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Hay miradas que tumban cocos y también, aseguraba el inolvidable Aquiles Nazoa, objetos, acciones y personas pavosas. (De hecho, el recordado humorista llegó a desarrollar una unidad para la medida de la pava, a la que tenía por radiación deletérea de variable intensidad: el pavovatio/hora). El folklore nacional llegó a tener, por ejemplo, el gobierno de Raúl Leoni in toto como entidad pavosa, al asociar la ocurrencia numerosa de incidentes terribles—un choque contra una de las bases del puente Rafael Urdaneta o el trágico fallecimiento de un grupo de maestros en el salto La Llovizna—con la administración del segundo presidente de la democracia venezolana.

La inclusión de una cierta firma—reivindicadora de un autopostulado «principado negro»—en la lista de personalidades que refrendaron un manifiesto que asegura que el 4 de diciembre pasado el pueblo venezolano disparó un conjunto de dieciséis «mandatos», debiera llamar a la preocupación de sus promotores. Igualmente, la recién eliminada divisa beisbolística nacional pudiera haber sido condenada de modo instantáneo con los pavovatios generados por el actual Presidente de la República, quien hizo mención específica del equipo en una de sus más fastidiosas alocuciones la misma noche del descalabro.

Hugo Chávez refería a los asistentes a otro acto más, el martes de esta semana, que había sido llamado por Evo Morales—«Me llamó Evo»—pero también por Fidel Castro, con quien estuvo hablando de béisbol. Según Chávez, Fidel le invitó a ligar para que los equipos que disputasen la final del Campeonato Mundial fueran precisamente Venezuela y Cuba, y que así se redujera el asunto a una disputa amistosa e interior de las novenas del «Eje del Mal». (Pensándolo bien, es harto probable que se tratara en este caso de pava importada desde Cuba. No muchos estarían dispuestos a sostener que el autócrata caribeño es un amuleto de la buena suerte).

Pero es que la referencia hecha por Chávez intentó ser una distracción, luego de una evidentísima laguna en su disertación. Se encontraba hablando—en tono épico, por supuesto—acerca de algo que harían «nuestros descendientes» dentro de doscientos años, cuando el flujo de sus palabras se detuvo repentinamente, perdido el hilo—o maraña—de sus divagaciones, que en vano trató de recobrar con ineficaces miradas a las notas que tenía ante sí sobre el podio. Largos y embarazosos momentos marcaron la grave dislexia presidencial.

Es posible, digo, que por los numerosos y dispersos ríos de su discurso, una incómoda asociación le haya dominado. La conciencia de que, a fin de cuentas, el nuevo caballo de la heráldica patria es en realidad un equino derechista. Después de que la Asamblea Nacional hubiera procedido augustamente a tranquilizar las dudas veterinario-anatómicas de la menor hija del Presidente, y la ley prescribiese un corcel curado de tortícolis mirando hacia la izquierda del observador, alguien ha podido informar, con gran imprudencia de su parte, que el lado hacia donde ahora corre el corcel patrio es, en verdad heráldica, la derecha. Y esta constatación de futilidad, después de tan arduo esfuerzo legislativo, ha podido recordar al mandatario cómo fue que a comienzos de su gobierno nombraba a cada rato un librito llamado El oráculo del guerrero, hasta que Boris Izaguirre le explicase que esa glorificada bobería funcionaba, en realidad, como santo y seña homosexual. Y es que cosas así son capaces de romper la ilación del más articulado de los discursos.

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