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Desde que Hugo Chávez, revelado como gran promotor editorial, convirtiera en éxito de librería a un libro de Noam Chomsky con una breve mención en un discurso ante las Naciones Unidas, la obra—Hegemonía o supervivencia—es comidilla en más de un círculo entre nosotros. La Ficha Semanal #113 de doctorpolítico reproduce un segmento de una sección—Protegiendo de la infección a niños traviesos—de su tercer capítulo, La nueva era de la ilustración, que puede servir de muestra que permita imaginar el conjunto.
El trozo revela cómo es que los latinoamericanos, así como otros pueblos «subdesarrollados», somos entendidos por los gobiernos norteamericanos y cómo, en consecuencia, somos tratados. En este fragmento hay una mención específica del caso venezolano, y Chomsky juzga que en 2003, cuatro años después de que Chávez comenzara a gobernar, las cosas siguen más o menos igual por lo que respecta a la distribución de las riquezas en nuestro país.
La traducción, como siempre, no necesariamente refleja el matiz exacto de la escritura original. Por ejemplo, en referencia a Italia, se tradujo la frase «even the dumbest wop would sense the drift» como «aun el más lerdo de los italianos perciba el cambio». En realidad «wop» es «Despreciativa y ofensivamente, un italiano o persona de descendencia italiana». (The Random House Dictionary of the English Language).
Una vez Chomsky decidió emprenderla contra el conductismo de B. F. Skinner, quien sostenía en «Más allá de la libertad y la dignidad» que estas categorías eran totalmente ilusorias, dado que la conducta humana sería en realidad el producto de una intrincada red de respuestas condicionadas, jamás el producto de una elección libre y digna. Así escribió Chomsky «Proceso contra Skinner», un implacable juicio lógico que disecaba la falaz argumentación del conductista norteamericano para dejarla muy mal parada, si no totalmente destruida. El procedimiento de análisis era tranquilo pero implacable, y es este mismo método de incesante acumulación de evidencias el empleado en «Hegemonía o supervivencia». Luego de su lectura, no hay forma de que los Estados Unidos puedan presentar su política exterior como basada en altruistas ideales. Siempre han actuado, a juzgar por la historia que Chomsky exhuma, para el beneficio de sus propios y egoístas intereses.
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Los niños traviesos
Los estados ilustrados de fines del siglo diecinueve no fueron los primeros en autoalabarse por liberar a los bárbaros de su triste destino—mediante la violencia, la destrucción y el pillaje. Se insertaban en una rica tradición de distinguidos líderes que se preocupaban por la creciente «inundación de doctrinas malignas y ejemplos perniciosos» y preguntaban «qué será de nuestras instituciones religiosas y políticas, de la fuerza moral de nuestros gobiernos, y del sistema conservador que nos ha salvado de la completa disolución si el contagio y la invasión de principios viciosos» no es impedida o vencida. Al expresar estas preocupaciones, el Zar y Metternich se referían a «las perniciosas doctrinas del republicanismo y el autogobierno popular difundidas por los apóstoles de la sedición» en el Nuevo Mundo—en la retórica de los planificadores contemporáneos, una manzana podrida que pudiera echar a perder el barril, un dominó que podía tumbar a los demás. El contagio de estas doctrinas, advertían, «cruza los mares, y aparece a menudo con todos los síntomas de destrucción que lo caracterizan, en lugares donde ni siquiera un contacto directo, una relación de proximidad pudiera dar lugar a la aprensión». Peor aún, los apóstoles de la sedición acababan de anunciar su intención de expandir sus dominios al proclamar la doctrina Monroe—»una especie de arrogancia, peculiarmente americana e inexcusable», como más tarde Bismarck la describiría.
Bismarck no tuvo que esperar la era del idealismo wilsoniano para aprender el significado de la doctrina Monroe, explicada al presidente Wilson por el secretario de Estado Robert Lansing, quien encontró su descripción «incontestable», aunque aconsejó que sería «impolítico» que llegara al público:
«En su defensa de la doctrina Monroe los Estados Unidos consideran sus propios intereses. La integridad de otras naciones americanas es un incidente, no un fin. Aunque puede verse esto como basado solamente en el egoísmo, el autor de la doctrina no tenía motivo superior o más generoso en su declaración».
La doctrina no pudo ser todavía plenamente llevada a la práctica por causa del balance del poder mundial, aunque Wilson aseguró la dominación estadounidense de la región del Caribe por la fuerza, dejando un terrible legado que ha llegado a nuestros días, y fue capaz de moverse un poco más allá, sacando al enemigo británico fuera de la rica en petróleo Venezuela y apoyando al vicioso y corrupto dictador Juan Vicente Gómez, quien abrió el país a las corporaciones norteamericanas. Se instituyó políticas de puerta abierta y libre comercio del modo usual: presionando a Venezuela para que prohibiera concesiones a los británicos mientras se continuaba exigiendo—y asegurando—derechos petroleros de EEUU en el Medio Oriente, donde los británicos y los franceses lideraban. Hacia 1928 Venezuela se había convertido en el líder exportador del mundo, con compañías norteamericanas a cargo. La historia continúa justo hasta las primeras páginas en 2003, con una enorme pobreza en un país de ricos recursos y potencial, ofreciendo gran riqueza a los inversionistas extranjeros y un pequeño sector de la población.
El alcance del poder de los EEUU era todavía limitado en época de Wilson, pero como había observado premonitoriamente el presidente Howard Taft, «no está distante el día cuando todo el hemisferio sea de hecho nuestro, como ya lo es moralmente en virtud de nuestra superioridad de raza». Los latinoamericanos pueden no entender, añadía la administración Wilson, pero esto es porque «son niños traviesos que están ejerciendo todos los privilegios y derechos de los mayores», y requieren «una mano firme, una mano con autoridad». No debía descuidarse los medios más suaves, sin embargo. Pudiera ser útil «darles unas cuantas palmadas de aprobación y hacerles creer que se les estima», como aconsejaba el secretario de Estado John Foster Dulles al presidente Eisenhower.
En todas partes hay niños traviesos. Wilson veía a los filipinos como «niños que deben obedecer como si estuvieran bajo tutela»—por lo menos, aquellos que habían sobrevivido a la liberación que él había propugnado mientras exaltaba su altruismo. Su Departamento de Estado también veía a los italianos «como niños que deben ser conducidos y asistidos más que casi cualquier otra nación». Era, por tanto, correcto y apropiado que sus sucesores ofrecieran entusiasta apoyo a la «estupenda revolución joven» del fascismo de Mussolini, que aplastó la amenaza de la democracia entre los italianos «hambrientos de liderazgo fuerte y que disfrutan ser gobernados dramáticamente».
El concepto prevaleció en la década de 1930 y fue revivido inmediatamente después de la guerra. Mientras los Estados Unidos subvertían la democracia italiana en 1948 negando alimentos a gente muerta de hambre, restaurando la policía fascista y amenazando cosas peores, el funcionario del escritorio italiano del Departamento de Estado explicaba que las políticas debían ser diseñadas de forma que «aun el más lerdo de los italianos perciba el cambio». Los haitianos eran «poco más que salvajes primitivos», de acuerdo con Franklin Delano Roosevelt—que reivindicaba haber reescrito la constitución haitiana durante la ocupación militar de Wilson—para permitir que las compañías norteamericanas se adueñaran de las tierras y los recursos de Haití después de que su recalcitrante parlamento fuera desalojado por los marines. Cuando la administración de Eisenhower buscaba deponer el recientemente establecido gobierno de Castro en Cuba en 1959, el jefe de la CIA, Allen Dulles, se quejaba de que «no hubiera en Cuba oposición que fuera capaz de acción», en parte porque «en estos países primitivos donde el sol brilla, las exigencias de la gente eran mucho menores que las de las sociedades más avanzadas», de forma que no estaban conscientes de lo mucho que estaban sufriendo.
La necesidad de disciplina ha sido reiterada con fuerza a lo largo de los años. Para mencionar otro caso de relevancia contemporánea, cuando el gobierno parlamentario conservador de Irán buscaba obtener control de sus propios recursos, los Estados Unidos e Inglaterra instigaron un golpe militar para instalar un régimen obediente que gobernó con el terror durante veinticinco años. El golpe emitió un mensaje de mayor alcance, que fue explicado por los editores de The New York Times:
«Los países subdesarrollados con ricos recursos cuentan ahora con una lección objetiva sobre el pesado costo que deben pagar cuando alguien de sus filas enloquece con un nacionalismo fanático… La experiencia de Irán puede fortalecer las manos de líderes más razonables y visionarios en otras partes, que tengan una comprensión clara de los principios de un comportamiento decente».
La misma lección había sido enseñada más cerca de casa, en la Conferencia de Chapultepec (México) en febrero de 1945, que echó las bases del orden de la posguerra ahora que la doctrina Monroe podía imnponerse en el sentido wilsoniano. Los latinoamericanos estaban ahora bajo la influencia de lo que el Departamento de Estado llamaba «la filosofía del Nuevo Nacionalismo, que comprende políticas diseñadas para producir una más amplia distribución de la riqueza y elevar el estándar de vida de las masas». Washington se preocupaba porque «el nacionalismo económico es el denominador común de las nuevas aspiraciones de industrialización»—como lo había sido para Inglaterra, los Estados Unidos y, de hecho, para cualquier otro país que hubiera tenido éxito en industrializarse. «Los latinoamericanos están convencidos de que el primer beneficiario del desarrollo de los recursos de un país debe ser el pueblo de ese país». Eso era inaceptable: los «primeros beneficiarios» debían ser los inversionistas estadounidenses, mientras América Latina cumplía su función de servicios. Los Estados Unidos impusieron, por consiguiente, una «Carta Económica para las Américas», diseñada para eliminar el nacionalismo económico «en todas sus formas». Con una excepción, sin embargo: el nacionalismo económico siguió siendo un rasgo crucial de la economía de los Estados Unidos, que descansaba mucho más que en el pasado en un dinámico sector estatal, que a menudo operaba bajo el paraguas de la defensa.
Noam Chomsky
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