Fichero

LEA, por favor

Rómulo Betancourt fue, nadie puede regatearlo, hombre crucial de la historia política venezolana. Inscrito al inicio de sus luchas en la doctrina marxista, fue poco a poco alejándose de su ortodoxia, en una trayectoria que va de las luchas contra el régimen de Juan Vicente Gómez, hasta su presidencia electa en el primer período propiamente democrático del país. Entre estos dos términos se interponen la fundación de Acción Democrática (1941) y el ascenso al poder, por golpe de Estado, en 1945, que determinó el trienio hasta 1948, el que fue asimismo concluido de manera abrupta por un golpe de signo contrario.

Al poco tiempo de su emergencia como líder (1928), y junto con un grupo de amigos de ideas similares, compuso el llamado Plan de Barranquilla, fechado en esta ciudad colombiana, buena para el exilio, el 22 de marzo de 1931. El documento fue firmado, además de por Betancourt, por Pedro A. Juliac, Simón Betancourt, Carlos Peña Úslar, P. J. Rodríguez Berroeta, Raúl Leoni, César Camejo, Mario Plaza Ponte, Ricardo Montilla, Rafael Ángel Castillo, Valmore Rodríguez y Juan J. Palacios.

El documento lleva una introducción, dos secciones de descriptivo diagnóstico, una de conclusiones y el programa o «plan» mismo: ocho grupos de acciones destinadas a iniciar una transformación de la estructura política, económica y social de Venezuela. El primero de estos ocho elementos prescribía: «Hombres civiles al manejo de la cosa pública. Exclusión de todo elemento militar del mecanismo administrativo durante el período preconstitucional. Lucha contra el caudillismo militarista». En 1945, no obstante, no tuvo empacho en aliarse con militares para dar el golpe contra el benévolo general Isaías Medina Angarita; para cuando fuera electo Presidente en 1958, ya había aprendido una prudente acomodación con lo militar después de que diez años antes Rómulo Gallegos perdiera el poder por una asonada. Este aprendizaje le permitió capear una media docena de intentos golpistas de signo diverso y el inicio de la actividad guerrillera en Venezuela.

Pero Betancourt nunca dejó de desconfiar del militarismo, y tal vez es por esto que Hugo Chávez le detesta de modo tan cordial, pues la retórica de éste no difiere mucho de la del «Plan de Barranquilla», que denunciaba como los factores del atraso venezolano la «Penetración capitalista extranjera» (segunda de las secciones descriptivas del documento) y la actuación oligárquica de élites de raíz latifundista. A este último fenómeno dedica el texto de Barranquilla la más larga de sus secciones—Organización político-económica semifeudal—que es la reproducida en esta Ficha Semanal #114 de doctorpolítico.

Me voy para Barranquilla

La Colonia, como organización jurídica y social ha pervivido dentro de la República. Legislando en nombre de una teórica y jamás consultada «voluntad popular», quienes concretaron en leyes los resultados de la revolución de independencia respetaron los fundamentos económicos feudales de la sociedad venezolana. Por debajo del nebuloso jacobinismo de la Sociedad Patriótica de igual manera que en el reposado acento de los primeros constituyentes de Caracas alentaba una misma aspiración de la «nobleza» criolla: mantener dentro de la República su posición privilegiada de casta poseyente de cultura y tierras, de esclavos explotados y de sutilezas escolásticas para justificar esa explotación. La Constitución caraqueña del año 11, las promulgadas por todas las legislaturas provinciales de esos mismos días, fueron elaboradas en armonía con ese criterio de la clase dirigente y para que sirvieran en sus manos de eficaz elemento de dominación. Todas consagraron el principio oligárquico, negación automática de esa democracia teóricamente proclamada, de que sólo los poseyentes de bienes raíces podían aspirar a funciones dirigentes. Los que nada tenían, la masa expoliada, sólo sirvió para darles cuotas de sangre a sus «señores» y para ayudarlos con ellas a extender a radios mayores que la «hacienda» o el «hato» patrimoniales el dominio de su influencia. A través de cien años, para las masas populares la situación continúa idéntica. Escindida Venezuela de la Gran Colombia, los «canastilleros» del año 30, aliados con la burguesía rural de cepa latifundista se compactaron alrededor de Páez, traidor a los ideales de su clase y conculcador sistemático de la libertad económica de los hombres con los cuales había luchado por la conquista de la libertad política. En las combinaciones de los dirigentes «godos», del 30 al 46, no se contó nunca, para nada, al pueblo, a la nación. La oligarquía liberal, aparte de las reformas formales utilizadas como «carnadas» para atraerse multitudes hambrientas de justicia social, fue tan re! spetuosa como la oligarquía conservadora del derecho para la burguesía criolla y para el capital extranjero de explotar en la ciudad y en el campo a los trabajadores manuales y a los sectores intelectual y medio no corrompidos. El desplazamiento del poder de una oligarquía por la otra no ha significado hasta ahora sino la alternabilidad de divisas partidistas en unos mismos grupos ávidos de lucro y de mando, identificados en procedimientos de gobierno y de administración. Hasta ahora no ha tenido Venezuela en su ciclo de república ningún hombre cerca de la masa, ningún político identificado con las necesidades e ideales de la multitud. Las apetencias populares han buscado, en vano, quienes las interpreten honradamente y honradamente pidan para ellas beligerancia. Hombres de acción y hombres de pensamiento, «guapos» y «literatos» se acordaron en toda época para ahogar el clamor de los bajos fondos sociales. Por eso, hoy como en los días de la Colonia, los hijos de los esclavos «libertados» por el teatral decreto de los asesinos del Congreso en el 48, están sometidos en el campo y en la fábrica a todas las ignorancias, a salarios de hambre y a un régimen brutal de explotación, por sistemas semiesclavistas, del hombre por el hombre.

La clase mantuana criolla fue a la revolución empujada por sus intereses de clase. Iba a suplantar el dominio metropolitano en la explotación directa de las masas, a reivindicar para sí el derecho a ejercer «la tiranía activa y doméstica». Pero, la burguesía colonial no estaba orgánicamente capacitada para gobernar sola. Su evolución económica y política no había cerrado el ciclo que determina la madurez en la actitud de una clase para monopolizar el poder. Le fue necesario pactar con una casta de hombres surgida de los azares de la guerra y con profundos arraigos en la conciencia popular, que en ellos creía ver la encarnación de su destino. Los mantuanos de la Segunda República rodean por eso a Páez, jefe de masas, surgido de la masa. Desde entonces, ya no terminará más el acuerdo del latifundista—siendo agraria nuestra realidad, la burguesía urbana e industrial apenas comienza hoy a cobrar fuerzas—con el «guapo» de turno en la presidencia. Caudillismo y latifundismo son y han sido, en lo interior, los dos términos de nuestra ecuación política y social.

Para caudillos y latifundistas la situación semihambrienta de las masas y su ignorancia son condiciones indispensables para asegurarse impunidad en la explotación de ellas. Sin libertad económica, analfabetos y degenerados por los vicios, los trabajadores de la ciudad y del campo no pueden elevarse a la comprensión de sus necesidades ni son capaces de encontrarles cauce a sus anhelos confusos de dignidad civil. La ausencia de protección por parta de nuestros gobiernos a las clases trabajadoras, lógica por el compadrazgo ya señalado de «generales» legisladores con dueños de haciendas y de fábricas, se aprecia por la simple consideración de que el primer código del trabajo promulgado en Venezuela, y eso de reaccionaria contextura fascista, corresponde al año de 1928. En cuanto a educación popular, el 90% de analfabetos demuestra cómo a pesar del «magnánimo» decreto de Guzmán Blanco y de los demás «esfuerzos» posteriores en el mismo sentido—incluyendo la reciente campaña de desanalfabetización decretada por Samuel Niño—, los fideicomisarios en la República de la clase dominante colonial han realizado a cabalidad el anhelo expresado en 1796 por los munícipes de Caracas, en Acta dirigida al rey, de que se continuara negando a las clases bajas «la ilustración de que hasta entonces habían carecido». La industria del «aguardiente» y el monopolio de la «jugada», mercantilización de taras sociales en beneficio de oligarquías, han sido otros de los instrumentos utilizados por nuestras llamadas clases dirigentes para docilizar masas ignaras. El balance de un siglo para los de abajo, para la masa, es éste: hambre, ignorancia y vicio. Esos tres soportes han sostenido el edificio de los despotismos.

Estos elementos de descomposición no pueden desaparecer de nuestro organismo nacional si no se renueva en sus propios fundamentos la estructura jurídica y social que los ha producido. Inatacada en sus bases la organización actual de la sociedad venezolana, no procurándose una más justa distribución de riqueza y de cultura entre sus componentes, se corre el riesgo de que fracasen los mejores ideales políticos de los hombres que deben sustituir en el poder a la horda que lo detenta, apenas hayan desaparecido esos hombres del escenario público, si es que antes no los hubiere utilizado una acción contrarrevolucionaria. Si en la alianza latifundista-caudillista se apoyaron primero las oligarquías y luego la autocracia para explotar al país, minar esa alianza, luchar contra ella hasta destruirla, debe ser la aspiración consciente de los venezolanos con un nuevo y menos gaseoso concepto de la libertad que el profesado por los jacobinos de todos los tiempos de la República, convencidos ingenuos de que el sufragio universal, el juicio por jurados y otras conquistas de orden democrático bastan para asegurar el «respeto a la ley» y «la felicidad de los pueblos».

Nuestra revolución debe ser social y no meramente política. Liquidar a Gómez y con él al gomecismo, vale decir, al régimen latifundista-caudillista, entraña la necesidad de destruir en sus fundamentos económicos y sociales un orden de cosas profundamente enraizado en una sociedad donde la cuestión de la injusticia esencial no se ha planteado jamás. Protección efectiva para el proletariado urbano, mejorando y elevando su standard de vida; un pedazo de tierra, sin capataces y sin amos, para el campesino desposeído por la voracidad de los terratenientes; educación popular intensiva, primaria y técnica para ambos estratos sociales; lucha abierta contra los vicios que minan la contextura moral y física de nuestros hombres, son conquistas primordiales, inaplazables, sin las cuales nuestra próxima revolución será una de las «clásicas danzas de espadas» venezolanas, sin trascendentales repercusiones en el organismo nacional. El logro de estas conquistas significa el desplazamiento del poder de todo hombre o partido de raíces militaristas y latifundistas, pues, como lo tienen demostrado cien años de fracaso de los ideales democráticos, terratenientes y generales son enemigos históricos de la cultura y mejoramiento de las masas.

Rómulo Betancourt, Pedro A. Juliac, Simón Betancourt, Carlos Peña Úslar, P. J. Rodríguez Berroeta, Raúl Leoni, César Camejo, Mario Plaza Ponte, Ricardo Montilla, Rafael Ángel Castillo, Valmore Rodríguez, Juan J. Palacios.

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