Una larga cita antes de entrar en materia:
Intervenir la sociedad con la intención de moldearla involucra una responsabilidad bastante grande, una responsabilidad muy grave. Por tal razón, ¿qué justificaría la constitución de una nueva asociación política en Venezuela? ¿Qué la justificaría en cualquier parte?
Una insuficiencia de los actores políticos tradicionales sería parte de la justificación si esos actores estuvieran incapacitados para cambiar lo que es necesario cambiar. Y que ésta es la situación de los actores políticos tradicionales es justamente la afirmación que hacemos.
Y no es que descalifiquemos a los actores políticos tradicionales porque supongamos que en ellos se encuentre una mayor cantidad de malicia que lo que sería dado esperar en agrupaciones humanas normales.
Los descalificamos porque nos hemos convencido de su incapacidad de comprender los procesos políticos de un modo que no sea a través de conceptos y significados altamente inexactos. Los desautorizamos, entonces, porque nos hemos convencido de su incapacidad para diseñar cursos de acción que resuelvan problemas realmente cruciales. El espacio intelectual de los actores políticos tradicionales ya no puede incluir ni siquiera referencia a lo que son los verdaderos problemas de fondo, mucho menos resolverlos. Así lo revela el análisis de las proposiciones que surgen de los actores políticos tradicionales como supuestas soluciones a la crítica situación nacional, situación a la vez penosa y peligrosa.
Pero junto con esa insuficiencia en la conceptualización de lo político debe anotarse un total divorcio entre lo que es el adiestramiento típico de los líderes políticos y lo que serían las capacidades necesarias para el manejo de los asuntos públicos. Por esto, no solamente se trata de entender la política de modo diferente, sino de permitir la emergencia de nuevos actores políticos que posean experiencias y conocimientos distintos.
Los párrafos precedentes son los iniciales de un «borrador» de «documento base», preparado para alimentar un «congreso para la formación de una nueva asociación política» en Venezuela que pretendió tener lugar en 1985. El tal congreso jamás se celebró, aun cuando el documento, redactado en febrero de ese año, llegó a un considerable número de personas, que en general lo encontraron adecuado. Entre ellas estuvieron: Allan Randolph Brewer-Carías, Gustavo Julio Vollmer, Eduardo Fernández, Alberto Quirós Corradi, Rafael Tudela, Aníbal Latuff, Diego Bautista Urbaneja, Carlos Blanco, Luis Matos Azócar, Pedro R. Tinoco hijo, Moisés Naím, Ramón Piñango, Henry Gómez Samper, Alberto Zalamea, Joaquín Marta Sousa, José Rafael Revenga, Frank Alcock Pérez-Matos, Gustavo Antonio Marturet, Alonso Palacios, Andrés Sosa Pietri, Marco Tulio Bruni Celli, Arturo Úslar Pietri, Eduardo Quintero Núñez, Heinz Sonntag, Eloy Anzola Etchevers, Hans Neumann, Marcel Granier, Gustavo Tarre Briceño, Miguel Henrique Otero, Henrique Machado Zuloaga, Corina Parisca de Machado, José Antonio Olavarría, Ricardo Zuloaga, Maxim Ross, Alberto Krygier, Arturo Sosa, Reinaldo Cervini, Philippe Erard, Eduardo Quintana Benshimol, Ariel Toledano, Horacio Vanegas, Edgar Dao, Carlos Zuloaga, Ignacio Andrade Arcaya, Gustavo Roosen, Frank Briceño Fortique, Aníbal Romero, Ignacio Ávalos, Francisco Aguerrevere, Thaís Valero de Aguerrevere, Luis Ugueto Arismendi, Sebastián Alegrett, Andrés Stambouli, Gerardo Cabañas, Elías Santana, Edgar Dao, Arturo Ramos Caldera, Alonso Palacios.
Sólo tres entre los nombrados hicieron muy moderados comentarios críticos. Dos de ellos para opinar que la caracterización de los actores políticos convencionales—léase partidos de la época—era excesivamente dura; otro para advertir que todavía había «AD y COPEI para mucho rato». Tan sólo ocho años más tarde AD y COPEI eran derrotados por el «chiripero» de Caldera y a los trece el chavismo hacía su aparición para acabar con la hegemonía bipartidista a la que estábamos acostumbrados.
Pero, en general, el diagnóstico acerca de la incapacidad estructural de los partidos y sus líderes para entender el proceso venezolano y responder eficazmente a él, contó con aceptación entre quienes recibieron y leyeron el documento. Éste postulaba que tal insuficiencia política era de origen paradigmático. No pretendía explicar la ineficacia política a partir de la hipótesis de que el Comité Ejecutivo Nacional de Acción Democrática o el Comité Nacional de COPEI se reuniesen semanalmente para despachar, como primer punto del orden del día, la siguiente interrogante: «¿Cómo vamos a fregar a los venezolanos hoy?» En cambio, presumía que la incapacidad de obtener soluciones eficaces a nuestros problemas públicos de parte de los actores políticos convencionales se debía a su «esclerosis paradigmática», a que a partir de su comprensión tradicional de la política, independientemente de sus buenas intenciones, ya no podían salir tratamientos pertinentes o bastantes.
………
Lo anteriormente expuesto vino a mi recuerdo al escuchar un rechazo a la proposición de elecciones primarias para obtener un candidato unitario que oponer a Hugo Chávez. El rechazo, proferido de labios de un político antiguamente destacado—su actual actividad pública no es política—estaba montado sobre dos líneas argumentales. La primera ya ha sido expuesta por distintos comentaristas y políticos y comentada en esta publicación: que unas primarias suscitarían una agresión inconveniente entre opciones candidaturales y agrupaciones políticas de oposición, cuya unidad sería necesaria. En conexión silogística algo dudosa ofreció el ejemplo de la candidatura Álvarez Paz en 1993, surgida de elecciones primarias en el seno del partido COPEI.
Se le observó, por supuesto, que la derrota de Álvarez Paz a manos de Caldera no tenía que ver con el método de su postulación, sino con su idoneidad como candidato en sí. Es decir, perdió las elecciones porque ni su figura ni su campaña fueron suficientes. Pero, como digo, tal cosa está sólo débilmente conectada con la creación de animosidades insalvables y funestas, que condenarían a muerte a una candidatura que emergiera de una elección primaria. Este peligro puede ser conjurado con facilidad: al estilo del Pacto de Punto Fijo, los participantes en unas elecciones primarias pueden acordar el apoyo ulterior al candidato que venza en ellas.
La más llamativa de sus razones para oponerse, sin embargo, fue una de esas frases que se ofrecen sumariamente y en tono lapidario: que la idea de la primaria es «otra de esas cosas de la antipolítica». Punto. No había necesidad de explicar más nada luego de que bajase la definitiva guillotina retórica. Magister dixit.
No se aprende. La teoría que subyace al dictum precedente es algo como esto: la política es una actividad que debe ser hecha por políticos, por los que saben de eso. (Por ejemplo, «Político que no negocia no es político»).
El punto está en que, según su interpretación, la política es meramente una lucha por el poder, el que una vez alcanzado debe emplearse en la conciliación de intereses dispersos en el seno de la sociedad. Esto es, que el arte terapéutico de la política se compone del protocolo polémico, por un lado, y por el otro del protocolo opuesto de la conciliación. Quienquiera insistir que la política debe entenderse como la actividad de resolver problemas de carácter público no será un político, en tal interpretación. Quien ose criticar a los políticos convencionales es un antipolítico que busca subvertir el «orden natural» de las cosas.
En verdad, la antipolítica consiste en negar a la política, pero esta connotación no puede aplicarse en propiedad a quienes consideren la política necesarísima y absolutamente importante, pero creen que puede ser hecha de otra forma, desde otro paradigma.
No basta, naturalmente, criticar a los políticos de paradigmas obsoletos. El documento citado al comienzo incluía luego las siguientes precisiones:
«No basta, sin embargo, para justificar la aparición de una nueva asociación política la más contundente descalificación de las asociaciones existentes. La nueva asociación debe ser expresión ella misma de una nueva forma de entender y hacer la política y debe estar en capacidad de demostrar que sí propone soluciones que escapan a la descalificación que se ha hecho de las otras opciones. En suma, debe ser capaz de proponer soluciones reales, pertinentes y factibles a los problemas verdaderos.
No debe entenderse por esto, sin embargo, que tal asociación pretenda conocer la más correcta solución a los problemas. Tal cosa no existe y por tanto tampoco existe la persona o personas que puedan conocerla. Ningún actor político que pretenda proponer la solución completa o perfecta es un actor serio.
Siendo las cosas así, lo que proponga un actor político cualquiera siempre podrá en principio ser mejorado, lo que de todas formas no necesariamente debe desembocar en el inmovilismo, ante la fundamental y eterna ignorancia de la mejor solución. Más todavía, una proposición política aceptable debe permitir ser sustituida por otra que se demuestre mejor: es decir, debe ser formulada de modo tal que la comparación de beneficios y costos entre varias proposiciones sea posible.
De este modo, una proposición deberá considerarse aceptable siempre y cuando resuelva realmente un conjunto de problemas, es decir, cuando tenga éxito en describir una secuencia de acciones concretas que vayan más allá de la mera recomendación de emplear una particular herramienta, de listar un agregado de estados deseables o de hacer explícitos los valores a partir de los cuales se rechaza el actual estado de cosas como indeseable. Pero una proposición aceptable debe ser sustituida si se da alguno de los siguientes dos casos: primero, si la proposición involucra obtener los beneficios que alcanza incurriendo en costos inaceptables o superiores a los beneficios; segundo, si a pesar de producir un beneficio neto existe otra proposición que resuelve más problemas o que resuelve los mismos problemas a un menor costo.
En ausencia de estas condiciones para su sustitución, la política que se proponga puede considerarse correcta, y dependiendo de la urgencia de los problemas y de su importancia (o del tiempo de que se disponga para buscar una mejor solución) será necesario llevarla a la práctica, pues el reino político es reino de acción y no de una interminable y académica búsqueda de lo perfecto.
Pero es importante también establecer que no constituyen razones válidas para rechazar una proposición la novedad de la misma (‘no se ha hecho nunca’) o la presunción de resistencias a la proposición. Por lo que respecta a la primera razón debe apuntarse que una precondición de las políticas aceptables es precisamente la novedad. Respecto a la existencia de resistencias y obstáculos hay que señalar que eso es un rasgo insalvable de toda nueva proposición. El que las resistencias y los obstáculos hagan a una proposición improbable no es una descalificación válida, puesto que, como se ha dicho, ‘El trabajo del hombre es precisamente la negación de probabilidades, la consecución de cosas improbables’.
Toda proposición política seria, y muy especialmente la que pretenda emerger por el canal de una nueva asociación política deberá estar dispuesta a someterse a un escrutinio y a una crítica comparativa que se conduzcan con arreglo a las normas descritas más arriba. La ‘objetividad’ política sólo se consigue a través de un proceso abierto y explícito de conjetura y refutación, pero jamás dentro de un ámbito en el que lo pautado es el silencio y el acatamiento a ‘líneas’ establecidas por oligarquías, o en el que se confunde la legitimidad política con la mera descalificación del adversario».
¿Es eso acaso una «antipolítica»? ¿No es hora de volver a intentar, en vista de tanta cosa, en vista de tanto fracaso de «los políticos», lo que hace veintiún años resultó imposible?
LEA
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