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Los primeros veinte años del siglo XX. Las sorpresas asiáticas. Sesiones de práctica en los Balcanes. La Gran Guerra. La Revolución Rusa. El Tratado de Versalles.

El año de 1901 fue bastante acontecido. La reina Victoria de Inglaterra, que presidió la expansión del Imperio Británico a su máxima extensión, murió comenzando el año después de haber reinado por más de 64 años, para superar la longevidad regia de Isabel I Tudor, la hija de Enrique VIII. Guillermo Marconi recibía en Terranova la primera transmisión de la radiotelegrafía “sin hilos”. Theodore Roosevelt ascendía a la Presidencia de los Estados Unidos, a raíz del asesinato de su predecesor, William McKinley, cuyo matador fue ejecutado en la silla eléctrica. La rebelión de los Boxers en China tocaba a su fin con la firma del Protocolo de Pekín. Por primera vez se concedía los premios establecidos en el testamento de Alfredo Nóbel. El pozo de Spindletop, en Beaumont, Texas, anunciaba la riqueza petrolera de este estado norteamericano. Los descendientes de los mayas deponían sus armas para terminar la Guerra de Castas en Yucatán. El Reino Unido prohibía, civilizadamente, el trabajo de menores de 12 años. Nacían Clark Gable, la archiduquesa rusa Anastasia, el jazzista Louis Armstrong, Walt Disney, el futuro emperador Hirohito, el futuro dictador Fulgencio Batista, quien sería el primer presidente indonesio, Sukarno, Enrico Fermi, Marlene Dietrich, la antropóloga Margaret Mead, el escultor italiano Alberto Giacometti y Ngo Dinh Diem, el primer presidente de Vietnam del Sur, Werner Heisenberg y Joaquín Rodrigo, el compositor español del “Concierto de Aranjuez” que quedaría ciego a los tres años de edad a consecuencia de la explosión de un tractor. Todos serían, con diferentes destinos, personajes famosos. Morían ese año, además de la Emperatriz de la India, otra Victoria, la Emperatriz de Alemania, y el rey Milan I de Serbia; también Giuseppe Verdi, Henri Toulouse Lautrec y George FitzGerald (de la hipótesis física de la “contracción Lorentz-FitzGerald”, que buscaba salvar a Newton del asedio montado por experimentalistas norteamericanos).

Con todo, un año casi como cualquier otro. A fin de cuentas Victoria tenía ya 84 años y McKinley moría a manos de un anarquista, lo que era bastante común por aquellos tiempos. El mismo Guillermo II de Alemania había escapado ileso de un atentado en su contra ese mismo año. La ciencia avanzaba tenazmente y la hazaña de Marconi era perfectamente esperable, la paz en China y Yucatán presagiaba un siglo tranquilo, y el petróleo tejano convenía al que sería del automóvil: en 1901 se fundaba en Detroit la compañía Cadillac. Para el acero fundaba J. P. Morgan la U.S. Steel, y hasta se había practicado en Alemania la primera operación de cirugía estética para hacer face lifting.

Veinte años después Europa estaba postrada por la guerra, una guerra tan inevitable como inimaginable, y la inocencia del mundo rodaba por los suelos. Los primeros tres cuartos de esas primeras dos décadas del siglo XX, fueron una preparación para el conflicto más extendido y cruel que los hombres hubieran conocido. Como siempre, mientras los políticos hacían lo suyo, otros hombres y mujeres construían nuevos peldaños de la escalera de la civilización.

Antes de que la conflagración, en esencia una generalizada guerra civil en Europa, se manifestara, Asia se había hecho sentir ante Occidente. La Guerra de los Boxers había comenzado en 1899, y en dos años había acabado con la vida de decenas de chinos cristianos, rebeldes y gente extranjera. Era contra esta gente que los Boxers, la Sociedad de la Armonía Correcta, había predicado y ejecutado la violencia, en repudio a la sujeción de una China débil ante los extranjeros, que en la primera mitad del siglo XIX habían llegado (los ingleses) al extremo de las Guerras del Opio para proteger su lucrativo comercio del estupefaciente. Unos años más tarde (1912) China proclamaba su primera república siguiendo el liderazgo de Sun Yat Sen, quien enarbolaba sus Tres Principios del Pueblo: el nacionalismo, la democracia y la “ecualización”, que comportaba una extensa reforma agraria y una mejor distribución de la riqueza. Sorprendentemente moderno, Sun sabía que el ciudadano común de China, luego de milenios de gobierno despótico, requeriría un plazo de aprendizaje para vivir en democracia. Más adelante en el siglo, Chiang Kai Shek se apropiaría de este “principio del tutelaje” para justificar su gobierno dictatorial.

Pero antes, otra nación oriental aparecería sorpresivamente en la palestra con arrestos de nueva potencia, para consternación de Occidente. Japón, el Imperio del Sol Naciente, propinó una humillante e inesperada derrota al Imperio de los Zares. Rusia buscaba expandir, a comienzos del siglo XX, sus territorios en el Oriente Lejano. Dos circunstancias agitaron esta voluntad: la degeneración política de China y la terminación del Ferrocarril Transiberiano, que unía a la Rusia europea con el Pacífico. Es así como Rusia extendió su influencia por Manchuria y comenzó la penetración militar de Corea, bajo el pretexto de la explotación maderera en la zona. Obtuvo, concretamente, un arrendamiento por veinticinco años de la ciudad de Port Arthur en la península de Liaotung.

Las maniobras rusas competían con las ambiciones japonesas en la región: Japón también quería aprovecharse de la debilidad china para su propia expansión. Sin advertencia previa—como lo harían en Pearl Harbor treinta y siete años más tarde—los japoneses comenzaron el bombardeo de Port Arthur en febrero de 1904. Más cercano al teatro de operaciones, Japón tenía la ventaja logística, y un incompetente liderazgo militar ruso llevó a un desenlace imprevisto: la destrucción de la Flota Báltica de Rusia en los estrechos coreanos de Tsushima, después de que hubiera viajado medio mundo antes de encontrar su trágico destino. La subestimación de la fuerza japonesa contribuyó a la derrota de los rusos, y en 1905 el Zar debió ceder todas sus adquisiciones recientes y aceptar un protectorado japonés en Corea. Occidente quedaba advertido.

Como había ocurrido en 1870 con Luis Napoleón en Francia, una oleada de insatisfacción y protestas cundió por Rusia con el descalabro en el Pacífico. En un “Domingo Sangriento” de 1905 el ejército ruso, que reprimía una manifestación ante el Palacio de Invierno en San Petersburgo, mató más de un centenar de trabajadores. El incidente reavivó las protestas y las huelgas, y los primeros soviets, o asambleas de representantes de los trabajadores, controladas por elementos radicales, fueron establecidos en varias ciudades, comenzando por San Petersburgo. Los marineros del acorazado Potemkin, en acción inmortalizada en un filme de Sergei Eisenstein, se amotinaron, y el proceso culminó con una huelga general que paralizó al imperio en octubre de 1905.

La crítica situación forzó al Zar a ofrecer concesiones. En apresurado manifiesto concedió las libertades de expresión, prensa y reunión, al tiempo que decretaba la formación de un parlamento o Duma a ser elegida por sufragio prácticamente universal. Así dejó de ser Rusia una autocracia incontrolada para convertirse, a regañadientes, en monarquía constitucional. Los liberales se sintieron satisfechos, no así los radicales. La agitación continuó hasta que el empleo del ejército y una cadena de arrestos puso fin a la revuelta al término del año. Quedaba sembrada la semilla revolucionaria para que en situación similar, doce años más tarde, cayera el zarismo y se iniciara la era comunista.

Potemkin

El motín del Potemkin, en ilustración de Alton Tobey para Life Magazine

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Poco después otro imperio en problemas entraría en una larga serie de crisis, la que permitiría el juego de las escaramuzas europeas en uno de sus teatros favoritos: los Balcanes. El “Hombre Enfermo” de Europa, el Imperio Otomano de Turquía, experimentó su propia revolución, la de los Jóvenes Turcos. En 1908 esta revuelta civil suscitó una confusión de la que se aprovecharon los pueblos balcánicos sujetos al dominio turco y algunas de las potencias europeas. Bulgaria procedió a proclamar su independencia, pero Bosnia y Herzegovina cayeron bajo el yugo de Austria-Hungría. La independencia búlgara no gustó a Turquía, pero nadie más se metió en el asunto. En cambio, la anexión de Bosnia y Herzegovina provocó las airadas protestas de Rusia y de Serbia, y esta última nación estuvo a punto de ir a la guerra contra Austria. La cosa, por los momentos, no pasó de allí.

El segundo acto se escenificó en 1911. Los italianos habían emprendido en 1911 la ansiada conquista de Trípoli, e incapaces de lograr la victoria, ocuparon las islas del Dodecaneso cercanas a la costa turca, lo que no cambió el estancamiento. Entonces se forjó una alianza de Grecia, Bulgaria, Serbia y Montenegro contra Turquía, que entró en Guerra y estuvo cerca de tomar Constantinopla, lo que detuvieron las grandes potencias para salvar lo que quedaba de Turquía, poniendo fin a la Primera Guerra de los Balcanes.

Por el Tratado de Londres de 1913, Turquía se vio forzada a ceder Creta y prácticamente todos sus territorios europeos. Y como Austria e Italia objetaban la expansión serbia hacia el Adriático, el mismo acuerdo atinó a crear el nuevo estado de Albania.

No se había secado la tinta londinense, cuando estalló la Segunda Guerra de los Balcanes. Serbia no estaba conforme con las previsiones del tratado, y exigió a Bulgaria una mayor porción de Macedonia. En respuesta, los búlgaros lanzaron un ataque sorpresivo contra Serbia, pero no pudieron sostener el combate más de un mes, cuando se vieron cercados por una coalición de Turquía, Grecia y Rumania a favor de Serbia. En agosto de 1913 el Tratado de Bucarest daba a Serbia y Grecia la mayor parte de Macedonia, con lo que Serbia obtenía su objetivo original, y Rumania adquiría la parte sur de Dobrudja, sobre el Mar Negro. Hasta la enferma Turquía recobró el control de Adrianópolis.

Así juzgan los resultados Barnes, Blum y Cameron en The European World: “Las nuevas naciones de los Balcanes habían aprendido las lecciones de la Realpolitik demasiado bien. Ninguna noción de ilustrado interés propio, fuese económico o de otro tipo, reprimía sus tendencias expansionistas. Sus finanzas públicas eran deficitarias, sus estándares de vida estaban escasamente sobre el nivel de subsistencia, y sin embargo sus líderes jugaban el juego de la política de poder con un irresponsable abandono que incluso los diplomáticos alemanes de la era post Bismarck se estremecieran. Tal era el intoxicante legado de la independencia después de más de cuatro siglo de dominio turco, junto con el tutelaje y el ejemplo de las grandes potencias”.

Bajas búlgaras en la II Guerra de los Balcanes

Entonces, el 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando de Austria tuvo a bien visitar, en compañía de su esposa, la duquesa de Hohenberg, el pueblo bosnio de Sarajevo, luego de observar maniobras de las tropas austriacas acantonadas en las inmediaciones. Había llevado a su consorte para que le rindieran honores, como compensación por el desagrado de su tío, el emperador Francisco José, con su matrimonio. Cuando se dirigían al edificio del ayuntamiento, donde esperaba el alcalde para entregarles las llaves de la ciudad y pronunciar los discursos de rigor, pudo Francisco Fernando eludir un primer atentado, desviando con su mano la bomba que habían lanzado a su automóvil descapotado. Luego de regañar agriamente al alcalde, el heredero del trono austro-húngaro insistió en ir al hospital a visitar a los heridos por la explosión a la que había escapado. El conductor del automóvil imperial equivocó el acceso, pasando por delante de otro asesino, el estudiante y anarquista serbio Gavrilo Princip, que no acertó a disparar sobre la pareja. Al percatarse de que había entrado en la calle a contramano, el conductor retrocedió, y esta vez Princip no erró su objetivo. Francisco Fernando y Sofía Chotek cayeron abatidos por los disparos del terrorista, quien accionó su pistola a pocos metros de la infortunada pareja.

Princip

Gavrilo Princip es conducido bajo arresto en Sarajevo minutos después de asesinar a Francisco Fernando de Austria y Sofía Chotek el 28 de junio de 1914. Moriría de tuberculosis en prisión.

Irónicamente, Francisco Fernando procuraba, para los eslavos del sur que vivían en los Balcanes, un status de equiparación con los pueblos de la Monarquía Dual—austriacos y húngaros—en el llamado “trialismo”. Los bosnios y los herzegovinos, sin embargo, irritados por su forzada anexión a Austria-Hungría en 1908, buscaban más bien su separación del imperio para unirse a una Gran Serbia. Pero el doble magnicidio, alentado y armado por la policía secreta serbia, fue una muy mala idea. En lugar de facilitar la secesión de Bosnia y Herzegovina, provocó con ella la guerra de Austria contra Serbia y, con ésta, la Primera Guerra Mundial.

Bismarck ya no gobernaba en Alemania. A la muerte del emperador Guillermo I, su hijo ascendió al trono con el nombre de Guillermo II. (Willy, para los íntimos). En 1890 el nuevo monarca despidió al gran Junker y procedió alocadamente a desmantelar la alianza tripartita que Bismarck había forjado cuidadosamente y por veinte años había garantizado la paz en Europa: la Dreikaiserbund o Liga de los Tres Emperadores entre Alemania, Austria-Hungría y la Rusia zarista, la fórmula à trois del Canciller de Hierro. Rusia, ante los desvaríos de Guillermo II, se había negado a renovar la alianza y en cambio estableció un pacto de mutua defensa con Francia; además, tenía un compromiso de defender a Serbia en caso de guerra, precisamente, con Austria-Hungría. Por su parte, un sólido pacto defensivo mantenía aliados a alemanes y austro-húngaros, e Inglaterra, en entente cordiale con los franceses, estaba comprometida en la defensa de la neutralidad de Bélgica, al igual que Francia.

El gobierno de Viena no podía tolerar la grave afrenta, por más que los monarcas europeos estuvieran acostumbrados a los atentados contra sus reales personas: el mismo emperador Franz Josef I de Austria había perdido a su esposa, Sissí Emperatriz (Isabel de Baviera), en uno de esos atentados anarquistas, sin que por tal cosa se hubiera desatado una guerra. En juego, empero, estaba en esta ocasión el prestigio austriaco y la estabilidad de su imperio. A pesar de que Viena ignoraba que la conspiración había sido orquestada por Serbia (lo que se supo después de 1918), sí sabía que los conjurados eran serbios, que la prensa serbia había exaltado el magnicidio y que las armas asesinas habían sido entregadas en Belgrado. Así, una vez asegurada del apoyo alemán a principios de julio, Austria-Hungría envió a Serbia un ultimátum “formulado de tal forma que no pudiese aceptarlo sin capitular ni pudiese rechazarlo sin provocar la intervención armada austro-húngara”.[1]

Serbia, que había salido victoriosa y engrandecida de las Guerras de los Balcanes, y se sentía protegida por Rusia, calculó que podría defenderse de Austria-Hungría y rechazó el ultimátum recibido el 23 de julio con cuarenta y ocho horas de plazo para responderlo. El 27 de julio, luego de infructuosos esfuerzos diplomáticos de última hora, Austria-Hungría declaraba la guerra a Serbia. Esta nación había calculado mal, pero también las demás potencias, que estimaron todas que el conflicto podía todavía circunscribirse al escenario balcánico. Se creyó que sería una guerra limitada y relativamente rápida, al estilo de la Guerra de Crimea a mediados del siglo XIX, la que de todos modos había dejado una herencia de doscientos mil muertos. Nadie estaba preparado para los nueve millones de muertes que se causarían entre 1914 y 1918.

Los Balcanes, por supuesto, eran punto neurálgico de la geografía. Turquía todavía los consideraba suyos; Austria-Hungría quería más de su territorio luego de sus anexiones de 1908; Rusia los consideraba estratégicos porque su política secular había sido el establecimiento de puertos que no se congelaran en invierno, y procuraba la salida al Mediterráneo desde el Mar Negro, para lo que necesitaba que los estrechos del Bósforo y los Dardanelos le fueran practicables; Inglaterra, por su parte, sentía la misma necesidad para proteger sus intereses en Egipto, y para tal fin ocupaba Chipre. Lo que todos esperaban era una Tercera Guerra de los Balcanes, aunque sabían que esta vez el conflicto requeriría la intervención directa de las potencias, por más que las batallas se libraran en suelo de terceros.

Premio Pulitzer en 1963

Pero pronto caerían una por una las piezas del dominó, adosadas en dos grupos de intereses contrapuestos y arrastradas por los acontecimientos. Al día siguiente de la declaración inicial de guerra contra Serbia, Belgrado sufría los primeros bombardeos. Rusia había ordenado la movilización general de sus ejércitos en cuanto supo de la declaración, y Alemania procuraba que Austria reanudara negociaciones directas con Rusia, mientras aseguraba a Inglaterra que “no anexaría” territorios de Bélgica y Luxemburgo a cambio de la neutralidad inglesa y procuraba la separación de Rusia y Francia. Ni Francia ni Inglaterra entraron en el juego, y los ingleses exigieron un compromiso alemán más claro de respetar la neutralidad de Bélgica, a lo que Alemania se negó. Rusia cambió por unas horas, informada de los intentos diplomáticos de Alemania, su orden de movilización general por una de movilización limitada sólo contra Austria, pero regresó a su primera postura al fracasar sus negociaciones con los austriacos. Finalmente, el punto de no retorno se alcanzó el 1º de agosto, cuando simultáneamente Francia y Alemania ordenaron la movilización general. En horas de la noche de ese día Alemania declaró la guerra a Rusia, después de esperar la respuesta a un ultimátum que nunca llegó. Al día siguiente, tropas alemanas entraron en Luxemburgo y solicitaron permiso de Bélgica para atravesar su territorio en dirección a Francia. Los belgas rechazaron la petición y fueron invadidos de todos modos por los alemanes, que así violaron la neutralidad de Bélgica, que todas las potencias habían garantizado en 1839. El 3 de agosto, Alemania declaraba la guerra a Francia y al día siguiente los ingleses, ante tales hechos cumplidos y obligados por el compromiso de defender la neutralidad de los belgas, declararon la guerra a Alemania. Esa misma semana completó la involucración de todas las grandes potencias, con excepción de la sinuosa Italia, y también se metieron al fuego Bélgica, Luxemburgo, Serbia y Montenegro, del lado franco-anglo-ruso. Antes de finalizar agosto Japón declaró la guerra a Alemania y Austria-Hungría, a las que se sumó Turquía a fines de 1918. La Primera Guerra Mundial había comenzado.[2]

La pesadilla que espantaba a Bismarck se materializaba: la necesidad de Alemania de conducir la guerra en dos frentes a la vez, contra Francia y contra Rusia. A corto plazo, esta desventaja estaba compensada con creces por el mayor apresto militar alemán y su superioridad industrial, sobre todo respecto de Francia y Rusia. Además, sus líneas de suministro eran más cortas, y contaba con una eficiente red ferroviaria.

Pero a pesar de estos factores favorables, y de que Austria-Hungría afrontaría los primeros ataques de los rusos, aliviando la presión del frente oriental sobre Alemania, la campaña contra Francia, prevista para una terminación rápida, dio paso a una guerra de desgaste, al ser detenido el avance alemán a ochenta kilómetros de París. A partir de allí, los ejércitos enfrentados en el frente occidental comenzarían una carrera hacia el Canal de la Mancha, con el objeto de envolver cada uno al enemigo. Ninguno de los dos lo consiguió, y la guerra se transformó en un pulso de trincheras que no se movieron durante años, sin que ninguno de los contendientes ganase terreno.

Trinchera

Diagrama esquemático de una trinchera

Francia tenía menor población que Alemania, estaba menos industrializada y menos preparada en el aspecto militar. Rusia sí tenía una población enorme, pero estaba atrasada militar e industrialmente. Sus grandes distancias, y su mal desarrollada red ferroviaria dificultaban el movimiento de sus tropas, y su ubicación la hacía inaccesible para el apoyo de sus aliados. Inglaterra, en cambio, aportó su poderío y sus recursos de ultramar, incluidos acá el apoyo de sus dominios. La flota británica fue decisiva en tareas de suministro, a pesar de una feroz guerra submarina en su contra. Finalmente, la entrada en guerra de los Estados Unidos en 1917, justamente en el momento cuando Rusia colapsaba a la abdicación de Nicolás II, trajo a la lucha una definitiva ventaja material. A pesar de que Rusia, ya en manos de los bolcheviques, aceptó una desventajosa paz con Alemania (Tratado de Brest-Litovsk), Austria-Hungría colapsó también y ya Alemania no pudo sostener su esfuerzo bélico. Guillermo II abdicaba el 9 de noviembre de 1918 y dos días más tarde un armisticio ponía fin a la guerra que acabaría con todas las guerras.

El imperio de los Zares no aguantó una segunda revolución. A la abdicación de Nicolás II sucedió un gobierno provisional, en manos del moderado Alexander Kerensky. Éste no duró mucho tiempo. El 17 de noviembre de 1917 (25 de octubre del Calendario Juliano seguido por los rusos) un golpe de Estado comunista, liderado por Vladimir Ilich Lenin, se hizo con el control en menos de veinte horas. Días antes, San Petersburgo era invadido por hordas desempleadas y hambrientas que paralizaron la ciudad en medio de la escasez. León Trotsky, artífice de la táctica de ocupar puntos neurálgicos como estaciones de trenes, centrales del acueducto y oficinas telegráficas, logró aislar a Kerensky en el palacio de gobierno, dejando al país descerebrado. Pocos días antes, evaluando el probable éxito de la acción, y tomando en cuenta el efecto de la crisis económica, había confiado a Lenin: “Esto va a ser tan fácil como darle una patada a un paralítico”.[3]

Lo primero que hicieron los bolcheviques fue hacer la paz con Alemania. Luego lidiarían con la contrarrevolución de los “rusos blancos”, que vencieron. Así estabilizaron un gobierno que por 70 años determinaría buena parte de la política mundial, después de participar victoriosamente en la Segunda Guerra Mundial y constituir una de las dos caras de la Guerra Fría.

Lenin

Vladimir Ilich Lenin

La Gran Guerra significó la desaparición de Austria-Hungría, que se fragmentó en distintas repúblicas. Esta circunstancia dejaba un solo chivo expiatorio para cargarle la culpa del desastre: Alemania, y sobre ella se afincaron las potencias reunidas en Versalles para dictar los términos de su rendición definitiva.

A pesar de intentos pacificadores por parte de Woodrow Wilson, el Presidente de los Estados Unidos, el rencor francés determinó que las condiciones impuestas a Alemania fueran excesivamente drásticas: Alsacia y Lorena regresaban a Francia, la Renania debía ser desmilitarizada, se limitaba a 500 mil hombres el ejército alemán, se le prohibía aviación y flota de guerra, y se le exigía onerosas indemnizaciones que en poco tiempo terminaron por hundir la ya devastada economía alemana. Sólo las voces agoreras de John Maynard Keynes y Winston Churchill se alzaron en Inglaterra para advertir que el Tratado de Versalles era un error monumental: el primero pronosticó el desarrollo de una crisis económica mundial, que se materializó en una década; el segundo profetizó una nueva y peor guerra a la vuelta de veinte años, en la que fue destacado protagonista y cuya historia escribió.

Wilson había propuesto “catorce puntos” que guiaran el reacomodo político y la elusión de nuevas guerras. Éstos incluían el ejercicio de una diplomacia abierta—open covenants openly arrived at—el rediseño de las fronteras “a lo largo de líneas de nacionalidad claramente reconocibles”, la limitación de armamentos y la creación de una organización internacional que previniera los conflictos: la Liga de las Naciones. A pesar de que ésta llegara a fundarse, el propio país del presidente Wilson jamás consintió en ser miembro. Poco después el ex profesor de Princeton, con el espíritu desilusionado y la razón ida, dejaba este mundo. LEA


[1] Historia Universal, Editorial Planeta: Tomo 11, Siglo XX (I), De 1914 a 1942.

[2] Un extraordinario relato de estos primeros días de la guerra, y de la actividad diplomática que los precedió, se encuentra en The Guns of August, de Bárbara Tuchman, la historiadora norteamericana doblemente premiada con el Premio Pulitzer.

[3] Narrado por Curzio Malaparte en su libro La técnica del golpe de Estado.

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