es una cosa, porque señala la propensión autoritaria chavista; pero Chávez lleva siete años mandando y Hitler ya había marcado brutalmente la historia en un plazo equivalente. (Bombardeado Guernika, militarizado la Renania, anexado Austria, conquistado Checoslovaquia, Polonia y Francia, sin hablar de la violación de la neutralidad belga y la primera fase del acoso y exterminio de judíos). Si Chávez exhibe, indudablemente, una conducta autoritaria que propende al totalitarismo, es también, sin duda, un caso leve si se le compara con el monstruo austriaco o el dictador cubano a quien tanto admira.
La segunda tarea evangélica es la de asentar que no hay respeto a la regla democrática de la alternabilidad. Para hacer esto es preciso «comprobar» que el 15 de agosto de 2004 se hizo fraude a la voluntad de la mayoría de los electores venezolanos, que en esa fecha se habría pronunciado por la revocación del mandato presidencial. Este clavo pasado se renueva, por tanto, con la exhibición de muy elegantes y metodológicamente impecables ejercicios estadísticos—como el de los profesores Delfino y Salas, obtenible en www.gentederedes.com—y que sin embargo distan mucho de ser una demostración fehaciente del fraude postulado, al conducirse, como el famoso estudio Hausmann-Rigobón, en un terreno simbólico que no conecta con la realidad social. Más de una vez se ha repetido acá que todas las firmas encuestadoras reconocidas en el país, y una norteamericana en particular, esperaban unánimemente que el gobierno saliera airoso del referendo revocatorio.
Igualmente estoy persuadido de la buena intención y la excelencia profesional de físicos y matemáticos que producen estos malabarismos numéricos, pero del mismo modo es preciso decir que cabezas distintas de las de ellos decidieron en su momento implantar intencionalmente la matriz de opinión de un fraude en el referendo mencionado, sobre el soporte de las exigencias tomistas de una supuesta guerra justa.
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Ha sido también reiterada postura de esta publicación atenerse a la regla de la Declaración de Derechos de Virginia (1776), que reconoce como sujeto del derecho de rebelión a una mayoría de la comunidad. El pequeño grupo que se siente autorizado, en superficial lectura de condiciones explicitadas por Santo Tomás de Aquino, a desatar una «crisis de gobernabilidad», no sólo sería totalmente incapaz de controlar un proceso político de esa naturaleza—lo que lo hace irresponsable—sino que abusa en la usurpación de un derecho que no le corresponde, tanto como Hugo Chávez lo hiciera con sus demás secuaces golpistas en 1992.
Tal vez lo peor es que ese guión de la crisis coincide con protocolos formulados en los Estados Unidos. Recordemos al «Informe Waller» (Center for Security Policy, mayo de 2005). En análisis de este think tank cuyo lema es «Paz mediante la fuerza» y bajo el título «¿Qué hacer con Venezuela?», se prescribe: «Para las elecciones de 2006 debe ponerse en práctica un nuevo proceso y modelo electoral para desanimar o por lo menos entorpecer la clase de fraude que ocurrió en 2004. Es probable que el régimen sabotee la implementación de cualquier nuevo proceso. Esto, por sí mismo, ayudará a consolidar el cambio de paradigma en la percepción precisa del gobierno venezolano como una dictadura». Y asimismo, en la nota de presentación del mismo informe se anticipaba: «El informe enfatiza que todavía es posible un cambio de régimen en Venezuela sin el uso de la fuerza, aun cuando la acción militar pudiera necesitarse si el dictador decide hundir la infraestructura económica del país consigo, como trató de hacer Saddam Hussein en Irak». (Subrayado de doctorpolítico).
Pero quienes esperan que la «crisis de gobernabilidad» que propiciarían—en simplista consideración de los sistemas políticos como si fuesen entidades de mecánica newtoniana—sería resuelta por Donald Rumsfeld, pudieran quedarse con los crespos hechos. No es muy probable que un gobierno norteamericano enredadísimo en Irak, contradictorio ante Irán, complicado con su situación en las encuestas, detenido en recientes pretensiones por el propio Partido Republicano, pueda llevar a la práctica un esquema directamente intervencionista en Venezuela. Claro, siempre puede un arcángel, aparecido a Bush en madrugada de la Casa Blanca, entregarle la flamígera espada fundamentalista del Armagedón, para que resuelva con cirugía nuclear el tremendo enredo en el que está metido. Bastarían unas pocas cabezas nucleares para detener el enriquecimiento de uranio iraní, y todavía sobrarían muchísimas más para dejar caer una o dos en Sabaneta o en Caracas. Dios nos proteja de la paranoia en un mundo tan peligroso.
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