Cartas

Ha sido, sin duda, el más importante aporte de Manuel Rosales a la política nacional el haber reconocido serena y responsablemente su derrota en horas de la noche del pasado domingo 3 de diciembre. No únicamente por el resultado electoral en sí mismo, sino porque al fin puede regresar la sensatez y el sentido de realismo al seno de la oposición venezolana: la clara conciencia de que es minoría. Sin esta comprensión, nunca fue posible articular una estrategia política eficaz, pues para mucha gente opositora era dogma de fe que ganábamos los actos electorales pero nos robaban. Este dogma ha sido hecho pedazos por los contundentes resultados del domingo, aceptados gallardamente por Rosales.

Por supuesto, una que otra voz histérica afirma que Rosales se vendió, que el domingo por la noche ocurrió una entrevista entre Chávez y Rosales en presencia de los jefes militares, y que de allí habría salido un vergonzante pacto que traicionó a una militancia creyente en que el zuliano cobraría su triunfo. Álvarez Paz (Oswaldo), por ejemplo, ha salido a decir que hubo precipitación en el reconocimiento del triunfo de Chávez, y que nunca se sabrá «los verdaderos resultados». Se mostró resentido porque en la tarde del 3 de diciembre el comando de Rosales le informaba que sus encuestas de salida indicaban que Rosales triunfaba. En efecto, esa conseja fue transmitida, y no sólo Álvarez Paz, sino muchas otras personas fueron engañadas, a conciencia. Es práctica normal en la política la ocultación de la verdad a las tropas, para evitar que su moral se desplome. Roberto Smith Perera llegó a decir la mentira por televisión.

En todo caso, poco después de que el primer boletín emanado del Consejo Supremo Electoral anunciara la realidad, y que el presidente reelecto arengara a sus partidarios desde un balcón de Miraflores, Rosales aceptó que había sido vencido. El país entero, chavista y opositor, le debe reconocimiento por su hombría.

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La magnitud del resultado era lo que las encuestadoras más serias y profesionales habían advertido. Acá mismo se calculó un promedio de las mediciones hace una semana: «…los promedios de las encuestas dan a Chávez 61% y a Rosales 39%». (Y esto porque se incluyó en el cálculo las cifras de Alfredo Keller y de Penn, Schoen & Berland, que mejoraban la posición de Rosales. Datos oficiales del CNE: Chávez 62,89%, Rosales 36,85%). Pero antes de que la votación confirmara lo que nuestros más confiables profesionales de la opinión pública habían encontrado, todo género de calumnias caían sobre algunos de ellos, y se aseguraba con la mayor ligereza que se habían «vendido», y que algún ejecutivo de famosa firma había comprado un costoso apartamento y pagado con dinero en efectivo. Estas especies rodaban por los canales chismográficos de la oposición, que en general se tiene por «gente decente» y cristiana, olvidando que el octavo mandamiento de la ley mosaica prohíbe «levantar falsos testimonios y mentir». Un segundo beneficio, pues, de lo acaecido hace cuatro días es la reivindicación de quienes rehusaron halagar oídos desesperadamente interesados y mantener la ética de la verdad, ateniéndose a decir lo que veían. No era cierto que hubiese ningún «empate técnico» entre los principales candidatos, como aseguraba con altiva suficiencia el señor Douglas Schoen, para no mencionar a otros encuestadores menos escrupulosos que la mayoría de los del gremio.

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Pero otras señales notables vienen de las filas del gobierno. El propio presidente Chávez, con el triunfo en las manos, declaró en su discurso celebratorio que se dedicaría como primera cosa a enfrentar la corrupción y la burocratización. Es decir, sabe dónde le aprietan los zapatos. Ese señor, que sí lee y cree en las encuestas (y gana elecciones), no ignora el enorme rechazo que suscita su gobierno, del que se salva—por ahora—porque la fe popular en su persona es más emocional que fundada, casi religiosa. Como advirtiera Oscar Schemel (Hinterlaces), sobre Chávez se cierne la amenaza de una bomba de tiempo, y no sería la primera vez que una gran popularidad—Irene Sáez, el mismo Chávez—se desploma bruscamente en Venezuela.

Luego, Isaías Rodríguez declaró, después de que su jefe máximo invitara a la oposición a sumarse a las tareas del cambio en el país, que en la oposición había «valores y conocimientos los cuales nos pueden ayudar a hacer un mejor texto constitucional», haciendo más específica la convocatoria. Y una vez que Manuel Rosales enumerase ciertas modificaciones que convertiría en banderas, como las de recorte del período presidencial, la institución de la doble vuelta electoral y la consagración de la libertad de educación, la libertad de cultos y la propiedad privada, el diputado Calixto Ortega (MVR) expuso que esos planteamientos eran bienvenidos. Por lo menos en este período inmediato antes de la octavita de la elección, el gobierno ha procurado emitir avisos conciliatorios. (Hasta Chávez ha abierto la puerta, aunque con característica renuencia, a un nuevo patrón de diálogo con los Estados Unidos. Aquí ha tomado nota de la apertura de Daniel Ortega en esa misma dirección, y también la más dramática de Raúl Castro en discurso pronunciado el pasado sábado. Quizás tampoco ha dejado de cavilar sobre la clarísima advertencia de Rafael Correa desde Ecuador: «En este país no va a gobernar Bush, pero tampoco Chávez»).

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En enero de 1985 tuvo quien escribe el honor de ser recibido por Arturo Úslar Pietri en el sancta sanctorum de la biblioteca de su casa, para una interesante conversación de corte general sobre temas políticos. Una de las lecciones que enfatizó muy marcadamente en esa ocasión, fue declarar que la política era una actividad que no podía ejercerse sino a tiempo completo. Así, me dijo, se lo había advertido con toda claridad a un joven empresario que exhibía por entonces una vocación pública.

Pero ahora ha regresado Manuel Rosales al estado Zulia para reasumir su gobernación. Declara, por otra parte, que asume la conducción de un «movimiento popular construido», y que alternará sus obligaciones de gobernador con esta guía. Si Úslar tiene razón, Rosales no podrá ejercer la dirección opositora, para la que se ha autoungido, a medio tiempo.

Claro que esta autounción como líder de la oposición tiene fundamento. Parece ser un sentimiento bastante extendido entre las conciencias opositoras que por fin se tiene en Rosales al líder que hacía falta, al que no existía en los tiempos de la Coordinadora Democrática y el referendo revocatorio. El tigre come por lo ligero, pensará Rosales, y no ha tardado en picar adelante proclamándose jefe de la oposición, sabiendo que el ambiente le facilita la aceptación de su ambición sin mucho cuestionamiento.

Que Rosales trabajó arduamente durante el trimestre que duró su campaña no puede negarse; que superó incluso ataques físicos sobre su persona habla de su valentía; que disciplinó al campo opositor, callando la declaradera y el pescueceo de otros precandidatos que integró a la estructura de su comando, es logro significativo a anotar en su haber. De aquí, sin embargo, no se desprende que sea el líder indiscutible y suficiente.

En primer lugar, lo que logró Rosales no fue otra cosa que preservar un poco menos de la proporción opositora manifestada en el referendo revocatorio. Cualquier otro candidato unitario hubiera obtenido una votación similar a la que favoreció a Rosales, puesto que se trataba de un «mercado cautivo» que rechaza a Chávez con fiereza. Rosales no pudo ir más allá de esa clientela, que más que votar por él votaba contra Chávez. Es decir, votó por el candidato no-Chávez.

En segundo término, Rosales perdió las elecciones. No ganó ni siquiera en el estado Zulia. (Aunque sí en Maracaibo). Se convirtió en candidato de unidad a raíz de un pacto a tres con Borges y Petkoff, y por obra y gracia de un estudio de la encuestadora Datos, que por supuesto contó la opinión de una sólida base política de Rosales en el Zulia. Es una instancia contrafactual—diría G. W. F. Hegel—pues así no ocurrieron las cosas, pero si por casualidad el candidato hubiera sido Borges o hubiera sido Petkoff, la votación opositora hubiera logrado cotas similares a las del domingo pasado.

Luego, suena a sofisma argumentar, como lo hizo ayer en Maracaibo, que en tres meses Un Nuevo Tiempo pasó a ser la segunda fuerza política del país. (Detrás del MVR, o como el chiste que decía que en la Guerra de las Malvinas, después de la rendición, los argentinos habían quedado subcampeones). La verdad es que su organización, como Primero Justicia, eran canales disponibles para la expresión del voto anti Chávez. Es una mera conjetura de esta publicación, que no ha hecho ningún sondeo empírico, pero si se hiciera una encuesta representativa del millón y medio de electores que votó por Rosales con la tarjeta de Un Nuevo Tiempo, probablemente el 99% de quienes contestaran no sabrían explicar qué debe entenderse por esa organización. Simplemente se sabía que UNT era el partido propio de Rosales. Por otro lado, se trata de una fuerza local, de un partido de enclave geográfico—el estado Zulia aportó el 27% de la votación por Un Nuevo Tiempo, como el Área Metropolitana de Caracas aportó el 27% de la votación por Primero Justicia—y el propio Rosales lo admitió ayer, al declarar que la plataforma política había sido siempre el Zulia.

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A fines del año de 1996 alguna razón hizo que el Partido Socialcristiano COPEI—que esta vez sacó menos votos que el Partido Comunista de Venezuela (254 mil contra 335 mil)—se sintiera impelido a explicar al país las «líneas» de su estrategia. Uno de sus dirigentes expuso que tales eran: primera, oponerse al gobierno de Rafael Caldera; segunda, deslindarse de Acción Democrática; tercera, continuar en exploración de alianzas con el MAS, la Causa R y otras agrupaciones. Es fácil ver que en esa enunciación todo es referencia a terceros actores, y que brillaba por su ausencia cualquier referencia sustantiva a lo que COPEI era; esto es, se trataba de una estrategia alienada, fuera de sí.

Tal vez era esto un eco de la moda intelectual de la época: el «postmodernismo». Los intelectuales de moda no atinaron a producir un sustantivo que les designase y connotase, por lo que se referían a sí mismos con un adjetivo adherido al sustantivo «modernista», que es lo que no eran. No en balde su actividad principal era la «deconstrucción» de discursos anteriores, la mera demolición analítica de lo que se había pensado antes que ellos.

Y es éste el problema central de la oposición venezolana: que se piensa y justifica como oposición. En lugar de pensarse como una oferta política que tendría sentido aun si Chávez no existiera, sólo encuentra significación como la lucha contra Chávez.

Hasta ahora esta formulación no ha rendido resultados. Salas Römer era apoyado porque era «el único que podía derrotar a Chávez» en 1998; Arias Cárdenas en 2000 porque era «cuña (golpista) del mismo palo», que era lo mejor para derrotar a Chávez; el golpe de Carmona, el paro de 2002-2003 y el referendo revocatorio eran para desalojar a Chávez del poder, y ahora Rosales era el candidato unitario para oponerse a Chávez sin dispersar fuerzas. La oposición vive y cobra sentido solamente en función de Chávez.

Está por ver si el liderazgo a medio tiempo que Rosales ahora ofrece, será capaz de elaborar una proposición política sustanciosa y moderna, cualitativamente muy diferente de lo que hasta ahora ha podido presentarse como alternativa. Entretanto hay que felicitar al zuliano y agradecerle su sensatez dominical.

LEA

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