CartasSiendo que Chávez tiene el mayor control del poder posible en Venezuela—político, militar, económico—una oposición al estilo cacical debe fracasar. Es un brujo, no un cacique, quien puede suceder a Chávez a corto plazo. (2006). No es otro «tío tigre» menor que pretenda discutirle la posición alfa a Tío Tigre en su manada. Es Tío Conejo.

Carta Semanal # 131 de doctorpolítico – 31 de marzo de 2005

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Después de completar seis «episodios» de su saga fílmica (La Guerra de las Galaxias) George Lucas se dejó de eso. El plan inicial contemplaba la realización de nueve películas, que comenzó extrañamente en 1977 con el cuarto episodio: A New Hope, que en el corazón de los aficionados es el mejor de todos. Fue este maravilloso filme el que creara un culto y una industria periférica de muñecos, calcomanías, armas de juguete y disfraces futuristas, alimentadores de una expectativa sobre los próximos episodios, tal como más recientemente cada libro y cada película de Harry Potter reavivan el hambre de lectores y cinéfilos, aparentemente insaciable.

Es la película inicial la que establece las líneas maestras de toda la intrincada historia. Un imperio maléfico está a punto de coronar su totalitario dominio sobre toda la galaxia, al que escapa, por ahora, un pequeño enclave republicano y democrático del que la princesa Leia es su líder. Es decir, la propia guerra asimétrica. La Estrella de la Muerte es la mortífera nave imperial que se aproxima inexorablemente hasta el planeta rebelde, en el que un último movimiento de resistencia está a punto de perecer. Desde aquí se lanza una oleada de interceptores y bombarderos con la esperanza de atinar en el único punto débil de la masiva y acorazada nave de guerra: un agujero por el que debe penetrar un misil explosivo hasta el corazón del monstruo. La tarea es endemoniadamente difícil: los aviones de ataque democráticos deben ingresar a toda velocidad en una trinchera estrecha de la superficie descomunal de la esfera y, mientras eluden la artillería enemiga y el más preciso y letal contraataque del mismísimo Darth Vader (escoltado por dos cazas), disparar un cohete en el instante exacto para que penetre por el vulnerable hueco. Es de conocimiento común en nuestra galaxia que Luke Skywalker logra la improbabilísima hazaña y desintegra así a la Estrella de la Muerte; claro está, con ayuda de «la Fuerza».

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En términos objetivos clásicos la dificultad de derrotar electoralmente a Hugo Chávez en 2006 es equivalente a la confrontada por Skywalker al final de Una Nueva Esperanza. El Darth Vader venezolano las tiene prácticamente todas consigo: no sólo tiene el control de todo el aparato estatal—desde el nivel nacional hasta el municipal en lo ejecutivo, y transversalmente en lo legislativo, judicial, electoral y el «poder ciudadano»—lo que incluye casi todo aparato represor—militar convencional y de reserva junto con lo policial (salvo unos pocos municipios)—sino por supuesto los recursos financieros públicos, que en el año electoral han sido presupuestados en nada menos que 85 billones de bolívares. (Más de cuatro veces, en bolívares corrientes, lo que manejara en su primer año de gobierno). Por si fuera poco, usará este poder desde una plataforma de apoyo electoral que oscila, según las encuestas, entre 45% y 60%—veinte o cuarenta puntos sobre su más cercano competidor—y, para coronar, ha adquirido una estatura mundial que, independientemente de su corrección, es superior a la de cualquier candidato emergido o emergente y a la de cualquier otro presidente venezolano de la historia, en verdad segunda sólo tras la de Bolívar. Si Chávez muriera mañana, habrá dejado un hondo y extenso recuerdo en el mundo entero, y una empatía global con su trayectoria y sus posturas se convertiría en una amplificación y diseminación de ellas. A Chávez hay que mantenerlo vivo.

No hay oponente que se acerque, ni con mucho, a tan ingente cantidad de poder real como la que tiene a su disposición. Y en un trámite electoral considerado desde el punto de vista clásico (desde el paradigma de Realpolitik, de pura política de poder) no hay nada que pueda oponerse a Hugo Chávez—cuyo único escrúpulo es el revolucionario; es decir, el de producir la disminución de quien se oponga a su poder porque su poder es el del pueblo—en 2006.

¿Cuál es el paradigma clásico? La política de poder es como una homeopatía política. Debo presumir que mi adversario hará trampa; tal cosa autoriza moralmente mi trampa, por aquello de la guerra santa. Combato enfermedad con enfermedad, y mi negocio es obtener poder e impedir que mis adversarios lo adquieran. (Letra chiquita: por todos los medios al alcance).

En la política anterior a Chávez esta última legitimidad se mantenía más o menos dentro de los límites de una cierta urbanidad o buena costumbre—no es malo que el tigre se coma al venado sino que no lo haga con cubiertos—mientras Chávez la rebasa, a conciencia de que con eso arranca trozos al modo convencional de pensar que él considera escuálido (burgués), y por tanto salvajemente capitalista, y por tanto culpable de la pobreza, y por tanto acreedor a la humillación y el despojo. (Y a la muerte). Para estas cosas se cree autorizado el revolucionario.

En suma, cualquier planteamiento cacical de una candidatura distinta de Chávez está destinado al fracaso. No sólo tiene éste la muy mayor cantidad de poder, sino que ninguna vergüenza, ningún escrúpulo, impedirá que lo use implacablemente contra su contrario. Para eso es revolucionario. Si, por consiguiente, algún candidato pretende resultar electo combatiéndole de poder a poder, su éxito será mucho menos probable que el del legendario Luke.

Nadie ha podido mostrar, si de combate puro se tratase, dónde está el talón de Aquiles de Chávez, cuál es el agujero por el que pueda entrar un cohete hasta las entrañas del régimen. ¿De qué más se le va a acusar que no haya sido todavía expuesto? Ya se le ha dicho corrupto, asesino, dictador, comunista, abusador, zambo, matón, perdonavidas, fraudulento, totalitario, megalómano, terrorista, mentiroso, cobarde, procaz, machista, anacrónico, sibarita, demagogo, populista, caprichoso, resentido, arbitrario, cruel, vengativo, nepótico, alevoso, militarista, inconstitucional, loco, dispendioso, verboso, sofista, irresponsable, mal reunido. ¿Cuánto que pudiera añadirse al numeroso expediente acusatorio de Chávez de aquí a diciembre de 2006 haría una verdadera diferencia? La Realpolitik tiene por táctica favorita el desprestigio del oponente: ¿con qué otra cosa pudiera ensuciarse la reputación de Chávez que ya no haya sido mencionada? No es realista pensar que en la campaña por desplegarse dentro de muy poco se destape una olla cuyo hedor pueda atenuar suficientemente la propensión a votar por Chávez.

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Pero se anotó que el triunfo contingente de Chávez no sólo se alimenta de su poder, sino que se asienta en un alto grado de esa propensión a votarlo. ¿A qué se debe tan alta aceptación, tan elevado apoyo?

Una parte del asunto, sin duda, pero sólo una parte, y tal vez no la más importante, es que efectivamente Chávez ha redistribuido riqueza. Robin Hood tiene un nicho en el panteón chavista. Es verdad que robo a La Marqueseña o a la Shell para dar al pueblo en nombre de un grito de José Antonio Páez o un seudónimo de Simón Rodríguez. Cuando me hace falta pido al Banco Central un millardito (de dólares), a PDVSA el adelanto de un dividendo, o a la Asamblea Nacional otro financiamiento extraordinario que la Contraloría no mirará siquiera. Y como ya mi barril de petróleo no vale diez dólares de 1999, sino cincuenta y tantos de hoy, tengo para llenar el acueducto de las misiones, que por más agujereado que esté por la corrupción, algo de alivio y asistencia reparte.

Que una porción del pueblo traduzca la dádiva—usualmente condicionada a conductas que los receptores estiman dignificantes—en apoyo político no debiera ni sorprender ni escandalizar a nadie. Entre los críticos de este fenómeno los más prominentes defienden el derecho a la ganancia y el lucro, por considerarlos consustanciales a la verdadera libertad. ¿Quién pudiera entonces, con autoridad personal, censurar que gente pobre ayudada por el gobierno se comporte con la misma racionalidad?

Pero este factor explicativo es insuficiente. No hace mucho que algún encuestador respetable reportaba que sólo un 16% de la población se había beneficiado directamente de alguna de las «misiones», a pesar de haberse gastado en ellas, hasta comienzos de 2005, probablemente 5 mil millones de dólares. (El asunto no es mera transferencia monetaria: la representante de la UNESCO declaró, el día que Chávez proclamaba a Venezuela «territorio libre de analfabetismo», que nuestro país era el único en el mundo que había alcanzado las metas que se había fijado a este respecto). Otro encuestador, sin embargo, igualmente veraz, encontró lo reportado en octubre de 2005 por El Universal: «…los venezolanos catalogan como ‘aceptable’ la situación del país en el presente y aspiran que mejore en los próximos dos años».

Si no todo el apoyo puede anotarse a la ayuda dispendiada (o su expectativa) ¿qué otras causas del mismo están presentes? Hay una obvia: Chávez ha dedicado una muy considerable proporción de su mandato a la propaganda fide, a vender una explicación totalizadora, exhaustiva, acerca del mundo y su política y su historia. Hay una manera bolivariana de cepillar los dientes. Y aquí encontramos que su prédica ha llegado a convencer a mucha gente.

En parte sirve para lo mismo que Hitler hizo con el pueblo alemán. El Führer expió la culpa de la convicción de Versalles. (Encontrando un chivo expiatorio, los judíos). Cuando cesó la Gran Guerra, el villano principal—los Hapsburgo—ya no existía al desmembramiento de Austria-Hungría, y la mayor parte de la pena se impuso a su aliado, el Segundo Reich. De allí las mayores imposiciones y reparaciones exigidas a Alemania. Hitler borró esa culpabilidad versallesca con Mein Kampf y sus discursos, violando prohibiciones e interrumpiendo las compensaciones, y trajo a la psiquis germánica el alivio que conllevan las absoluciones.

Del mismo modo, Hugo Chávez ha absuelto de culpa a la pobreza al decirle que ella es una creación de la riqueza. Ha trasmutado, también aquí, una enfermedad en virtud. «Ser rico es malo»; ergo, los pobres son los buenos.

Y esta fórmula es presentada al pueblo, mayormente pobre, con todos los rasgos de una epifanía, con profetas—Bolívar, Zamora, Maisanta, Jesucristo—y demás yerbas aromáticas. Hay toda una teorización del asunto, osadamente perorada, machacada, a lo mejor ni siquiera entendida en su totalidad por el propio orador o por su audiencia, pero de correspondiente empatía con un sufrimiento ancestral y milenario. Briceño Guerrero describió ese furor en El discurso salvaje, en desconocimiento pero anticipación de Chávez, más de una década antes de su aparición política.

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Ante esto último nada ha hecho la oposición convencional. En 1999 alguien explicaba a un concierto de curiosos de la política que la mera negación de Chávez no bastaría. Que uno no niega un fenómeno telúrico que tiene por delante. Que ante aquél cabía, primero, un esfuerzo de contención. (Lo que se demostró posible, por ejemplo, con la redacción primera del decreto que convocaba a referendo consultivo sobre la elección de una constituyente. Fue tan obviamente absolutista que el helado silencio del país, roto sólo por el reclamo de Blyde y otros pocos, forzó al gobierno a rehacer su primer decreto programático, moderando su pretensión de poder de aquel momento. Aun no controlaba el máximo tribunal de la república).

Pero explicó también que tampoco sería suficiente la contención mera. Había, más que oponerse a Chávez, que superponerse a él. Y de ese año hubo también un ejemplo. De Miraflores venía la noción de que la constituyente debía ser «originaria»; esto es, capaz de alterar, mutilar, impedir o suprimir cualquier otro poder constituido. La oposición conservadora automática, que antes se había opuesto a la constituyente misma, quiso defender la noción de que ésta debía ser «derivada», y por ende equivalente, no superior al Congreso o los restantes poderes constituidos. Era difícil vender esta constituyente disminuida en la Parroquia 23 de Enero.

Lo que debió decirse, en cambio, debía trascender la trampajaula terminológica construida por Chávez. Debió apuntarse que lo que era en verdad originario era el pueblo, en su carácter de poder constituyente. Debió decirse: «Una asamblea, convención o congreso constituyente no es lo mismo que el Poder Constituyente. Nosotros, los ciudadanos, los Electores, somos el Poder Constituyente. Somos nosotros quienes tenemos poderes absolutos y no los perdemos ni siquiera cuando estén reunidos en asamblea nuestros ‘apoderados constituyentes’. Nosotros, por una parte, conferiremos poderes claramente especificados a un cuerpo que debe traernos un nuevo texto constitucional. Mientras no lo hagan la Constitución de 1961 continuará vigente, en su especificación arquitectónica del Estado venezolano y en su enumeración de deberes y derechos ciudadanos. Y no renunciaremos a derechos políticos establecidos en 1961. Uno de los más fundamentales es, precisamente, que cuando una modificación profunda del régimen constitucional sea propuesta, no entrará en vigencia hasta que nosotros no la aprobemos en referéndum». (Contratesis, nótese la fecha). Así se habría pasado sobre su discurso.

Pero eso no se dijo, o por lo menos la voz que lo dijo no tenía fuerza y tampoco se le prestó alguna. La oposición con recursos—organizativos, comunicacionales, financieros—siempre ha acusado a Chávez; nunca lo ha refutado. Siempre ha estado a la defensiva, siempre ha jugado en terrenos escogidos por Chávez, discutido en su terminología, atendido sus convocatorias; se ha regido por su agenda y actuado según guión escrito por él, en el que prácticamente todas las actuaciones opositoras hasta ahora mostradas—salvo la táctica inicial del 11 de abril y la participación masiva de empleados petroleros en el paro—han sido anticipadas. El guión es tan bueno que aun las excepciones e imprevistos son absorbidos en él, neutralizados.

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Max Weber nos aportó la descripción clásica de las formas de dominación política y sus fuentes de legitimidad. A la primera la llamó tradicional. Es la que afinca su derecho en una sucesión dinástica lo más antigua posible, cuya fuente y origen se encuentran en el pasado, preferentemente remoto. Es la que esgrimen Isabel II y Benedicto XVI, el fundador de un partido, los herederos de una revolución. Si bien esta forma es la menos usada por Chávez, que Fidel Castro, el senil decano del comunismo en América, le haya ungido como su sucesor le presta una raíz tradicional.

La segunda fuente y forma es de carácter carismático. Hitler, que mesmerizaba incluso a quienes no entendían la lengua alemana y sin embargo se quedaban estampados en el piso, cautivados por la voz y la gesticulación del encendido cabo austriaco aunque no comprendieran su discurso, como certificara Dennis de Rougemont en L’amour et l’Occident. ¿Hay alguna duda de que Chávez es un histrión consumado? ¿De que tiene en grado apreciable las cualidades que los politólogos agrupan bajo la noción de carisma?

La tercera y más «moderna» manera de dominar es la burocrática. Se domina porque se controla el aparato del poder. Los jefes de Estado y de gobierno, los bosses de los partidos; éstos dominan burocráticamente. ¿No habíamos enumerado ya, esquemáticamente, lo que Chávez controla en materia de aparatos?

Un contendor de Chávez que tenga alguna posibilidad de derrotarle electoralmente sólo pudiera reivindicar de estas raíces la de esencia carismática, pues sólo un outsider—en virtud de que nadie vinculado tradicionalmente con nuestro pasado político pudiera prosperar—podría lograrlo, y jamás dispondría de mayor aparato que el chavista. (Aunque no podrá pasarse sin ninguno). No serán despreciables, por tanto, los rasgos histriónicos y las dotes didácticas que faciliten la comunicación con los electores y permitan el arrastre de votos en quien pueda retar a Chávez con probabilidades de triunfo. Se puede ser muy políticamente correcto, pero si se es aburrido, como Adlai Stevenson, no se ganará elecciones. No obstante ¿es suficiente el carisma?

Quien pretenda vencer a Chávez en 2006 deberá abrevar en fuentes transweberianas, más allá de la tradición, el carisma y el aparato. Su primera fuente de legitimación deberá ser programática, terapéutica, estratégica. Deberá ser capaz de mostrar que se propone aplicar tratamientos viables y eficaces a nuestros principales problemas públicos, una vez enumerados en un claro y convincente diagnóstico. Es feliz la fórmula de Smith-Perera, que antes que oposición quiere ser proposición. Obviamente, aquí deberá competirse como proyecto contra un programa en operación: el del gobierno. Aquí sólo podrá ofrecerse una promesa.

Pero, más profundamente, nuestro candidato tendría que legitimarse paradigmáticamente: tendría que hablar con una gramática política a la vez consistente y distinta de la de Chávez, más evolucionada y responsable que la de un tal socialismo del siglo XXI, superior a la de los partidos desplazados por aquél, menos simplista, menos primitiva, menos ingenua, menos bárbara.

Un nuevo recuerdo de Briceño Guerrero permite ubicar el asunto. En El laberinto de los tres minotauros (que incluye El discurso salvaje, ya nombrado), el filósofo de la Universidad de los Andes, apureño, de primeras letras en Barinas, la tierra de Chávez, sostiene que en América coexisten y se combaten un discurso salvaje—el de los primeros pobladores y las razas sojuzgadas que Chávez reivindica—uno mantuano, el del privilegio aristocrático u oligárquico, y el discurso racional occidental, limitado por el rigor lógico y por la verdad. En nuestro teatro político actual sólo han actuado suficientemente los dos primeros, con abrumadora ventaja reciente del salvaje sobre el mantuano. La dilucidación del problema sólo podrá ser aportada desde un discurso racional.

Lo que no puede ser emocionalmente aséptico, por más que un origen clínico y responsable sea la única fuente aceptable. Por fortuna, lo veraz puede ser bello, y lo bello emociona. Lo bello, por otra parte, es usualmente signo de lo bueno, y la bondad, por la suya, tiene un valor funcional. «La bondad—dijo Don Pedro Grases al cumplir sus setenta y cinco años—nunca se equivoca».

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El récipe expuesto no es suficiente. Amén de la eficacia electoral, únicamente presente en un discurso como el especificado, se debe exigir una alta probabilidad de eficacia posterior, una eficacia de desempeño. No basta ganar una elección; es preciso hacer luego un buen gobierno, un magnífico gobierno. Por tal cosa, en adición a lo anotado, tendremos que exigir del candidato un talento para el liderazgo de organizaciones complejas, comprobado en una historia práctica, en su biografía.

¿Es posible afirmar que en Venezuela existen, o tendrían que existir, ejemplares humanos que calcen los puntos enumerados hasta ahora, que no son todos? Sé que existen. Hay más de un venezolano de cultura actualizada, serena y capazmente comprensivo de la complicada y planetizada época que vivimos, provisto de modernos paradigmas y que a un tiempo es buen líder y eficaz comunicador, en posesión de vocación pública alejada del resentimiento político o social y la mera ambición de poder, inteligente y profesional.

Pero ni siquiera tales rasgos serían bastantes. Una exigencia adicional es que el candidato viable, y por tanto apoyable, no esté aquejado por defectos que de obvio bulto le impedirían. Por ejemplo, no podría ser «cuartorrepublicano», por más que las «viudas del paquete» o los políticos prechavistas pudieran coincidir con él o ella en más de una cosa. Tampoco podría ser, naturalmente, chavista, aunque su bagaje terapéutico pudiera coincidir, en grado siempre menos virulento, con desiderata sostenidos por Chávez, como pudieran ser el caso de la preferencia por un mundo multipolar o la democracia participativa.

Ahora bien, supongamos que tan peculiar personaje existiera y pudiera ser descubierto ¿es probable que se organice y obtenga el apoyo requerido para una campaña ineludible? Siendo lo que antecede las condiciones indispensables a una «sorpresa»—ocurrencia de un evento de baja probabilidad—para que sea exitosa ¿qué puede decirse de las probabilidades de tal aventura?

La condición crítica será seguramente la de disponibilidad de los recursos. Acá se enfrentaría un outsider con la incredulidad básica ante una aventura no convencional y con la tendencia conservadora que aun en casos de crisis encuentra difícil ensayar algo novedoso. Aquellos que pudieran dotar a un candidato como el descrito con los recursos suficientes estarán oscilando entre los extremos de más de un dilema.

Uno de los dilemas es el de seguridad vs. corrección. Se sabe de lo inadecuado de los actores políticos tradicionales, pero ante un planteamiento correcto por un outsider habría la incomodidad de abandonar lo conocido. Stafford Beer decía, refiriéndose a la sociedad inglesa de hoy, que su problema era que «los hombres aceptables ya no son competentes, mientras los hombres competentes no son aceptables todavía». En forma similar Yehezkel Dror destaca otro dilema: si se quiere eficacia es necesaria una transparencia en los valores, la exposición descarnada de los mismos; si lo que se quiere, en cambio, es consenso, entonces es necesaria la opacidad de los valores, no discutirlos más allá de vaguedades y abstracciones.

Así, pues, se estaría ante un dilema de tradicionalidad vs. eficacia, de poder vs. autoridad. Es pronosticable que la mayoría de los actores con recursos, ante una solicitud de cooperación por parte de un outsider con tratamientos realmente eficaces, se pronunciaría por los términos dilemáticos más conservadores o «seguros».

Pero es concebible que una minoría lúcida entre los mismos pueda proveer los recursos exigidos por una campaña poco costosa—no puede, no debe ser cara—en grado suficiente, al menos para cebar la bomba que pueda absorber los recursos totales del mercado político general, pues si la aventura cala en el ánimo del público, una multitud de pequeños aportes puede sustituir o complementar a un número reducido de aportes cuantiosos.

Pero el obstáculo principal consistirá en salvar la diferencia entre una percepción de improbabilidad y una de imposibilidad. Ni aun el menos conservador de los hombres dará un céntimo a una campaña de este tipo si considera que todo el esfuerzo sería inútil, si piensa que un resultado exitoso es, más allá de lo improbable, completamente imposible. El análisis que hemos hecho indica que, si bien el éxito de una aventura así es por definición improbable—a fin de cuentas se trataría de una sorpresa—no es necesariamente imposible, y que, por lo contrario, la dinámica del proceso político venezolano hace que esa baja probabilidad inicial vaya en aumento. Si esto es percibido de este modo, entonces tal vez las fuentes de apoyo necesarias quieran comportarse como un jugador racional de la ruleta con cien dólares en la mano. Apartará cincuenta dólares como reserva y de los cincuenta restantes apostará la mayoría, cuarenta y cinco quizás, a las posibilidades de mayor probabilidad: rojo (Chávez), negro (Borges), par (Smith), impar (Petkoff). Pero jugará cinco de los cien dólares en pleno al diecisiete negro (outsider), porque sabe que si la apuesta es de éxito menos probable, si pierde lo hace poco y si gana, en virtud del efecto multiplicador del pleno, obtendrá mucho más de lo que haya invertido.

Finalmente, y nuevamente en la analogía de los juegos, bastante dependerá de la lectura que se tenga de la crisis. Para aquellos para los que la abrumadora acumulación de evidencias no sea suficiente para creer que la crisis no es de carácter coyuntural y pasajero, solucionable con un paro mágico, la panacea 350 o la estupidez de un golpe, invasión o magnicidio, será lo indicado negar su apoyo al outsider. Sólo aquellos que ya se hayan convencido de que la crisis es estructural y profunda y requiere, por tanto, terapias no convencionales, podrán pensar como el buen jugador de dominó (o de bridge) que carezca de la información completa sobre la localización de las piezas o cartas claves. En esas condiciones un buen jugador identificará cómo tendría que darse esa ubicación de piezas para poder ganar la mano. Entonces jugará como si en verdad la disposición efectiva fuese esa única forma de ganar, rogando para que así sea, pues el éxito es crucial.

¿Difícil? ¿A quién le gusta lo fácil?

LEA

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