La consolidación del comunismo en Rusia y la constitución de la Unión Soviética. Imposiciones de posguerra y la siembra de una crisis económica. La Gran Depresión. Formación de la Liga de las Naciones. Una psicología melancólica.
A juzgar por la letra del tango Volver, ahora repopularizada por la más nueva película de Almodóvar, quince años deben ser menos que nada. Sin embargo, el período comprendido entre el término de la Primera Guerra Mundial (1918) y el ascenso de Adolfo Hitler al poder (1933) estuvo lleno de acontecimientos, los que definen un proceso de declinación de la civilización europea. De una Alemania postrada por las consecuencias de Versalles, y luego asolada por la inflación, se llegaría a un nuevo país, en despegue hacia la bonanza económica y una horrible metamorfosis.
Rusia, en medio de la revolución bolchevique iniciada en 1917, había tenido importantes pérdidas territoriales. Primero el gobierno de Kerensky había reconocido la independencia de Polonia, y luego de él los comunistas concedieron la petición de independencia de Finlandia. En los meses sucesivos Latvia, Lituania y Estonia obtuvieron asimismo la independencia. Por el Tratado de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918) debió entregar a Alemania grandes partes de Ucrania, Rusia Blanca y Transcaucasia, perdiendo de este modo más de sesenta millones de súbditos y mucha de su industria y también importantes recursos naturales.
En materia de resistencia al régimen bolchevique, que iba desde la de reaccionarios partidarios de la restauración de los zares hasta la presentada por los radicales del socialismo revolucionario, procedieron con una política de terror que arrasó con la oposición interna, sobre todo a raíz de un atentado en agosto del 18 que dejó a Lenin malamente herido. Pero sobre aquel régimen se cernía una amenaza mucho más peligrosa, que estuvo a punto de derrocarlo. Cerca de las fronteras rusas apareció primero un Ejército Blanco formado en los territorios cosacos del sur. A esta fuerza se unió otro ejército reclutado en Rusia oriental y Siberia, el que recibió un contingente de cuarenta mil checos, y a comienzos de 1919 dos ejércitos adicionales entraron en acción en el norte y el noroeste del país. Los comunistas, pues, se veían acosados por todos los flancos.
A esta amenaza se sumó la intervención aliada. Al retiro ruso de la guerra se quiso impedir que los alemanes pusieran mano al material de guerra que los aliados habían suministrado, por lo que éstos enviaron tropas a Siberia y el norte y sur de Rusia. Japón puso en guerra 60.000 hombres; los demás países no remitieron tropas en número suficiente, pero aun así los ejércitos blancos recibieron material y hubo bloqueo de las costas rusas. Los aliados retiraron sus soldados en 1920, pero la presencia japonesa se prolongó hasta 1922 y, específicamente en la zona rusa de la isla de Sakhalin, hasta 1925.
Los blancos parecían al borde la victoria hasta fines de 1919. Un año más tarde las fuerzas bolcheviques, comandadas por Trotsky como Comisario de Guerra, derrotaban definitivamente a aquéllos y ponían fin a la guerra civil.
Todavía la guerra, sin embargo, no terminaba para los rusos, pues los polacos invadieron el occidente de Ucrania y Rusia Blanca a comienzos de 1920. Francia apoyó a Polonia y los rusos debieron aceptar la partición de territorio adicional por el Tratado de Riga de marzo de 1921, con lo que perdieron otros cuatro millones de habitantes.
Por otra parte, en la misma Ucrania, en Transcaucasia y otras regiones fronterizas se manifestaron movimientos independentistas. A pesar de que los comunistas habían declarado estar a favor de la autodeterminación de los pueblos, procedieron a reprimir estos movimientos. El 30 de diciembre de 1922 nació formalmente la federación dominada desde Moscú: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Mientras estas cosas ocurrían, los diplomáticos aliados se reunían en París para decidir el destino de Alemania y sus vencidos socios. Veintisiete naciones participaron en la conferencia, aunque el verdadero poder de decisión residía en “los Cuatro Grandes”: Woodrow Wilson, David Lloyd George, Georges Clemenceau y Vittorio Orlando, en representación de los Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia, respectivamente. Este último país emprendió un boicot en protesta porque no obtenía el reconocimiento de algunas de sus aspiraciones, por lo que en la práctica los Tres Grandes decidieron la mayor parte de las cosas.
No había unanimidad de criterio: Clemenceau asistió animado por el deseo de vengar las humillaciones de la Guerra Franco-Prusiana mediante compensación territorial, cuantiosas reparaciones y seguridades contra futuras agresiones alemanas; los italianos pretendían adquirir grandes territorios a expensas de los ya inexistentes imperios austro-húngaro y turco; Lloyd George, aunque dispuesto a una mayor moderación, estaba atado por su propia propaganda de guerra. (En diciembre de 1918 su partido había ganado las elecciones tras una campaña que prometía castigo para Alemania). Los aliados menores también querían su parte: Bélgica exigía reparación por daños de guerra; ya Japón había tomado posesión de territorios alemanes en China y el Pacífico, y los fragmentos del desaparecido imperio Austro-Húngaro, que habían sido reconocidos de facto por los aliados aun antes del fin de la guerra, disputaban entre ellos por territorio. Sólo los Estados Unidos fueron a París sin exigencias territoriales o financieras, y tal cosa, sumada a la popularidad de Wilson, permitió algo de moderación inicial.
Apartando las imposiciones materiales, territoriales y militares, Alemania se vio forzada a aceptar la culpa por la guerra y este hecho, de profundas implicaciones psicológicas, gravitaría sobre el posterior ascenso de Hitler, quien se presentaría justamente como agente de expiación de esa culpa y se referiría al tratado como el Diktat de Versalles. El Artículo 231 del Tratado de Versalles estipulaba: “Los Aliados y los Gobiernos Asociados afirman y Alemania acepta la responsabilidad de Alemania y sus aliados por haber causado toda la pérdida y el daño a los que los Aliados y los Gobiernos Asociados estuvieron sujetos como consecuencia de la guerra impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”.
Pero el efecto más inmediato y brutal sería el ejercido por las reparaciones impuestas. La factura total que Alemania recibió finalmente el 27 de abril de 1921 alcanzaba a la suma de 33 mil millones de dólares, cantidad muchas veces superior a todo su ingreso nacional anual. Esta carga terminaría por causar el colapso de la economía alemana. Para complicar el asunto todavía más, los gobiernos aliados, movidos por sus intereses económicos, establecieron onerosos aranceles que impedían la exportación alemana, y a fines de 1922 Alemania entró en cesación de pagos. La inflación que se desató fue monstruosa. Para 1923 el marco valía menos que el papel en el que estaba impreso, un dólar llegó a cambiarse por más de cuatrocientos millones de marcos y la gente llevaba billetes en carretillas para hacer sus compras de abasto.[1]
Los efectos de este proceso afectaron a otros países, como Francia, cuyo franco experimentó una devaluación de 25%. La alarma cundió y se convocó de emergencia una conferencia que propuso aliviar las exigencias a Alemania, y un nuevo empréstito norteamericano permitió una recuperación económica bajo la guía de Hjalmar Schacht, quien tuvo éxito en restituir la confianza sobre el marco. Tal como había previsto Keynes, las imposiciones financieras del Tratado de Versalles generaron una crisis internacional, la que paliada momentáneamente, reemergería con fuerza inusitada en 1929 para prolongarse hasta 1933. En Alemania, la inflación desatada dejó cicatrices particulares. Unos pocos especuladores hicieron fortunas gigantescas, mientras los trabajadores veían desaparecer los ahorros de toda una vida en pocas semanas.
Las consecuencias económicas de las disposiciones de París no fueron previstas adecuadamente, y una disputa absurda y contradictoria las agravó. Mientras que los Estados Unidos propusieron la condonación de las reparaciones de guerra al tiempo que insistían en cobrar sus acreencias, derivadas de los préstamos que hicieran a los aliados, Francia proponía que los Estados Unidos se olvidaran de esta deuda y se hiciera, en cambio, honor a las reparaciones. Los británicos sugirieron la cancelación de ambas cosas, pero los Estados Unidos se negaron a ver la conexión entre las dos. Calvin Coolidge diría: “Ellos pidieron el dinero prestado. ¿No es así?”
Los norteamericanos disfrutaban de una bonanza sin precedentes, a pesar de un breve lapso de depresión en 1920 y 1921. Los Estados Unidos habían pasado de ser un deudor neto a ser un acreedor neto, y lograron establecer una balanza comercial muy favorable mediante la exportación de sus productos mientras desplazaban a los productores europeos. Su propio mercado interno era de por sí masivo, y su crecimiento poblacional, aunado a un rápido progreso tecnológico, parecía garantizar una prosperidad inagotable.
Los banqueros e inversionistas estadounidenses optaron, en 1928, por sustituir su acostumbrada compra de bonos alemanes por inversiones en la Bolsa de Valores de Nueva York, la que inició un espectacular crecimiento. El gran bull market incitó a pequeños inversionistas a comprar acciones a crédito, mientras las economías europeas comenzaban a sentir la presión derivada del cese de la inversión norteamericana en sus papeles y una competencia que les dejaba sin mercados. La rigidez que significaba el empleo de los recursos destinados al crédito en la especulativa compra de acciones, esperaba sólo una chispa para desatar un incendio.
El 24 de octubre de 1929 una onda de pánico cruzó por la Bolsa de Nueva York, haciendo que se desplomaran los precios de las acciones y se evaporaran en escasas horas millones de dólares represados en papeles de valor ficticio. A mediados de noviembre el índice bursátil había caído a la mitad del valor que ostentaba. En “efecto dominó”, los bancos exigieron la devolución de los préstamos, lo que realimentó la oferta de títulos a precios irrisorios para afrontar las obligaciones. Los norteamericanos que habían invertido en Europa vendieron sus activos para repatriar sus capitales, transmitiendo así la repentina enfermedad al Viejo Continente. Para 1930 la retirada de los capitales norteamericanos no había cesado, y en mayo de 1931 uno de los más importantes bancos de Europa, el Creditanstalt de Austria, interrumpió sus pagos. La ola de pánico continuó, como un tsunami, transmitiéndose de banco a banco, industria a industria y país a país. En estocada mortal, una ola de cesantía dejó a millones de trabajadores sin empleo, con lo que recreció el ciclo de deflación.
En el verano de 1931 el presidente de los Estados Unidos, Herbert Hoover, forzado por las circunstancias a reconocer la realidad de la interdependencia financiera internacional, propuso una moratoria por un año de los pagos intergubernamentales, en lo que constituyó un remedio demasiado tardío. En septiembre de ese año Inglaterra, que con gran dificultad había retornado al patrón oro en 1925, debió abandonarlo otra vez, en compañía de muchos otros países. Lo mismo debió hacer Roosevelt en 1933, después de la quiebra de miles de bancos y la implantación de un feriado bancario de cuatro días.
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Una esperanza política se había puesto en la Sociedad de Naciones. Ideada por Edgard Grey, ministro inglés de asuntos exteriores, fue entusiastamente acogida y promovida por Wilson, y se asentó en Ginebra luego de sostener su primera sesión en Londres, el 10 de enero de 1920, en la que se estableció su Secretaría. Sir James Eric Drummond fue el primer Secretario, y duró en el cargo hasta 1933. Tenía por objeto impedir los conflictos armados, luego de que quisiera entenderse al conflicto que concluyera en 1918 como “la guerra para acabar todas las guerras”.
La Liga de las Naciones—Société des Nations, Volkërbund—no disponía de fuerzas armadas propias, y para mediar entre países combatientes dependía de que las grandes potencias quisieran emplear las suyas. Los Estados Unidos nunca ratificaron la carta del organismo, y tampoco fueron nunca miembros. El 19 de noviembre de 1919 el Senado estadounidense rechazaba adherir a la Liga, y el 19 de marzo del año siguiente votaba en contra de ratificar el Tratado de Versalles. Esta decisión dejaba a los Estados Unidos técnicamente en guerra con Alemania, lo que no fue remediado hasta 1921.
Es posible que de haber existido un tratado distinto de éste para la sola creación de la Liga, el gigante norteamericano se hubiera asociado, pero se había insistido justamente en que el establecimiento de esta sociedad de Estados fuera parte integral del acuerdo versallesco. Haber aprobado su adhesión a la Liga habría representado para los Estados Unidos su aquiescencia a las restantes exigencias en contra de Alemania.
La propia Alemania fue admitida a la Liga en 1926, una vez superada su crisis económica, y el año anterior el Pacto de Locarno garantizaba las fronteras franco-alemana y alemano-belga contra agresión de cualquiera de los lados, así como las fronteras de Alemania con Polonia y Checoslovaquia, un país antiguamente inexistente, creado con fragmentos del antiguo Imperio Austro-Húngaro. Un hálito pacifista presidía las conversaciones, y a esta atmósfera se le llamó el “espíritu de Locarno”. Prolongado unos años, este espíritu animó comunicaciones entre Aristide Briand, por Francia, y Frank B. Kellogg, por los Estados Unidos, que condujeron al Pacto de París o Pacto Kellogg-Briand, firmado en 1928 por sesenta y cinco naciones. Por él se comprometían a la “renuncia de la guerra como instrumento de política nacional”. El Pacto de París era significativo porque no sólo lo firmaban Francia y Alemania, sino que se adherían a él Rusia y los Estados Unidos, pero no contaba con ningún mecanismo para hacerlo valer. La euforia, en cambio, quedó coronada al conferirse a Aristide Briand el Premio Nóbel de la Paz.
La carencia de una fuerza militar independiente, y la ausencia de los Estados Unidos, fueron debilidades que se demostrarían mortales. Después de haber tenido algunos logros, primero Alemania y después Japón se retiraron de la alianza en 1933. Rusia fue admitida luego de esas deserciones, pero la Liga fue incapaz de evitar la Segunda Guerra Mundial. Dos de sus instituciones, sin embargo, la sobrevivieron: la Oficina Internacional del Trabajo y la Corte Permanente de Justicia Internacional, que complementaba sin sustituirlo al Tribunal de Arbitraje creado en 1900.
Estas iniciativas, pues, permitieron el renacimiento de la esperanza que existiera a comienzos de siglo. La Alemania militarista del Segundo Reich daba paso a la civilizada República de Weimar, llamada así porque su constitución fue ratificada en esa ciudad alemana, que fue considerada la más avanzada de su época. No tardaría mucho, no obstante, en aparecer la oposición a la joven república desde los extremos radicales. Poco después de que se proclamase el fin de la ley marcial y se anunciara elecciones, una revuelta en Berlín fue aplastada con elementos del viejo ejército imperial y la ejecución sin juicio de los líderes del alzamiento. Las elecciones, por otra parte, aunque concedieron una mayor minoría a los social demócratas (163 de 423 diputados totales) implicaban la necesidad de una coalición para gobernar. Los demócratas y los católicos se sumaron al gobierno, que comenzó liderado por Friedrich Ebert.[2]
A las vicisitudes políticas del período 1918-1933 subyacía una modificación en el espíritu de la época. La experiencia de la guerra había trocado el optimismo de 1900 en una melancolía y un cinismo que emergieron claramente en la literatura, las artes y el ensayo. Precisamente en 1918 se publicaba “El ocaso de Occidente”, del alemán Oswald Spengler, obra en la que se declaraba moribunda a la civilización occidental. Un poema de T. S. Eliot, Los Hombres Vacíos (1925), hacía eco a la profecía spengleriana, concluyendo con dos versos que serían interminablemente citados:
This is the way the world ends/ Not with a bang but a whimper.[3]
Fueron los tiempos de la descarnada sátira Un mundo feliz, del inglés Aldous Huxley (que prefiguraba los excesos de un gobierno totalitario) y las obras más importantes de Franz Kafka (El Proceso,[4] de 1925 y El Castillo, de 1926). Pero tal vez haya sido la obra más característica del período la novela más larga jamás escrita, por Marcel Proust, que retrataba la disolución social a causa de la corrupción moral de la burguesía. Su título resume todo: En busca del tiempo perdido.
Entretanto, el cubismo y el modernismo, las corrientes principales de la pintura a comienzos de siglo, habían sido sustituidas por el surrealismo, que exploraba el mundo onírico con indudable influencia freudiana, y el dadaísmo, un movimiento de ruptura y denuncia del mundo moderno de efímera duración. Tan sólo la arquitectura logró asirse a la racionalidad, asentada sobre la necesaria realidad de los esfuerzos de reconstrucción. En 1919 fundaba Walter Gropius la muy influyente Bauhaus, una escuela que combinaba la arquitectura y el diseño con pintura, escultura y artesanía. En 1929, en la exposición internacional de Barcelona, los artistas de esa escuela mostraron que dominaban el campo. Desde Francia, la racionalidad funcional de Le Corbusier[5]—que definía una casa como “una máquina para vivir”—hacía sentir su influencia en la arquitectura y posteriormente en el urbanismo.
En general, el arte quería romper con el pasado desde comienzos de siglo, a partir de un escepticismo harto explicable. Muchos críticos hablaron de un arte de la decadencia, pero la verdad es que se trataba de un fermento revolucionario, y lo que había sido tenido por mero quehacer estilístico—simbolismo, Art Nouveau—dio paso a un profundo reexamen en el período entre las dos guerras mundiales. De nuevo, fue desde fuera del arte de donde vino la mayor influencia de todas: de la obra de Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis. No sólo los poetas surrealistas exploraban el subconsciente con sus poemas automáticos—influidos por la técnica psicoanalítica de la libre asociación de ideas—sino que las referencias y los símbolos sexuales comenzaron a emerger explícitamente en la literatura y el cine. En este sentido la época preparó el terreno para posteriores y más atrevidas liberaciones.
Dice el tango:“…veinte años no es nada, y feliz la mirada…” Quince años son, en consecuencia, menos que nada, pero en general la mirada no era feliz en el lapso comprendido entre 1918 y 1933. En este último y fatídico año ascendería a la Presidencia de los Estados Unidos, sobre la angustia de la Gran Depresión,[6] Franklin Delano Roosevelt, quien sustituyó la política hooveriana del Fair Deal por su propia proposición de un New Deal, grandemente influida por la prédica de John Maynard Keynes, que abogaba por una fuerte intervención económica del Estado para lograr la condición del pleno empleo de la oferta de trabajo, aun a costa del endeudamiento estatal a gran escala. (Deficit spending).
Pero también lograba el poder, en ese mismo año en Alemania, el otrora cabo austriaco Adolf Hitler. Nadie anticipaba por entonces un nuevo y más grande cataclismo de sangre y violencia, nadie anticipaba entonces el holocausto que sobrevendría. LEA
[1] Una buena descripción del proceso se encuentra en el libro de William Shirer, Auge y caída del Tercer Reich.
[2] En la práctica alemana reciente, los partidos políticos pueden establecer fundaciones que reciben fondos del gobierno para sus operaciones políticas, incluyendo en éstas las ayudas exteriores. Los social-demócratas establecieron la Fundación Friedrich Ebert, mientras que los socialcristianos crearon la Fundación Konrad Adenauer. Ambas tienen representación en Venezuela.
[3] «Es así como el mundo termina, no en un estallido sino con un sollozo».
[4] Llevada al cine por Orson Welles, con actuación destacada de Anthony Perkins, el protagonista del clásico de Alfred Hitchcock, Psicosis.
[5] Seudónimo de Charles-Edouard Jenneret, arquitecto franco-suizo, de gran influencia sobre nuestro Carlos Raúl Villanueva.
[6] Documentada con descarnado realismo en las fotografías de Margaret Bourke White y Dorothea Lange.
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