Fichero

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A fines del año de 1962, Don Adolfo Bueno planteaba—en Monteávila, una de las primeras casas del Opus Dei en Caracas—una tertulia sobre tema respecto del que disertaría: ¿existe una filosofía cristiana? El padre Bueno optó por producir de entrada un impacto de gran efecto retórico: al saber que ya la audiencia le esperaba en sus asientos, entró al recinto precedido de dos asistentes, que a duras penas cargaban entre ambos una treintena de libros, y luego desplegaron colocándolos sobre una mesa de no menos de dos metros de longitud, tras la cual el conferencista se sentó parsimoniosamente para dirigirse al público. Entonces Don Adolfo enunció algunos de los títulos de los libros: Summa Theologica, Questiones Disputatae, Questiones Quodlibetale, todos de Santo Tomás de Aquino. Pero luego siguió con alguno de Guillermo de Ockham, otro de Gabriel Marcel, otro de Etienne Gilson, etcétera, para declarar con igual parsimonia y una irónica sonrisa: «Bueno, a juzgar por esta mesa, como que sí existe una filosofía cristiana».

No podían faltar en la colección transportada algunas obras del gran humanista cristiano y neotomista del siglo XX, Jacques Maritain. De hecho, ya en el curso de su discurso el padre Bueno dedicó amplio espacio a hablar de Maritain, el autor de Humanismo integral.

La Ficha Semanal #98 de doctorpolítico toma su título de un capítulo del libro Tres reformadores, de Jacques Maritain, que el autor dedica a un intenso examen de tres figuras de enorme influencia en la civilización occidental: Martín Lutero, René Descartes y Juan Jacobo Rousseau. El segundo de los capítulos de la parte consagrada al comentario de Rousseau se llama La soledad y la ciudad. (El Dr. Nazario Vivero me informa que el libro fue escrito en 1925, cuando Maritain aún sufría el ardor típico del recién converso, y que fue traducido al italiano en 1928 por nadie menos que el cardenal Montini, quien sería Secretario de Pío XII y más tarde él mismo el papa Paulo VI).

No puede caber duda de que El contrato social, de Rousseau, ha sido y es todavía uno de los libros más influyentes de Occidente. Rousseau postula una bondad prístina del hombre, que sería dañada e impedida por la vida en sociedad. La existencia social habría corrompido esa bondad original. Ergo, sería mejor vivir en soledad, según el autor del Emilio. Como esto no es posible, los hombres deben entrar en un pacto que les proteja del efecto deletéreo de la sociedad, y sea expresión de la volonté générale.

Maritain discute el punto, porque pudiera confundirse la soledad rousseauniana con la vida cristiana contemplativa, explicando la aberración de Rousseau por su condición biográfica, por su psicología de hombre físicamente impedido. (En verdad, es el mismo método que emplea al discutir a Lucero y Descartes, en cuyas determinaciones biográficas encuentra la causa de sus respectivas posturas).

Cabe aquí reconocer y agradecer al economista Rafael Peña Álvarez, quien me introdujera al triple ensayo de Maritain, y a quien debo devolver el libro.

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La soledad y la ciudad

«Amo profundamente en él al ‘paseante solitario’; detesto al teorizador»; esta frase de C. F. Ramuz, explica la atracción ejercida por Rousseau sobre muchas almas nobles, y la resonancia que hallará siempre, incluso en aquellos que le odian y están exentos de su psicopatía, pero siguen siendo hermanos suyos por el lirismo, «artesanos sensibles» como él. ¿Por qué esta simpatía? ¿Por los sueños, lágrimas, transportes, por el sentimentalismo aparatoso a lo Diderot? No; hablo de los líricos auténticos. ¿Por el genio agreste de un verdadero compañero de los bosques? ¿Por el frescor expositivo de un canto auténtico brotado del corazón de las soledades, por la pureza de un ritmo acordado sin artificio a los movimientos del alma, y que es la única parte en que Rousseau es realmente inocente? Esto, incluso es secundario. La verdadera razón es, como decía Ramuz, que antes de ser un teórico antisocial, Rousseau nació asocial; y que ha expresado de manera incomparable la condición de un alma creada así.

Los hombres respetan naturalmente a los anacoretas; comprenden por instinto que la vida solitaria es de por sí la más exenta de disminución y la más próxima a las cosas divinas. La fuga trágica del viejo Tolstoi en vísperas de su muerte, ¿no deriva principalmente de ese instinto?, ¿y tantas partidas y tantas salidas vagabundas? Quotiens inter homines fui, minor homo redii. [«Cada vez que estuve entre los hombres me volví menos humano». Tomás de Kempis, Imitación de Cristo. Nota de doctorpolítico]. En grados diversos, filósofos, poetas y contemplativos, todos los que hacen del intelecto su ocupación principal, saben demasiado bien que en el hombre la vida social no es la vida heroica del espíritu, sino el dominio de la mediocridad y a menudo de la mentira. Opresión de la contingencia y del disimulo, que los poetas y los artistas, por estar menos despegados de lo sensible, sufren más sensiblemente, aunque quizá no más cruelmente. Todos, sin embargo, necesitan vivir de la vida social, en la medida en que la vida social, en la medida en que la vida del espíritu debe emerger de una vida humana, racional, en el sentido estricto de la palabra.

La vida solitaria no es humana; está por encima o por debajo del hombre. Hay para el hombre un doble modo de vivir solitario; o bien aquel que no puede soportar la sociedad humana a causa del salvajismo de su natural, propter anime saevitiam («a causa de su despiadada disposición», nota de doctorpolítico), y éste es de orden bestial, o bien aquel que adhiere totalmente a las cosas divinas, y éste es de orden sobrehumano. «El que no tiene comunicación con otro—decía Aristóteles—es una bestia o un dios». (Santo Tomás, Sum. Theol., II-II, 118, 8, ad. 4). ¡Correspondencia de extremos! La bestia y el dios; el ser inquieto, que no es más que un fragmento del mundo, y el ser perfecto, que forma por sí solo un universo, viven una vida análoga, mientras que el hombre está entre ambos, a la vez individuo y persona. Genial y paranoico, poeta y demente, Rousseau mezcla y embrolla voluptuosamente la vida como bestialidad y la vida como inteligencia. Relegado por sus taras físicas a la vida solitaria, su ineptitud, por deficiencia morbosa, para el régimen social, unida a la inadaptación rebelde e inconforme, tratan de reanudar en su ánimo una adaptación dominadora: la del espíritu reservado para el mundo, como decía Anaxágoras a propósito del nous. (Mente o inteligencia. Nota de doctorpolítico). En su propia insociabilidad y en su anacoretismo de enfermo, nos ofrece una lírica imagen, tan brillante como perfecta, de los secretos requerimientos de nuestro espíritu.

Pero no olvidemos al teorizador. Convirtiendo el mal de su persona en regla de la especie, tomó la vida solitaria como una vida natural al ser humano. «El aliento del hombre es mortal para sus semejantes; esto es tan cierto en el sentido propio como en el figurado» (Émile, libro I), dice Rousseau. Por donde las inclinaciones esenciales de la naturaleza humana, y por consiguiente, las condiciones primordiales de la salud moral, exigen ese dichoso estado de soledad, que él imagina, proyectando sus propios fantasmas, como la perpetua fuga de animales soñadores y piadosos a través de los bosques, que después de haberse acoplado al azar de los encuentros, siguen su inocente vagabundeo. Tal es a sus ojos la vida divina.

Así, el desliz viene inmediatamente. El supra hominem ha caído en seguida en el bestiale, no sin perfumarlo con una efusión paradisíaca. El conflicto entre la vida social y la vida del espíritu se ha convertido en conflicto entre la vida social y el salvajismo—y al mismo tiempo, en conflicto entre la vida social y la naturaleza humana—. Se ha vuelto a la vez una oposición esencial, una antinomia cruel, absolutamente insoluble.

¿Qué dice, sin embargo, la sabiduría cristiana? Ella sabe bien que la vida, según el intelecto, conduce a la soledad, y que cuanto más espiritual es esta vida, más apartada es su soledad. Pero sabe también que esta vida es una vida sobrehumana, relativamente, en cuanto a las costumbres de la especulación racional; pura y simplemente, en cuanto a las costumbres de la contemplación en caridad. Es el término supremo a alcanzar, la última perfección, el punto final del crecimiento del alma. Y para que el hombre lo alcance, su movimiento debe cumplirse en medio humano. ¿Cómo llegar a lo sobrehumano sin pasar por lo humano? «Hay que considerar que el estado de soledad es el de un ser que debe bastarse a sí mismo; es decir, a quien nada falta; lo cual entra en la definición de lo perfecto; la soledad sólo conviene, pues, al contemplativo que ha llegado a la perfección, sea por la generosidad divina únicamente, como Juan Bautista, sea por la práctica de las virtudes. Y el hombre no podría ejercitarse en las virtudes sin la ayuda de sus semejantes; en cuanto a la inteligencia, para ser enseñado; en cuanto al corazón, para que las afecciones perjudiciales sean reprimidas por el ejemplo y la corrección de los demás. De donde se deduce que la vida social es necesaria para el ejercicio de la perfección y que la soledad conviene a las almas ya perfectas». (Santo Tomás, Sum. Theol., II-II, 188, 8).

Tal vez por eso, en los tiempos muy antiguos, los pueblos corrían al desierto para buscar sus obispos entre los eremitas… En definitiva, concluye Santo Tomás: «La vida solitaria, si es asumida según el orden debido, es superior a la vida social; pero si es asumida sin el ejercicio previo de esta vida, es peligrosa a más no poder, a menos que la gracia divina no haya venido a suplir, como en los bienaventurados Antonio y Benito, lo que en los demás se adquiere por el ejercicio».

Así, la soledad es la flor de la ciudad. Así, la vida social sigue siendo la vida natural del hombre, requerida por las más profundas exigencias de su especificidad; sus convenciones y sus miserias, las incomodidades y disminuciones que opone a la vida intelectual, toda la «plaisanterie» que chocaba tanto a Pascal, son deficiencias accidentales que sólo traducen la debilidad radical de la naturaleza humana, el tributo, a veces terrible de pagar, de un beneficio esencial; la vida social es la que conduce a la vida espiritual; pero la vida social misma, y en virtud precisamente de esta ordenación, pareja al movimiento por el que la razón está ordenada al acto simple de la contemplación, está ordenada a la vida solitaria, a la imperfecta soledad del intelectual y a la soledad perfecta, por lo menos, interior, del santo.

Jacques Maritain

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