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La primera tarea asumida por Juan Barreto una vez que Hugo Chávez llegara a presidir la república fue la de dirigir una empresa editorial aduladora y abusiva que fracasó estrepitosamente: El Diario del Presidente, periodicucho que fue incapaz de sostener su circulación por más de seis meses, ni siquiera porque se vendía por precio irrisorio. Nunca pudo conseguir lectores en número suficiente.

Hasta llegar, parásito de la popularidad de su demagogo jefe, a la Alcaldía Metropolitana de Caracas, no destacó en otro arte que el de ladrar en castellano. Pomposo perdonavidas, enfermo de odio, estéril, siempre ha procurado imitar lo peor de Chávez, su gusto por la violencia y por la saña.

Con su alevosa «disertación» de este pasado martes creyó, estúpidamente, que «se la comía», aplaudido por un coro de borregos a destajo cubiertos con franelas rojas, obsequiado con la sonrisa del alcalde Rangel Ávalos, igualmente estúpida, mientras defecaba por la boca. Es como él cree que hace méritos históricos.

Ignoraba, entonces, que ya su retrato había sido pintado para la posteridad, aunque no con óleos o pasteles, sino con palabras. He aquí tres detalles del cuadro-texto que lo inmortaliza:

«La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento».

«La dicha de los fecundos martiriza a los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que los amargan por toda la existencia; este dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción o el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos».

«No sólo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables afanes de popularidad, más denigrantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de las turbas, puede mentírseles bajas alabanzas disfrazadas de ideal; más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad».

El escritor-pintor: José Ingenieros. El título del libro-retrato: El hombre mediocre.

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