Fichero

LEA, por favor

Hace unas semanas que nos dejara, luego de una larga enfermedad, el ingeniero petrolero falconiano Humberto Peñaloza. Poco antes, Doña Cecilia, su esposa y compañera de toda la vida, se le había adelantado. Son dos pérdidas irreparables.

Es muy difícil hacer un recuento medianamente justo de la trayectoria humana y profesional de Humberto Peñaloza. Uno de nuestros primeros y más brillantes ingenieros de petróleo, fue el fundador de la primera empresa petrolera íntegramente venezolana (privada), cuyas acciones podían ser, además, compradas por el público. (Mitó Juan). Su excelencia profesional lo llevó al directorio de Petróleos de Venezuela, en el que destacó con su mente analítica, siempre certera, y su pedagogía.

También es relativamente conocida su alegre pasión por las artes musicales y la cultura en general. Este entusiasmo fue evidentísimo en la promoción y fundación de la primera estación de frecuencia modulada en Venezuela, La Emisora Cultural de Caracas, que por largas décadas sostuvo a costa de grandes sacrificios.

Pero tal vez no se haya difundido tanto su labor de líder cívico, eternamente preocupado por la calidad de la vida política nacional. Estuvo, por ejemplo, entre los fundadores del Grupo de Electores Girasol, y escribió y publicó muchos textos siempre pertinentes y agudos. Rebuscando en los archivos pude encontrar un artículo que escribí para El Diario de Caracas—publicado el 23 de noviembre de 1998, a escasos trece días de la elección presidencial de ese año—en el que citaba al ingeniero Peñaloza. Es este artículo el contenido de la Ficha Semanal #99 de doctorpolítico, el que se reproduce acá como pálido y muy inadecuado homenaje a la memoria de Humberto. La cita de una de sus incisivas observaciones es botón de muestra que permite atisbar su estilo de asedio de los problemas, poco convencional y con frecuencia, por eso mismo, perturbador de conciencias tranquilas.

El año de 1998 alojó una buena cantidad de carreritas de última hora para impedir la elección de Hugo Chávez. Lo burdo de las mismas, en una sucesión de tiros por la culata, contribuyó a reforzar el triunfo de quien, doce meses antes, no pasaba de 7% de intención de voto según registraban las encuestas. Todavía en noviembre de 1998, luego de que el Congreso elegido en 1993 hubiese olvidado por todo el período el tema constitucional, había quien propugnaba la aprobación apresurada de una reforma general de la Constitución de 1961. Ése es el tema del artículo reproducido.

LEA

Humberto y su maestro

En la discusión, ya bastante larga pero poco fructífera, acerca del problema constitucional venezolano, los aportes argumentales tienden a centrarse casi exclusivamente sobre el punto de la necesidad o conveniencia de convocar una Asamblea Constituyente. Es decir, el problema queda casi reducido a la discusión acerca del mecanismo o procedimiento conveniente para dotarnos de un nuevo texto constitucional y poco se debate en materia de los contenidos mismos de la cuestión.

Debe reconocerse, por supuesto, que el actual Presidente de la República dirigió una Comisión Bicameral del Congreso para la reforma del texto constitucional de 1961, y que en ese trabajo, así como en el posterior—a raíz del estado de alarma congresional como consecuencia del 4 de febrero de 1992—es posible hallar algunas innovaciones que mejorarían en algo el funcionamiento del Estado venezolano. Pero aun estas posibles modificaciones se encontraron atascadas. No se ha hecho realidad lo expresado en el documento de campaña de Rafael Caldera («Mi Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela»): «El nuevo Congreso debe asumir de inmediato al instalarse, su función constituyente». (Dicho sea de paso, todo lo que en ese documento se refiere a acciones del Congreso de la República en materia constituyente o legislativa ordinaria es un evidente exceso, dado que el Poder Legislativo es independiente del Ejecutivo y, por tanto, mal puede prescribirse a los legisladores tareas en un texto que corresponde a la «intención» de quien para ese entonces aspiraba a la Presidencia de la República).

Ahora bien, en el transcurso del trabajo parlamentario (Comisión Oberto) de 1992, el número de proposiciones de enmienda o reforma creció de manera verdaderamente tumoral. El 29 de julio de 1992 Luis Enrique Oberto, Presidente de la Cámara de Diputados, remitía a Pedro París Montesinos un Proyecto de Reforma General de la Constitución (aprobado por los diputados el día anterior) y que contenía ¡103 artículos! (De hecho, la cantidad de modificaciones era muy superior a este número. Para dar un idea, tan sólo el Artículo 9º del proyecto de reforma aspiraba modificar el Artículo 17 de la Constitución vigente y para esto sustituía cuatro de sus ordinales por nuevas redacciones y además añadía quince ordinales adicionales).

Demasiados borrones

Antes de que tal proliferación constituyente llegara a su término, ya Humberto Peñaloza había advertido que algo estaba fundamentalmente viciado en el procedimiento. (El Ing. Peñaloza evocó a un maestro de su escuela primaria: si los alumnos le presentaban una «plana» con cinco errores o más no les admitía enmiendas y les obligaba a intentar el trabajo de nuevo). Así escribió, poco antes de que el proyecto de Oberto fuese concluido, en «Lo democrático es consultar a la ciudadanía»: «Si nuestra Constitución, con apenas 31 años de vigencia, requiere ya de noventa reformas para ‘perfeccionar’ materias que a todas luces deben ser modificadas a fondo, mejor es que la escribamos de nuevo, con nuevos enfoques y nuevas aproximaciones a las realidades del país y de su entorno geopolítico, económico, socio-cultural, militar, administrativo y ecológico. Tarea, eso sí, para nuevas mentalidades y nuevas escuelas de pensamiento».

Este punto de Peñaloza es crucial, porque si se admite que el problema no es de reforma a un texto, sino el de producir un texto nuevo, una nueva Constitución y no una modificación, por más amplia que ésta sea, al texto de 1961, entonces el Congreso de la República no está facultado para acometer esta tarea.

Veamos. La doctrina constitucional generalmente aceptada establece que el poder supremo dentro de un Estado como el venezolano es el del poder constituyente original, básico, o primario. Este poder constituyente no es otro que el del conjunto de ciudadanos de la Nación. Se trata de un poder absoluto, verdaderamente dictatorial: «El poder constituyente es un derecho natural que tiene todo pueblo, ya que este derecho viene a ser un aspecto de la soberanía del Estado, es una consecuencia del hecho mismo del nacimiento del Estado, y el pueblo, cuando se constituye en poder constituyente, no se encuentra vinculado a ninguna norma constitucional anterior, su única vinculación la tiene el hecho de ser pueblo libre y soberano, y, por eso, es un derecho perpetuo que sigue subsistiendo después de ser creada la constitución». (Esto escribe el Dr. Angel Fajardo en su «Compendio de Derecho Constitucional», Caracas, 1987).

Además de este poder original y supremo, no sujeto ni siquiera a la Constitución vigente ni a ninguna anterior, el Congreso de la República es un poder constituyente constituido, y limitado en su función reformadora en dos sentidos.

Es decir, el Congreso de la República tiene el papel principal, según lo dispuesto en la Constitución vigente, para enmendarla o reformarla, sujeto, en primer término, a la aprobación de una mayoría calificada de las asambleas legislativas estatales (en el caso de enmiendas) o del pueblo mismo en referéndum (en el caso de reformas).

Pero hay todavía una limitación más básica, como explica Angel Fajardo en la obra citada: «El órgano cuya función consiste en reformar la Constitución, es el denominado poder constituyente constituido, derivado, etc., y cuya facultad le viene de la misma Constitución al ser incluido este poder en la ley fundamental por el poder constituyente; de modo, que la facultad de reformar la Constitución contiene, pues, tan sólo la facultad de practicar en las prescripciones legal-constitucionales, reformas, adiciones, refundiciones, supresiones…; pero manteniendo la Constitución; no la facultad de dar una nueva Constitución, ni tampoco la de reformar, ensanchar o sustituir por otro el propio fundamento de esta competencia de revisión constitucional, pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es, él sólo tiene una función extraordinaria para reformar lo que está hecho, no para cambiar sus principios y aún menos para seguir un procedimiento distinto al establecido por el poder constituyente».

Impotencia congresional

Esto significa, repetimos, que de aceptarse la tesis de que se requiere una nueva constitución, el Congreso de la República no es el órgano llamado a producirla, puesto que excedería sus facultades. En este caso la única forma admisible de proveernos de una constitución nueva sería la de convocar una Asamblea Constituyente. Y entonces la convocatoria puede venir, o por lo menos el llamado, de cualquier miembro del poder constituyente originario, de cualquier ciudadano en pleno ejercicio de sus derechos políticos. El punto está en que le pongan atención, en el que acudan al llamado y, para esto, es necesario que quien convoque tenga algunos problemas resueltos.

Para estar claros. Puede argumentarse que la Constitución de 1961 estipula un mecanismo para la reforma general de la Constitución. (Un punto que en este momento es colateral, por cierto, es que la Constitución del 61, que permite la iniciativa de las leyes ordinarias a un cierto número de Electores niega la iniciativa de la reforma constitucional al propio Poder Constituyente). El procedimiento está pautado en el Artículo 246: «Esta Constitución también podrá ser objeto de reforma general…», etcétera. (Punto colateral dos: el procedimiento es engorrosísimo, y casi que pareciera diseñado para impedir o dificultar al máximo tales reformas generales. La iniciativa debe partir de una tercera parte de los miembros del Congreso—y no hay ninguna fracción elegida que sea la tercera parte del Congreso—o de la mayoría absoluta de las Asambleas Legislativas, consenso que no debe ser muy fácil de lograr. Pero antes de empezar a discutir el proyecto general soportado en alguna de esas dos formas, una sesión conjunta del Congreso deberá, por el voto favorable de las dos terceras partes, admitir la iniciativa. Sólo entonces podrá comenzarse a discutir por cualquiera de las Cámaras y seguir el procedimiento habitual para las leyes ordinarias. Es sólo después de que se apruebe la reforma en el Congreso que, por fin, se pide la opinión al pueblo, en referéndum que deberá ser convocado en la oportunidad que sea determinada por las Cámaras en sesión conjunta. Una verdadera carrera de obstáculos).

Así debe ser, se dirá, pues no se puede estar haciendo reformas generales a cada rato. Precisamente por eso se ha hecho tan difícil el procedimiento. El punto, en cambio es éste: el Congreso está facultado por la Constitución, para discutir y aprobar una reforma general de ella misma, y ¿no es acaso una constitución nueva el caso límite de una reforma general?

Este último reducto de los que se opondrían a la convocatoria de una Constituyente deja de tener validez en cuanto se argumente que una nueva constitución contendría nociones o previsiones cualitativamente diferentes a las de la constitución a sustituir, las que sería imposible obtener como transformación o modificación de artículos del texto antiguo. Si se trata de innovaciones en grado suficiente, mal puede hablarse de reforma y estaríamos enfrentando algo nuevo.

Luis Enrique Alcalá

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