Cartas

Era el año de 1963. Dominaban la agenda política del país las elecciones que determinarían el sucesor de Rómulo Betancourt en la Presidencia de la República, que a la postre resultó ser Raúl Leoni. Esta candidatura, sin embargo, no levantaba adeptos en número apreciable entre los estudiantes de la Universidad Católica Andrés Bello, remanso de relativa paz si se la comparaba con la agitada actividad política de la Universidad Central de Venezuela, o la de Los Andes, en las que el suscrito había cursado antes de recalar en la esquina de Jesuitas, para estudiar Sociología en la escuela fundada por Arístides Calvani. En el seno de la UCAB sólo existían, para propósitos prácticos, los estudiantes afiliados al Partido Social Cristiano COPEI y sus simpatizantes, y quienes adherían a una ideología liberal (o neoliberal), que presentaban candidatos a los centros de estudiantes y a su federación bajo la denominación de Plancha 2. (COPEI presentaba los suyos en la Plancha 4). Por tal razón, era muy difícil conseguir aquel año en «la Católica» partidarios de otro candidato que no fuera Rafael Caldera Rodríguez o Arturo Úslar Pietri.

Mi amiga Clementina me escuchó a prudente aunque no tan discreta distancia una mañana de 1963, mientras yo hacía observaciones críticas de la campaña verde a un compañero copeyano. Como éste, creo recordar, no fue capaz de refutar mi argumentación, Clementina se puso a su vez en plan de catequesis uslarista. Estaba muy involucrada a favor de «la campana»—ítem notable de la campaña de Úslar—y razonó que «el enemigo de su enemigo» sería «su amigo», y al concluir el debate con nuestro verde compañero se me encimó, invitándome entusiasmadamente a que me sumara al esfuerzo por la elección del gran humanista, creyéndome mango bajito.

En un minuto Clementina quedó decepcionada, pues habré enumerado tres o cuatro razones por las que los planteamientos de Úslar no me convencían. Muy confundida, al no poder ubicarme, quiso saber si era partidario de Leoni, el peligroso izquierdista o, peor aún, comunista, lo que preguntó sin creer ella misma en la posibilidad de esta última posición disponible. Alguna musa me inspiraría, pues le contesté: «Clementina, yo soy un extremista del centro».

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Cuarenta años después el país estaba muy marcada y agresivamente polarizado. A comienzos de 2003 todavía no había cesado el paro petrolero contra Chávez, y no hacía nada de los acontecimientos del anterior abril, con sus muertes, sus golpes y sus contragolpes. Fue a ese escenario de crispada división que se presentó en Venezuela William Ury, el apóstol del «Tercer Lado», traído de la mano por James Carter, con quien había gestado la fundación de la Red Internacional de Negociación, que procura desactivar guerras civiles en el mundo. (Ury fue asimismo cofundador del Programa de Negociación de la Universidad de Harvard, y para el momento de su visita a nuestro país ya había mediado, entre otros conflictos, en los étnicos de la esfera rusa y en la antigua Yugoslavia).

De su experiencia traía datos enervantes: las guerras de hoy en día, a diferencia de las clásicas, se caracterizan porque nueve de cada diez muertes son de civiles ajenos a la confrontación. Dos bandos extremos involucran en sus combates a una comunidad general, el tercer lado, la que no participa en el conflicto sino para ser la parte más afectada, injustamente. Por esto el récipe de Ury es casi una verdad de Perogrullo: es preciso fortalecer el tercer lado para lograr la paz.

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Por la misma época los analistas políticos y los estudios de opinión pública registraban un amplio componente de nuestra población—el más nutrido—al que comenzaron a llamar «Ni-Ni», y que en cabeza de los ultrosos de lado y lado merecerían el desprecio. No estaban ni a favor de Chávez ni a favor de la oposición que hasta ese entonces se le había enfrentado.

En razón de estos registros ciertas voces lúcidas indicaron un camino similar al prescrito por Ury. El sociólogo José Antonio Gil, por ejemplo, comenzó a decir desde hace ya tres años que los «Ni-Ni» buscaban, en realidad, «un promedio».

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La más primitiva de las anatomías políticas distingue las posturas ideológicas en una dicotomía: izquierda y derecha. Independientemente de si conocemos el uso técnico de estos términos, una larga exposición a ellos ha permitido que todos tengamos una idea de lo que significan. El izquierdista es alguien que tiende a privilegiar a los pobres, a los trabajadores, y procura oponerse al statu quo cuando actúa en una sociedad en la que el poder es controlado por sectores pudientes de la población. El derechista, por lo contrario, pugna por las mayores libertades para la empresa privada, y por la conservación del «orden establecido».

Esta distinción no deja de ser natural. Hay quienes por temperamento son gente más bien conservadora, prudente, desconfiada de los cambios. Del otro lado hay quienes procuran el cambio de lo existente, partidarios de la revolución. (Ambos polos corresponden a la división funcional observable en el sistema nervioso autónomo—no controlado por el cerebro, o sistema nervioso central—que comprende un sistema «simpático» y uno opuesto, el «parasimpático». Las estructuras nerviosas simpáticas, por ejemplo, aceleran el ritmo cardiaco y la frecuencia respiratoria; las parasimpáticas, por lo contrario, deprimen ambas funciones. Las sustancias químicas transmisoras de ambos sistemas—adrenalina, de un lado; acetilcolina, del otro—son antagonistas biológicos. A pesar de esta contradicción, es su dinámica coexistencia lo que permite una fisiología equilibrada).

Por esto conseguimos sociedades que se bastan con un sistema político bipartidista: la división entre conservadores y liberales en Colombia, por supuesto, o la más conocida de republicanos y demócratas en los Estados Unidos.

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Pero en el fondo la distinción entre una izquierda y una derecha políticas es una descripción en gran medida obsoleta. Se trata de categorías de la Revolución Industrial, que en mucho siguen la comprensión marxista de la sociedad y de la historia, que las entiende como producto de una lucha de clases. Esto es, la lucha de poseedores y desposeídos, que a lo largo de la historia se habría escenificado entre patricios y plebeyos o esclavos, entre señores y siervos, y que modernamente, con el advenimiento de la industrialización, se ha dado entre patronos (capitalistas) y proletarios (obreros).

Ahora bien, ya hace rato que los observadores del cambio social han proclamado la aparición de una «Tercera Ola» (después de la primera agrícola y la segunda industrial), de una era «post-industrial», y en verdad asistimos a una eclosión de nuevos roles económicos que no se ajustan a la dicotomía de la «cuestión» o «problema social moderno». (Decidir cómo debe repartirse el producto total de una comunidad nacional: con privilegio de los capitalistas o de los trabajadores). Esta nueva civilización de la información revienta los primitivos esquemas.

Además, a la fácil e inexacta dicotomía patrono-obrero—razón de ser de las «comisiones tripartitas», en las que un gobierno-árbitro se introduce en medio de la Confederación de Trabajadores de Venezuela y Fedecámaras—subyace la noción fundamental de la Realpolitik: que la política es esencialmente una actividad de combate.

He allí los dos componentes fundamentales del paradigma político prevaleciente: la dicotomía izquierda-derecha y la concepción agónica de la política. Ambas cosas han sido sobrepasadas por las nuevas realidades sociales, pero ambas, y el paradigma convencional que conforman, son ideas que se niegan a dejar el paso a otras más exactas y pertinentes.

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La política de poder—Realpolitik—debe ser sustituida por una política clínica, practicada profesional y responsablemente sobre sociedades de anatomías más ricas, más complejas, que una elemental de cabeza (gobierno), tronco (empresarios) y extremidades (obreros). Ésta está bien para contestar cómo se divide el cuerpo humano en cuarto grado de educación primaria, ya no para hacer una medicina seria que tome en cuenta la profusa complejidad de fisiologías superiores.

Y también debe abandonarse la distinción de izquierda y derecha. El empleo de términos no es un ejercicio neutro. Cuando usamos conceptos como izquierda y derecha, a la larga terminamos de creer que las sociedades se atienen a nuestras categorías terminológicas, y así la gramática determina la sociología.

Naturalmente, la superación de la obsoleta diferencia de izquierda y derecha implica un cambio de paradigma, y de suyo los desplazamientos paradigmáticos son tanto laboriosos como dolorosos. Aquélla no se resolverá con un triunfo de la derecha—Bush—o uno—Chávez—de la izquierda, sino con un salto a otro lenguaje político que se superponga a las viejas discriminaciones. La solución al actual problema político venezolano no pasa por la sustitución de una «izquierda mala»—Chávez—por una «izquierda buena»—Petkoff—pero tampoco por una derrota de la izquierda chavista a manos de Rafael Alfonzo o Marcel Granier como adalides de un partido de derecha.

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Pero mientras se produce la sustitución de un paradigma esclerosado, exacerbado por la decimonónica opción izquierdista del gobernante actual, impulsor a ultranza, a sus últimas consecuencias, de un esquema de política como lucha o polémica, habrá todavía que hablar con palabras conocidas. ¿Qué tal una oferta de centro?

El respetado encuestador Eugenio Escuela incluyó una pregunta muy interesante en su estudio de la opinión pública venezolana de mayo de este mismo año 2006. (Levantamiento de datos entre el 6 y el 13 del mes pasado). Se preguntó a los entrevistados: «¿Usted se considera una persona de…?» Las opciones eran: extrema izquierda, izquierda, centro-izquierda, centro, centro-derecha, derecha, extrema derecha.

Bueno, un 30% de los encuestados optó por no contestar o decir que no sabía. Pero los que contestaron se distribuyeron en lo que se asemeja mucho a una curva de Gauss, a una distribución estadística «normal». De los que escogieron una ubicación, 1,03% dijo ser de extrema izquierda y 2,29% de extrema derecha; 8,69% se ubicó en la izquierda y 9,26% en la derecha; 14,42% se apostó en posición de centro-izquierda y 14,06% en centro-derecha. ¡Cincuenta coma veinticinco por ciento en el mero centro! (Respecto del universo total: extrema izquierda, 0,72%; extrema derecha, 1,60%; izquierda, 6,07%; centro-izquierda, 10,07%; centro-derecha, 9,82%, centro, 35,10%).

¿Será lo adecuado presentar una oferta que, entendiéndose a sí misma como trascendente de la vieja dicotomía izquierda-derecha, pueda ser comprendida por los electores como de centro? ¿Y será el candidato correcto ese caballero desconocido que responde al maracaibero nombre de Ninguno Nosabe Nocontesta? LEA

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