El revuelo causado por el discurso reciente de Benedicto XVI en el Aula Magna de la Universidad de Regensburg (Ratisbona, 12 de septiembre) es algo que debió estar previsto por el Sumo Pontífice, algo discutido de antemano por el Papa y su estado mayor. Si unas caricaturas danesas causaron disturbios escandalizados en áreas musulmanas, si en su momento Salman Rushdie recibió sentencia de muerte por sus «Versos satánicos», el Vaticano no podía suponer que las palabras cuidadosamente escogidas por el papa Ratzinger pasarían sin pena ni gloria.
Lo que ha hecho el Papa es actuar como representante de miles de millones de ciudadanos del planeta que no comprenden como una religión—más precisamente, algunos fieles de una religión—pueda a estas alturas del siglo XXI predicar la guerra santa. La precisión y extensión de la cita que Benedicto XVI insertara en su discurso, atribuida al emperador bizantino Manuel II Paleólogo, no dejan lugar a la duda. El discurso fue intencional y la reacción anticipada. Benedicto XVI ha abierto un debate.
Claro que los cristianos hicieron guerra santa con las Cruzadas, y se mataron entre sí, católicos y protestantes, en más de una guerra en Europa. Es un fenómeno occidental: ni los lamas tibetanos ni los brahmanes hindúes andan en plan misionero armado por el mundo. Son las tres religiones del mismo Dios de Abraham—como Mahoma reconociera—y no sólo la islámica, las que son problemáticas. La más antigua, la judía, porque predica que hay un pueblo específico que hizo un contrato específico con la divinidad, que hay un pueblo elegido de Einsteins y Barenboims entre todos los pueblos de la tierra, que sólo ese pueblo tiene una alianza con Dios. A pesar de esto, o quizás precisamente por eso, no son proselitistas ni tienen una actitud expansiva; tan sólo una latente soberbia.
La segunda cronológicamente hablando, la cristiana, porque siempre ha pretendido que es «la única religión verdadera» y recibió del mismo Dios, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el encargo o mandato de catequizar a todas las gentes del mundo. A estas tierras llegó con los descubridores y conquistadores, y por eso nos persignamos y comulgamos, en lugar de prosternarnos con la cabeza en dirección de La Meca. (Gracias a que los Reyes Católicos derrotaron a los moros para la época en que Colón cruzaba el océano por vez primera).
La más joven es la islámica, nacida en medio de guerras tribales y llena por esto de instrucciones concretas de guerra santa, que los más radicales sacan de contexto histórico y los doctos islamistas mantienen a raya. Muhammad Shahrour, por caso, recomienda una reinterpretación de sus textos sagrados, muchos de cuyos preceptos, sobre todo los que tienen que ver con la práctica de la guerra, son sacados de contexto para dotarles de una cualidad general que no tienen. Por poner el caso más notable, toda la Sura del Arrepentimiento—una descripción del fallido intento de Mahoma por establecer un estado en la Península Arábiga—se emplea a menudo para justificar ataques extremistas. («Maten a los paganos donde los encuentren»). Sharhour argumenta que ese mandato debe entenderse como restringido a la lucha específica que Mahoma libraba entonces.
Tal vez debiera Benedicto XVI emplear todo su poder de oración para pedir al Altísimo que envíe un Mesías islámico, que de un plumazo suscite un Nuevo Testamento del Islam, y lleve a Mahoma a la condición que en nuestro caso ostenta Moisés, admiradísimo y queridísimo líder del Antiguo Testamento, el del temor de Dios, que en su época expulsaba parejas del Paraíso, enviaba diluvios, abría mares, extendía plagas, confundía lenguas y arrasaba con Sodoma y Gomorra. Entretanto surge este nuevo líder religioso del Islam, que agrupa a mil doscientos millones de fieles, Benedicto XVI ha dado un valiente paso. No debiéramos dejarlo sólo, pero tampoco debemos mirar la paja en el ojo ajeno cuando tenemos, por historia, la viga en el propio.
La mezcla de religión y política ha sido siempre causa de sufrimiento de los pueblos. Dice el gran intelectual islámico S. Parvez Manzoor: «El Estado, como fenómeno histórico, en consecuencia, ni ‘encarna’ la Ley ni ‘representa’ la verdad de la fe sino que constituye una entidad contingente que tiene jurisdicción sobre los cuerpos de los hombres pero no sobre sus conciencias». ¿No es esto acaso una forma culta y técnica de afirmar lo mismo que la máxima de Jesús de Nazaret, «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»?
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