Cartas

Fue bajo el Secretario de Defensa de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, el genio ejecutivo Robert Strange McNamara, que se introdujera el concepto de “presupuesto de base cero” (zero-base budgeting) al seno de la administración pública de los Estados Unidos. Formaba parte de un conjunto de métodos para la planificación y la toma de decisiones que Charles Hitch, el Contralor del Departamento de Defensa, instauró bajo instrucciones de McNamara. (PPBS, Programming, Planning and Budgeting System. Johnson ordenó su extensión al resto de la administración federal). Era algo así como lo siguiente: el comandante de la Sexta Flota llegaba al Departamento de Defensa para entrevistarse con el jefe, a quien decía como estaba acostumbrado: “Señor Secretario: he aquí el presupuesto de la Sexta Flota para 1961. El incremento respecto del año anterior es de sólo siete por ciento. Permítame explicar esa diferencia”. Pero McNamara interrumpía y contestaba: “No, Almirante. Lo que necesito que me explique en su integridad es todo el gasto de la Sexta Flota. Quiero que me lo justifique por entero, desde cero. Podemos empezar por esto: ¿para qué se necesita la Sexta Flota? ¿No podríamos obtener lo que ella logra con algo distinto y mejor?”

Zero-base. Back to basics. Square one. El ABC, la cartilla. Por ese procedimiento, McNamara forzaba a toda unidad significativa del aparato militar estadounidense a reflexionar sobre su propia existencia. Y ésa es la misma pregunta que la Nación debe hacerle a la política. Inocentemente, frescamente ¿para qué es necesaria la política?

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Los humanos sólo hacemos ciertas cosas bien en enjambre. La mayoría de las veces, además, ni siquiera actuamos en enjambre, sino individualmente o en pequeños grupos. Resolvemos la mayoría de nuestras necesidades de ese modo. Así ganamos nuestro pan, así compramos, así aprendemos y jugamos, así amamos y odiamos. Pero hay cosas que la transacción civil no alcanza a cubrir. El más perfecto de los códigos civiles concebibles no puede acomodar los procesos públicos, los que son indigeribles a base de transacciones privadas. Ése es el reino de los problemas públicos, y es por ellos que tendríamos que permitir la existencia a la política. Ninguna política se justifica si no es capaz de mostrar que puede resolver esos problemas al menor costo humano.

Porque existen los problemas públicos se justifica el Estado. Si no los tuviéramos no necesitaríamos al Estado. Y si el Estado, si sus distintas instituciones no sólo no resuelven los problemas de carácter público, sino que encima los agravan, debemos cambiar ese Estado. Pero este derecho es del enjambre, de la Nación, de la ciudadanía, del Poder Constituyente Originario, del Poder Público Primario, no de un hombre que se confunda con el Estado.

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Todo paciente tiene derecho al mejor tratamiento posible, dilucidado con los criterios más confiables. No hay más confiables criterios que los científicos. La medicina se justifica porque administra al paciente lo mejor que la ciencia puede ofrecer.

Las naciones tienen el derecho de exigir a sus políticos que lo que se propongan imponer sea lo mejor según criterio lo más científico posible. No lo más ideológico posible. El arte de la política debe ser hoy en día, luego de lo que se ha aprendido en materia de creación y aplicación de políticas, de raíz científica, no ideológica. La ideología debe ser suplantada por la metodología. Ningún político serio podría exigir a estas alturas de la civilización planetaria poderes sobre bases ideológicas, mucho menos únicas, puesto que las ideologías son presuntas curaciones de los males públicos que no son diferentes de “la medicina del siglo dieciocho, cuando los doctores aplicaban sanguijuelas para extraer sangre de los pacientes, a menudo matándolos en el proceso”. (Jeffrey Sachs).

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La política no es una ciencia, por más que finque sus cimientos en la ciencia. Es un arte, una profesión, un oficio, un métier, como la medicina no es una ciencia, aunque haya ciencias médicas, como las hay políticas. Por esta razón hay un estado del arte de la política, su state of the art. Éste cambia y crece, con la creatividad humana. Los protocolos de ataque a la pobreza no son los mismos después de que Muhammad Yufus, el economista de Bangladesh que fundó y ha dirigido el Banco Grameen—y que recibió por eso el Nobel de la Paz—introdujera los programas crediticios que han significado el abandono de la pobreza para millones de personas desatendidas por la banca convencional, especialmente mujeres. La política no es una ciencia, mucho menos una ciencia deductiva, una geometría. (“Una nueva geometría del poder”). La política no se deduce, sino que se inventa. Y una ideología es la pretensión falaz de proveer axiomas sobre la sociedad y la historia, de los que pueda la política deducirse. La noción del valor terapéutico de las ideologías es tan inoperante y obsoleta como la doctrina de los miasmas de la medicina precientífica.

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El mejor médico, aun ante alguien estudiado en sucesión en Boloña, la Sorbona y Yale, es el propio cuerpo humano. No hay terapia tan fina y tan poderosa como la que provee el sistema inmunológico natural. Por esto el más consciente de los médicos confía en la sabiduría fisiológica. Del mismo modo el político debe ser modesto, percatado de que el cuerpo social en su conjunto, así sea el del país más pobre y atrasado, es más sabio que él. No es un buen político quien se pretende inerrante. Menos aún cuando se cree moralmente superior a sus congéneres, o a algún grupo social. La peor de las políticas es la moralizante, como la de McCarthy, Robespierre o Torquemada, que se sintieron autorizados a condenar. El buen médico emite dictámenes, sujetos a mejora, no juicios finales.

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El médico no es el jefe del paciente. En Argentina se acepta, incorrectamente, que se diga Presidencia de la Nación. El presidente de una república moderna no debe ser aceptado como jefe del país, mucho menos su dueño. Lo que debiera presidir es la rama ejecutiva del poder público constituido, nada más. No debe legislar, no debe juzgar, no debe condenar. No puede decirle a todo un país que le obedezca. Quien decide si acepta el tratamiento que el mejor médico le propone es el paciente. Sólo de él es ese derecho. Sólo en una emergencia, y cuando el paciente se encuentre sin conciencia, estará el médico autorizado a intervenir sin su consentimiento. La Venezuela paciente no ha perdido todavía la conciencia.

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No se legitiman los tratamientos que un médico prescribe porque sea gigantesco o extraordinariamente fuerte, ni porque sea el médico que primero vio al paciente, ni tampoco porque algunos de sus colegas sean gente indeseable. Lo único que puede legitimarlos es que sean eficaces a bajo costo, y es el deber de un médico, como el de un político, explicar claramente los costos y beneficios de una prescripción. El médico, el político, no están obligados con una doctrina, sino con la salud del paciente, de la sociedad, y con la verdad.

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Las nociones precedentes, propias de una medicina política, son de fácil aceptación y comprensión popular, que intuitivamente las sabe verdaderas. Se oponen, naturalmente, a las de una política precientífica, ocupada principalmente del acceso al poder. A la larga, son las únicas que pueden sustituir el paradigma de la Realpolitik, la política de poder, que es la que prevalece. Son las únicas que más temprano que tarde la superarán, puesto que no puede detenerse el mayor estado de conciencia de la humanidad.

El ya clásico texto de John Vásquez, The power of power politics (1983), destaca la crisis de ineficacia explicativa y predictiva del paradigma que concibe a la actividad política como proceso de adquisición, intercambio y aumento del poder detentado por un sujeto de cualquier escala (individuo, corporación, estado). Aun cuando su investigación se centra sobre la inadecuación de esa visión en el campo académico de las ciencias políticas, este fenómeno tiene su correspondencia en el campo de la política práctica. (A fin de cuentas, lo que la baja capacidad predictiva de ese paradigma significa es que en la práctica política el estilo de la Realpolitik parece, al menos, haber entrado en una fase de rendimientos decrecientes).

Una de las razones para esta situación de crisis del paradigma del poder por el poder, puede ser encontrada en la informatización acelerada del planeta y sus consecuencias. La Realpolitik ha necesitado siempre del secreto para garantizar su eficacia. Pero en los últimos tiempos hemos sido testigos del descubrimiento y exposición pública de los más elaborados planes de ocultamiento político. Un caso particularmente notable fue el del financiamiento de la Administración Reagan a los «contras» en Nicaragua. Un complicadísimo y retorcido esquema de ocultamiento, que involucraba a insospechables aliados momentáneos (Irán, que para los efectos de relaciones públicas era enemigo de los Estados Unidos), resultó ser imposible de ocultar.

Por esto es que el glasnost, la política de «transparencia» declarada por Gorbachov en la antigua Unión Soviética, más que un deseo inspirado en valores éticos, era una necesidad. Ante el asedio de los medios de comunicación, que se ha unido a las previsibles acciones de los adversarios políticos que intentan descifrar las intenciones del contrario, el actor político de hoy se ve forzado, cada vez más, a determinar sus planes suponiendo que van a ser, a la postre, conocidos públicamente. La política de hoy tiende a parecerse cada vez más a un juego de ajedrez, en el que cada oponente posee información completa acerca de la cantidad, calidad y ubicación de las piezas del contendiente.

Una política de poder puro, de imposición, de pretendida inerrancia, moralista, por más que a corto plazo pueda dominar, tiene sus días contados, porque la humanidad, a pesar de sus tropiezos y desmanes, siempre aprende, y a la larga da cabida a la racionalidad.

Son éstas las cosas que deben ser enseñadas a los Electores, puesto que es su sabiduría política lo más importante. Neil Postman y Charles Weingartner sostenían en La enseñanza como actividad subversiva (1969), que una de las tareas fundamentales de la educación era proporcionar a los educandos un “detector de porquería” (crap detector). El estudiante debía aprender a distinguir entre un discurso válido y con sentido, y uno construido con falsedad. Así el paciente racional debe preferir la medicina científica a cacareadas “medicinas sistémicas” o “alternativas”, independientemente de la propaganda televisada que nuestros canales de televisión admitan. Así debe el ciudadano preferir, más bien exigir, una política científica, y rechazar la payasada que en estos días busca imponérsenos. Suena a “científica”, porque una astucia terminológica la vende con imágenes de mecánica automotriz. No hay nada más inadecuado que la metáfora mecánica para la referencia social. Nada más burdo que el símil de unos “motores”, nada más inexacto. La política eficaz y responsable es postmecánica.

El primer deber del político es el de educar al pueblo, para que sea cada vez más autónomo, menos tutelado, políticamente. (Claro que entonces él mismo debe ser educado en la verdad política). Así que recordaremos a John Stuart Mill y Bárbara Tuchman. Dice ésta en conjetura profundamente democrática: «El problema pudiera ser no tanto un asunto de educar funcionarios para el gobierno como de educar al electorado a reconocer y premiar la integridad de carácter y a rechazar lo artificial».

Dice Mill: “Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido… Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo… Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan”.

Pero también advierte: “Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad, y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho”. LEA

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