Fichero

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Luego de la transición inaugurada por el liderazgo de Miguel Gorbachov en la antigua Unión Soviética y el desplome de su sistema, dramáticamente emblematizado por la caída del Muro de Berlín, una optimista predicción se apoderó de muchos analistas, entre quienes descollaba Francis Fukuyama. El mundo todo adoptaría la economía de mercado y revestiría el ropaje de la democracia. Más aún, los Estados Unidos debieran ser los líderes de esta gran transformación.

El Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, por destacar una institución fundada sobre tales premisas, es «una organización educativa sin fines de lucro dedicada a unas pocas proposiciones fundamentales: que el liderazgo americano es bueno tanto para América como para el mundo; y que tal liderazgo requiere fuerza militar, energía diplomática y compromiso con los principios morales». En la redacción precedente, por supuesto, los términos americano y América son apropiados para el uso exclusivo de los estadounidenses.

Un connotado miembro de esa asociación es el politólogo Joshua Muravchik, investigador residente del American Enterprise Institute for Public Policy Research. En 1991 Muravchik publicó un artículo en la revista del instituto bajo el título El avance de la causa democrática, en el que expone su fe en los principios ya esbozados. Los párrafos iniciales de ese artículo componen la Ficha Semanal #94 de doctorpolítico. En ellos intenta refutar a quienes consideran poco realista o probable una difusión planetaria de las formas políticas democráticas.

El punto de vista adoptado por Muravchik es típicamente centrado en la perspectiva de los Estados Unidos. Pudiera tenérsele por moderado, pues es posible sostener sus convicciones sin alcanzar el radicalismo de quienes piensan que la democracia no sólo debe ser objeto de propaganda y evangelización, sino impuesta a sangre y fuego. No deja de llamar la atención, sin embargo, la priorización de los requerimientos para un supuestamente deseable liderazgo mundial de los Estados Unidos: primero la fuerza militar, después una diplomacia enérgica, de últimos los principios morales.

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Mundialismo democrático

La Guerra Fría ha terminado. No fue ganada con la fuerza de las armas o la habilidad de los diplomáticos, sino en virtud del poder de las ideas democráticas en las que se sustenta el sistema de gobierno estadounidense, y por el fracaso de la idea comunista. Los EUA deben trabajar ahora en el fomento de la causa democrática. Aun cuando la exportación de la democracia nunca ha sido fácil, será menos difícil a raíz de la disolución del comunismo. Hay por lo menos tres razones importantes para procurar que aquélla se siga propagando.

La primera es la solidaridad con el resto de la humanidad. La democracia no hace felices a todos, pero cumple su promesa de permitir, según la brillante frase de los padres fundadores de los EUA, «la búsqueda de la felicidad». Algunos nunca encuentran la felicidad, por mucha libertad que tengan para buscarla, pero logran hallarla más personas cuando cada una la busca por su cuenta, que cuando el camino es definido por otros.

La segunda razón es que, cuanto más democrático sea el mundo, tanto más amigable será el entorno para los EUA. Es verdad que algunos gobiernos democráticos han sido molestos para los estadounidenses, pero ninguno de ellos ha sido nunca su enemigo.

La tercera razón es que, cuanto más democrático sea el mundo, tanto más probable será que viva en paz. La investigación ha demostrado que casi nunca habido guerras entre las democracias del mundo moderno.

También es conveniente para los EUA ser abogados de la democracia, aun prescindiendo de las ventajas que implica la creación de un mundo más democrático, porque el desempeño de este papel le permite obtener el respaldo de un crecido número de personas, dentro y fuera de sus fronteras, para sus acciones políticas.

Sin embargo estos argumentos pierden fuerza si, como creen algunos, no hay posibilidades prácticas de propagar más la democracia. Si ésta sólo puede florecer en países ricos, occidentales o de habla inglesa, como se ha dicho a veces, entonces ya se ha difundido hasta sus últimos límites. Sería inútil esforzarse por su mayor difusión.

Los escépticos de las perspectivas de la democracia pertenecen a todos los matices del espectro político, y su voz se puede oír tanto en textos académicos como en debates sobre el tema. He aquí, por ejemplo, la opinión del académico liberal Robert Dahl, de la Universidad Yale, cuando comentó la política de los EUA en América Central en 1984: «Gran parte de la polémica sobre Centroamérica se ha basado en una suposición cuya inexactitud resulta cada día más patente: que todos los regímenes no democráticos de la región se pueden transformar en democracias, mediante la asistencia de los EUA… Empero, la verdad es que esas naciones… probablemente no lograrán crear instituciones democráticas estables en un largo período por venir… Es una realidad desagradable, quizá incluso trágica, que las condiciones más favorables para el desarrollo y mantenimiento de la democracia no existan en gran parte del mundo o que, en el mejor de los casos, sólo se presenten en forma muy débil».

Un académico más conservador, el latinoamericanista Howard Wiarda, expone un argumento similar: «Dudo que sea posible exportar la democracia al estilo estadounidense. En América Latina hay rutas alternativas legítimas hacia el poder, al margen de las elecciones, y con frecuencia la legitimidad de la democracia misma es tenue. En segundo lugar, los latinoamericanos por tradición han sentido la democracia en forma diferente que nosotros».

El argumento expuesto por Dahl acerca de América Central y por Wiarda en el caso de América Latina, se ha aplicado en forma más amplia. El comentarista conservador Irving Kristol, editor de la revista Public Interest, dijo: «En nuestras declaraciones de política exterior, no fingiremos que existe la posibilidad de que la democracia conquiste al mundo en el futuro. El mundo no es así… Las condiciones para que pueda haber democracia son complejas: (se requieren) ciertas tradiciones (y) actitudes culturales vigorosas».

Las opiniones de Kristol no son muy diferentes de las que expresó el politólogo Robert Packenham, de la Universidad Stanford, quien se describe a sí mismo como exponente de la escuela «revisionista» de izquierda, en materia de interpretación histórica. Es probable que él concuerde con Kristol en pocos temas más. Packenham escribió: «Las probabilidades de la democracia liberal en la mayoría de los países del Tercer Mundo no son muy grandes en el futuro previsible, y la factibilidad de que los Estados Unidos puedan apoyar de modo efectivo la causa de la democracia, por medio de la acción directa, es quizá aún menor. El intento de fomentar el constitucionalismo liberal carece de realismo, desde el punto de vista de la factibilidad, y es etnocéntrico desde la óptica de la deseabilidad».

Sean de izquierda o de derecha, todos los escépticos de la democracia hablan en términos de sabiduría y experiencia, cuando refutan el entusiasmo juvenil de los mundialistas democráticos. Esos escépticos señalan en particular el historial de las numerosas naciones creadas en el período de descolonización, después de la Segunda Guerra Mundial. Casi todas nacieron dotadas de constituciones democráticas, pero la democracia no arraigó en ellas.

A pesar de sus pretensiones de empirismo desapasionado, los escépticos tienden a ser dogmáticos. Pasan por alto un cúmulo de hechos que contradicen sus tesis. Alemania e Italia no son países anglosajones; Japón no es una nación occidental y, desde luego, la India no es un país rico. Sin embargo, la democracia florece en todos ellos. Es verdad que muchas naciones pobres y no occidentales no son democráticas. Es cierto que la democracia no se alcanza con facilidad y que a menudo ha sido destruida. Pero esto no demuestra la veracidad del argumento de los escépticos, cuando afirman que la democracia es prácticamente imposible fuera del Primer Mundo. No es necesario creer que la democracia universal se pueda lograr fácilmente, para convencerse de que los ejemplos de Japón y la India demuestran la sensatez de trabajar para el fomento de la democracia en países pobres, ajenos a Occidente.

A veces los escépticos aducen que Japón, o alguna otra democracia no occidental o de evolución tardía, no tiene una auténtica democracia. Señalan que la política japonesa ha estado dominada por un solo partido desde hace largo tiempo, con divisiones faccionales que no se basan en la ideología sino en la personalidad.

De acuerdo con este argumento, los críticos refutan a los mundialistas democráticos desde criterios opuestos. Dicen a menudo que es absurdo esperar que otras sociedades adopten o imiten las estructuras estadounidenses, pero ningún comentarista serio recomienda que la democracia al estilo de los EUA sea reproducida con todos sus detalles. (Los intentos que se hicieron hace 40 años para imponer un federalismo de estilo estadounidense en Japón, a pesar de la unidad jurídica y la homogeneidad étnica de esa nación, pronto tuvieron que ser descartados). Después los mismos críticos cambian de posición y se oponen a que Japón sea citado como un ejemplo de democracia asiática, alegando que sus estructuras son tan diferentes de las estadounidenses, que no se les puede llamar democráticas.

No nos debe sorprender que los japoneses tengan una democracia a su propio estilo y no al estilo estadounidense. Eso es precisamente lo que deben tener. Sus facciones personalistas y la insistencia en la lealtad y la jerarquía son un reflejo de la cultura japonesa. El sistema conserva los rasgos esenciales de la democracia, a saber: los principales funcionarios del gobierno son seleccionados por medio de elecciones abiertas y competitivas, realizadas con honradez, y los ciudadanos tienen derecho de oír un discurso político sin cortapisas y de participar en él. Estas características son la base de lo que los mundialistas democráticos desean universalizar. El hecho de que sea posible alcanzarlas dentro de multitud de formas jurídicas y convencionales no sólo es tolerable, sino deseable.

Joshua Muravchik

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