Fichero

LEA, por favor

Vuelvo a certificar, como lo hiciera en la Ficha Semanal #54 de doctorpolítico (12 de julio de 2005), mi admiración por la prosa certera, elegante y culta de Ángel Bernardo Viso, a mi juicio uno de los más finos prosistas de la modernidad venezolana. En aquella ocasión se reprodujo parte de una de sus «Memorias marginales», el conjunto de cartas «de Pedro Mirabal» que escribió para un imaginario amigo desde Madrid. Monte Ávila Editores se encargó de publicar el libro en 1992, cuando se cumplía el quinto centenario del Descubrimiento.

Viso es un eternamente interesado en el tema de nuestra identidad nacional. Así lo demostró al escribir «Venezuela: identidad y ruptura», un ensayo dolido y hermoso sobre los errores básicos de nuestra formación como pueblo. Sus tesis florecen de nuevo en las veintitrés cartas de «Memorias marginales», de las que la décima ha sido escogida para esta Ficha Semanal #111.

En ella alude a la miliar obra de Germán Carrera Damas, «El culto a Bolívar», que exhibe impúdicamente la patológica sacralización del Libertador, tema que ha actualizado con bellas e incisivas y pertinentes letras Elías Pino Iturrieta. En la carta que se reproduce aquí, fechada el 26 de abril de 1990, dos años antes de la insurgencia del 4 de febrero, ya Viso encontraba hermanados el culto a los héroes independentistas y la demagogia. Así delata terriblemente «…la consagración, en nuestra constitución no escrita, única verdadera, de la demagogia como un derecho inalienable de los gobernantes frente a los gobernados».

Es más que patente la insolente manipulación que el actual régimen venezolano hace de la figura de Bolívar, para justificar lo que no es otra cosa que un desordenado proyecto de poder personal. La lectura de Viso permite entender una de las razones de este interés chavista en los puntos de vista de Bolívar: el Libertador mismo tenía un proyecto de perpetuación vitalicia en el poder, por más que los guardianes autonombrados de su memoria salgan a defenderlo. Bolívar quería ser rey por otro nombre, como antes Miranda quiso ser inca o emperador en América. Ahora que se nos propone la reelección indefinida, valdría la pena recoger el reto de un pretendido referendo al respecto. Como antes con el Padre de la Patria, ante una figura menor de nuevo negaríamos el despropósito. Que venga la consulta, para rechazar la pretensión continuista con redoblado vigor.

LEA

Recuerdo al margen

El recuerdo de los campesinos calaboceños arruinados, y mi propio desarraigo, me lleva a atribuir las causas de nuestras desventuras a sucesos ocurridos hace varios siglos, aunque sólo de manera paulatina pueda exponerte la vinculación entre esos hechos y el marasmo actual de Venezuela.

En un libro escrito a fines del siglo XVIII, Las veladas de San Petersburgo, Joseph de Maistre, partiendo de una interpretación literal del Génesis, llega a la conclusión de que los primitivos habitantes de América eran los frutos podridos del árbol de la creación, los descendientes degenerados, por el mucho pecar, de los expulsados moradores del Paraíso. Poco faltó al conde saboyano, jefe de la escuela reaccionaria francesa, para justificar la matanza de los indígenas americanos, alegar que el demonio los poseía; ya sabemos que los colonos ingleses del norte, lectores asiduos de la Biblia, encontraron esta matanza perfectamente natural. Como ha sido observado, a pesar de su cacareado catolicismo, de Maistre respondía más a la óptica protestante—Ginebra está muy cerca de su tierra natal—que a la católica. A pocos centenares de leguas al sur de Saboya, los teólogos españoles alcanzaron conclusiones diferentes; entre ellos terminó imponiéndose la idea de que los indios, culpables o no de presuntos pecados anteriores, sólo requerían de la educación para alcanzar la capacidad natural que tenían como hombres; les convenían misioneros, encomiendas y las instituciones protectoras de las Leyes de Indias: eran ovejas necesitadas de un rey pastor…

La política española respondió siempre a la concepción según la cual los pueblos americanos estaban compuestos por seres plenamente humanos y con todos los atributos espirituales de los europeos, pero todavía menores de edad y sujetos a tutela; consecuente con esa teoría, el gobierno peninsular impuso a la pesada burocracia colonial el cometido de proteger a las clases sometidas e impedir que fuesen tiranizadas por los blancos descendientes de los conquistadores. La igualdad ante la ley no sólo hubiese sido herética: era imposible concebirla sin ser tachada de locura, pues había una clara conciencia de la desigualdad natural entre los súbditos del rey, conciencia que llevó necesariamente al paternalismo hacia nuestros pueblos, tan criticado y todavía en vigencia. Sin embargo, si en tiempos coloniales ese paternalismo era consecuencia de las premisas conceptuales de las que se partía, ahora hay una evidente contradicción, vinculada al populismo, en pretender conceder a los integrantes de las clases populares, a un tiempo mismo, la igualdad y la desigualdad; el derecho a decidir el destino de una colectividad mediante el voto y el ejercicio de los cargos electivos, de una parte; y, de la otra, el derecho a ser protegidos en la relación de trabajo, y en todos los aspectos de la vida, como si fuesen niños.

Al iniciarse la Independencia, los libertadores de estas partes tropicales de América se vieron en la necesidad práctica de captar la buena voluntad de indios, negros y pardos; estos últimos, de acuerdo con las estimaciones de la época, constituían la mayoría de la población de Venezuela… En la actitud de aquéllos se sumaba la conveniencia política a la influencia de los ideólogos franceses del siglo XVIII y de los políticos norteamericanos y franceses que auspiciaban el establecimiento de repúblicas democráticas en el mundo occidental. Era inevitable la tentación de prometer los derechos cívicos a los mismos pardos a quienes se invitaba a tomar las armas contra el rey; era casi igualmente inevitable que se falsificase la verdad histórica, denunciando a los españoles como opresores de nuestros pueblos y acusando a la Colonia de oscurantismo, barbarie y tiranía.

Visto a la distancia, el lamentable término de ese proceso, junto con el establecimiento de la total igualdad formal, fue la consagración, en nuestra constitución no escrita, única verdadera, de la demagogia como un derecho inalienable de los gobernantes frente a los gobernados. La demagogia nació del matrimonio contra natura de la igualdad formal y de la desigualdad real, de la permanente necesidad de conquistar la adhesión de las mayorías populares, a quienes los maestros de la Colonia, misioneros y encomenderos, no habían terminado de formar, y que luego fueron engañadas por promesas de bienes inalcanzables. El paternalismo actual también surgió como fruto ilegítimo de la demagogia y de la mala conciencia de los gobernantes, conocedores de la frustración de las clases populares e impotentes para permitirles un desarrollo armonioso.

Íntimamente ligado a la demagogia está el culto a los héroes y en especial a Bolívar. No sólo comparto al respecto la opinión de Germán Carrera Damas, sino que creo preciso ampliarla. La idea de la Independencia, como fundación de la patria y fuente de bienes inagotables, es consecuencia de una manipulación hecha de manera consciente y en gran escala por los hombres que han detentado el poder en Venezuela desde 1810 hasta la fecha, con la complicidad de los historiadores de más prestigio. Se ha creado así un país ficticio, cuyo devenir ideal, escrito en frases huecas y solemnes, no coincide con la pobre realidad contemplada diariamente por nosotros.

Un moderado paternalismo, de acuerdo con las pautas de la Colonia, regido por sabias normas y no sujeto a los sobresaltos de la demagogia, hubiese sido probablemente necesario en toda América. Cuando Bolívar quiso dar forma constitucional a nuestras repúblicas, auspició dos instituciones que, de haber sido aceptadas, y a pesar del caos creado por la revolución, acaso hubiesen permitido parcialmente la continuación de la paideia colonial. Ya en su Carta de Jamaica exponía, al describir la futura organización de Colombia: «Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio y jamás hereditario, si se quiere república; una cámara o senado legislativo hereditario que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno…».

Más tarde, en Angostura (1819), precisaba su idea respecto del senado hereditario y proponía que los primeros senadores fuesen precisamente los libertadores, cuyos sucesores debían ser educados en un colegio especial «destinado para instruir aquellos tutores, legisladores futuros de la patria». Posteriormente, en el proyecto de Constitución de Bolivia (1826) rectificaba su idea anterior y proponía un presidente perpetuo, quien elegiría un vicepresidente que le sucediese: «…un presidente vitalicio, con derecho para elegir al sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano».

Al repasar estos textos no se puede menos que sonreír, recordando las tempestades levantadas por los fariseos, al defender al Libertador de la sospecha de querer coronarse. C. Parra Pérez consagró a ese tema un libro magistral (La monarquía en la Gran Colombia), con documentos inéditos hasta su publicación, que arrojan luz nueva sobre el llamado proyecto monárquico, cuyo principal impulsor (¿a instancias de quién?) fue Rafael Urdaneta; el sabio historiador era diplomático de profesión, y se negó a sacar conclusiones, dejándolas a la imaginación de sus lectores… Sin embargo, ¿qué importan éstas si tenemos presentes las reformas constitucionales proyectadas por Bolívar? Él quería tutelar al pueblo colombiano, e incluso americano, por medio de instituciones de tal naturaleza que correspondían, a pesar de su nombre, a una monarquía parecida a la del entonces prestigioso modelo inglés.

El mismo Bolívar, antes de proponer esa tutela, había denunciado antes en Bogotá (1815) «el ignominioso pupilaje de tres siglos» impuesto por el gobierno colonial. Claro está, en la tutela propuesta por él, los pupilos habrían pertenecido a las clases populares; miembros del consejo de tutela serían sus compañeros de armas; y tutor, el propio Libertador. A pesar de esa inconsecuencia lógica, perfectamente normal en política, es lástima que una proposición semejante no hubiese sido aceptada, porque ya el fogoso revolucionario había sido sustituido por el visionario, aterrado por la destrucción de la paz social de la Colonia, de esa «provisional ordenación del caos», a la que me referí anteriormente. Por ese motivo, poco antes de morir envió a un antiguo subordinado suyo este texto que merece ser aprendido de memoria:

Usted sabe que yo he mandado veinte años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: Primero, la América es ingobernable para nosotros; Segundo, el que sirve en una revolución ara en el mar; Tercero, la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; Cuarto, este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; Quinto, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; Sexto, si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de América.

Las antes citadas iniciativas constitucionales bolivarianas habían sido precedidas, como ocurrió casi siempre, por otras correspondientes de Miranda, recordadas por el mismo Gil Fortoul. El Precursor propuso al ministro inglés Pitt, veinte años antes de la revolución americana, un proyecto de constitución en la que el poder ejecutivo sería ejercido por un inca o emperador hereditario; y la cámara alta (equivalente a la británica cámara de los lores) estaría compuesta de senadores o caciques vitalicios, nombrados por el inca; finalmente, los altos magistrados del poder judicial serían de igual manera vitalicios y nombrados también por el inca. La constitución se aplicaría a un estado hispanoamericano cuyo límite norte sería el río Mississipi, desde su desembocadura hasta sus cabeceras, y cuyo límite sur sería el Cabo de Hornos…

Esas ideas fracasaron totalmente, entre otras cosas, por la política del gobierno inglés, a quien Miranda trataba ingenuamente de convencer y cuyas directrices siguió, o pareció seguir, tanto tiempo. Pitt y sus sucesores dirigían una nación sólo interesada en dividir a sus enemigos y en establecer su dominio sobre el mundo. Para él los hispanoamericanos éramos adversarios en potencia, por descender de una raza con vocación imperial, aunque España estuviese en decadencia. Los ingleses no sabían entonces, no podían saber, que en el siglo XX encontraríamos complacencia en nuestra pertenencia al Tercer Mundo; que, en lo personal, nos sentiríamos satisfechos en parecer latin lovers, en ser melenudos declamadores de canciones de protesta o, en fin, uno de esos emigrantes, de dudoso o mal vivir, llamados hispanos en los barrios bajos de la opulenta América del Norte.

Inglaterra seguía en esa época la misma política adoptada por ella en tiempos de Felipe II y de Luis XIV, y todavía en práctica durante los gobiernos de Napoleón y de Hitler; la misma que, si hubiese podido, habría aplicado Margaret Thatcher frente a Europa; su política eterna, uno de cuyos rasgos es la afectada ignorancia y el desprecio hacia lo español.

De joven, pude vivir largos meses en dos pequeñas ciudades inglesas, donde tuve la sorpresa de ser tomado por peninsular y el placer intelectual de entender a los ingleses. Entonces lamenté más que en los bancos escolares la tempestad que deshizo la Armada Invencible y lloré la muerte de Álvaro de Bazán, el temido Marqués de Santa Cruz, quien hubiese sido jefe de la fracasada expedición española. Aprendí a admirar la cultura y la política inglesas desde una distancia irreversible, como se comprende la extraña hermosura de un animal de presa, la «aciaga joya» descrita por Borges en un poema, convencido de que era imposible exigirle ni piedad ni largueza, y ni siquiera una conducta distinta a la observada por ella desde que adquirió conciencia histórica, después de Hastings (1066), como si fuese un astro condenado a un movimiento inscrito en una órbita celeste; «Below, the boarhound and the boar // Pursue their pattern as before», escribió T. S. Eliot…

Ángel Bernardo Viso

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