Cartas

En la madrugada del 4 de febrero de 1992 comenzaron mis problemas personales con Hugo Chávez, mi culebra con él, pues, aunque en ese momento mi malestar ni siquiera conocía un rostro al que hacer objeto de mi profundo disgusto. Viviendo no muy lejos de La Casona, las nutridas e incesantes detonaciones de armas de guerra se percibían con bastante claridad dentro de mi casa. No hacía falta aviso para comprender que el estruendo no provenía de una refriega entre policías y delincuentes; era, evidentemente, el intento de un golpe de Estado en marcha. Habían llegado los golpistas.

El primer síntoma de mi malestar personal era una sensación de impotencia, a la que se superpuso rápidamente la percepción de que alguna gente abusaba de mí. Supongo que la misma impotencia me causaría una violenta invasión extranjera, como las protagonizadas por los Estados Unidos en Grenada o Panamá. No podría hacer nada por impedir lo que se desarrollaba a menos de un kilómetro de mi vivienda. Mis oídos zumbaban, y no era sólo por las detonaciones; el sordo zumbido era la inequívoca señal de un azoramiento, de una vergüenza ajena que seguramente me enrojecía el rostro, por más que no pudiera verse ningún rubor a esas horas oscuras. Y el abuso: nadie me había preguntado si estaba de acuerdo con un intento sangriento de deponer a Carlos Andrés Pérez. Yo no había autorizado a nadie para eso. Finalmente, toda la cosa me parecía una directa intromisión en mi agenda política personal, que desde mis menguadas fuerzas se proponía forzar nada menos que la renuncia de Pérez. Que unos soldados desconocidos se entrometieran en un asunto estrictamente civil era una afrenta que se me hacía personalmente. Esas sensaciones sentí, egocéntricamente, mientras encajaba la seguridad de que unos abusadores armados procuraban el derrocamiento de un presidente elegido por mayoría popular en diciembre de 1988. No puedo defender que sintiera empatía popular, colectiva; de inmediato tomé el episodio horrendo de modo personal.

Mi egoísmo podía aducir atenuantes de su culpa: hacía menos de veinticuatro horas que el diario El Globo publicara un artículo mío, bajo el parco título de Basta. Allí decía: “Esto es lo que debemos decir en febrero: que Carlos Andrés Pérez ha fracasado. Que no queremos su mando. Que nuestra armazón constitucional, por fortuna, tiene modo de suplirle. Que necesitamos de vuelta las facultades que le dimos, porque es él la encarnación y la síntesis de lo que no puede seguir siendo políticamente en Venezuela. Que todo eso lo hemos venido diciendo en las encuestas. Que no queremos esperar hasta febrero de 1994. Que la cosa es ya”. Y también, al final: “No queremos más dolor innecesario. No queremos más vergüenza. No queremos que nos intente persuadir, una y otra vez, de que para alcanzar ‘la mayor suma de felicidad posible’  es preciso que seamos infelices. Basta de paquete. Basta de financiarle sus campañas extranacionales. Basta de mermas al territorio. Basta de megaproyectos, sociales o económicos. Basta de megaocurrencias. Basta de megalomanía. Usted, señor Pérez, que hace no mucho ha tenido la arrogancia de autotitularse patrimonio nacional, tiene toda la razón. Usted sí es patrimonio nacional, historia nacional, cruz y karma nacionales. Por tanto es a nosotros a quienes corresponde decidir qué hacer con Ud. Por de pronto, no queremos que siga siendo Presidente de la República”. (El Globo, 3 de febrero de 1992).

Y esto no era un grito único y momentáneo. Desde que comencé a escribir en El Globo había venido, in crescendo, insistiendo en el tema de la renuncia de Pérez. De hecho, me había mudado agradecidamente a las páginas de El Globo porque se me habían cerrado las de El Diario de Caracas, donde por primera vez hablé de esa salida.

El 21 de julio de 1991, un poco más de seis meses antes del alzamiento, publicó este último periódico un artículo al que llamé “Salida de estadista”. En él expuse: “El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal”.

A los pocos días, el director de El Diario de Caracas, Diego Bautista Urbaneja, que tiempo después se distinguiría promoviendo la candidatura cosmética de Irene Sáez, usó su página semanal para mostrarse en desacuerdo con lo que propuse. Después de afirmar “no creo que exista un peligro serio de golpe de Estado” (seis meses antes de la intentona de Arias Cárdenas y Chávez), se refirió a mi proposición en característico tono dubitativo. Así opinó que si Pérez renunciase “daría una gran lección de decencia política”, para atenuar el punto con la siguiente advertencia: “No simpatizo con lecciones morales en sociedades que, por las dificultades que atraviesan, no pueden reaccionar a ellas provechosamente”. Urbaneja había criticado que en mi prescripción estuvieran ausentes “las razones morales”.

Por tal razón escribí un segundo artículo, titulado “Palabras mayores”, y lo remití a Urbaneja para su publicación. En sus párrafos finales ripostaba de esta manera: “Pero lo que no puede ser negado es que, independientemente de cuál sea la magnitud actual de la probabilidad o deseabilidad de un golpe de Estado, éstas han aumentado considerablemente desde que la vergonzosa secuencia fuera iniciada por el destape del lío de las fragatas. Desde la época de Betancourt, cuando, por muy distintas razones a las de ahora, se temía por una asonada militar a cada momento, nunca se había visto tal profusión de artículos o declaraciones en torno al tema del golpe. Desde la época de Pérez Jiménez los venezolanos no se habían preguntado con tanta ansiedad si un golpe de Estado pudiera convertirse en algo necesario. Por eso quise oponerme al golpe, señalando un camino constitucional, del mismo modo como estoy opuesto a una continuación de Pérez en el poder. Es decir, ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario… Donde discrepo de Diego Urbaneja es en cuanto a su apreciación de que Venezuela no está en capacidad de aprovechar lecciones morales. Es precisamente eso lo que el país está solicitando a gritos. Pero no es Pérez quien nos va a dar lecciones de moral con la renuncia que debiera comenzar a redactar. Es el país quien se la daría a Pérez, exigiéndosela”.

Este segundo artículo no fue publicado nunca. Ni siquiera obtuve acuse de recibo, mucho menos una explicación.

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En realidad, no se necesitaba ser un iluminado para advertir la peligrosa inminencia de un golpe de Estado ya en aquellos momentos. El primer semestre de 1991 había estado cargado de un exceso de escándalos que gravaron con mucha fuerza la psiquis nacional. En enero se destapó el sonado caso del edificio Florida Cristal, que terminó por llevar a Antonio Ríos, el Secretario General de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, a la cárcel. Luego, en rápida sucesión, emergieron los casos de la extorsión televisada al empresario Lamaletto, las grabaciones que se había hecho a los almirantes Larrazábal y Jurado Toro (affaire de corrupción en la adquisición de fragatas de guerra), la aparición de Gardenia Martínez y el descubrimiento de su relación comercial-concubinaria con Orlando García, jefe de seguridad del presidente Pérez, la extraña muerte—¿asesinato, suicidio?—de Lorena Márquez en Maracay… y ya para ese entonces el propio Pérez había recibido en La Orchila al presidente del Banco de Crédito y Comercio Internacional, un gigante financiero que colapsaría poco después, al mostrarse como el mayor lavador de dinero sucio del mundo. El hedor era insoportable. A mediados de 1991 una peligrosa matriz de opinión cobraba fuerza: o Pérez o golpe.

Pero es que ya antes era patente una grave insuficiencia política en Venezuela. En febrero de 1985 escribía: “Y no es que descalifiquemos a los actores políticos tradicionales porque supongamos que en ellos se encuentre una mayor cantidad de malicia que lo que sería dado esperar en agrupaciones humanas normales. Los descalificamos porque nos hemos convencido de su incapacidad de comprender los procesos políticos de un modo que no sea a través de conceptos y significados altamente inexactos. Los desautorizamos, entonces, porque nos hemos convencido de su incapacidad para diseñar cursos de acción que resuelvan problemas realmente cruciales. El espacio intelectual de los actores políticos tradicionales ya no puede incluir ni siquiera referencia a lo que son los verdaderos problemas de fondo, mucho menos resolverlos. Así lo revela el análisis de las proposiciones que surgen de los actores políticos tradicionales como supuestas soluciones a la crítica situación nacional, situación a la vez penosa y peligrosa”.

No hubo intentos serios de corrección de rumbo por parte de estos actores, y un poco más de dos años después redacté “Sobre la posibilidad de una sorpresa política en Venezuela”. (26 de septiembre de 1987). En este trabajo consideré la posibilidad de un outsider en la Presidencia de la República y la de un golpe militar. Una de las versiones consideradas era un golpe de raíz izquierdista. Así puse: “Por otra vía, los golpistas podrían buscar apoyo, ya no en los sectores económicos, sino en los estratos de más bajos ingresos, planteando una orientación populista (al estilo de Perú en los años sesenta) nutrida ideológicamente de fórmulas de izquierda, esto es, con dosis variables de marxismo”. En las conclusiones escribí, cuatro años y cuatro meses antes del 4 de febrero de 1992: “…de ganar las elecciones de 1988 uno de los candidatos tradicionales, probablemente lo haría con un porcentaje muy reducido de votos. En ese caso el próximo gobierno sería, por un lado, débil; por el otro, ineficaz, en razón de su tradicionalidad. Así, la probabilidad de un deterioro acusadísimo sería muy elevada y, en consecuencia, la probabilidad de un golpe militar hacia 1991, o aún antes, sería considerable”. En alguna parte se ha reportado que la gente del MBR 200 quiso moverse, justamente, a fines de 1991, y que la maniobra, por diversas razones, fue pospuesta hasta febrero del año siguiente.

A pesar de todo lo antedicho, mi visión de entonces era más bien miope. En el mismo estudio no concedía muy alta probabilidad a un golpe de Estado de origen marxista. Creía, equivocadamente, que las Fuerzas Armadas se habían vacunado eficazmente contra el parásito izquierdista. Estaba errado.

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Post mortem del 4 de febrero de 1992: tal vez una cincuentena de muertos, de ellos diecisiete soldados a lo sumo. Es decir, menos que las defunciones violentas que acontecen en un fin de semana cualquiera en el país. Para quienes defienden la asonada, la cifra es una ganga. De hecho, así razonan en artículos de opinión, algunos de los cuales aparecen en el sitio web de la Radio Nacional de Venezuela: “La propaganda electoral en 1998 trató de confundir a los votantes mediante el intento de vincular a Chávez con la masacre de Carlos Andrés Pérez en 1989… cuya diferencia con el números de muertes causadas por la rebelión del 4 de febrero de 1992 fue abismal”. Algo así como que el holocausto desatado por los nazis justifique que yo asesine, una bagatela, a una mera docena de ciudadanos.

Dos años más tarde presidía la República el Dr. Rafael Caldera y procedía al sobreseimiento de la causa de los conjurados del 4 de febrero. Es una simpleza atribuir a esta decisión la culpa de que Hugo Chávez llegara a convertirse en Presidente. Al año siguiente de la salida en libertad de los conspiradores y golpistas, una plancha del MBR 200 se inscribía en las elecciones de la Federación de Centros Universitarios de la Universidad Central de Venezuela. Llegó de última. Más pertinentemente, en diciembre de 1997, a un año escaso de las elecciones presidenciales del 6 de diciembre de 1998, los estudios de opinión registraban una intención de voto a favor del candidato Chávez que oscilaba alrededor del 7%. Fueron factores distintos del sobreseimiento los que permitieron su triunfo.

Pero sí es criticable en la medida de libertad de los golpistas la terrible modelación que se hacía ante los ciudadanos: que no era nada grave levantarse en armas contra las instituciones de la República, que uno podía alzarse y causar la muerte de venezolanos sin mayor pena que la de una temporada en el penal de Yare, antes de ser puesto en plena libertad con sus derechos políticos intactos; que hasta podía uno de una misma vez conseguir un empleo público. (Caldera ofreció a Arias Cárdenas la dirección del PAMI, el programa de asistencia materno-infantil del gobierno nacional).

Ésta era una lección perversa, y así escribí en junio de 1994, poco tiempo después de que los responsables del crimen constitucional salieran libres: “No es un costo bajo el de poner en la calle, en libertad, a los responsables de las asonadas del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992… Es por esto que lo correcto desde el punto de vista legal hubiera sido que los golpistas de 1992 hubieran purgado la condena exacta que las leyes prevén en materia de rebelión. Puede que sea políticamente útil tener en la calle al ex comandante Chávez exhibiendo la escasez de su discurso. Puede pensarse que Caldera, después de su discurso del 4 de febrero de 1992, pudiera estar de algún modo obligado a perdonar a los infractores. Puede hasta admitirse que las sacudidas de 1992 conmovieron o consolidaron la opinión contra Pérez, pero no existe asidero legal que permita afirmar que los golpistas hicieron lo debido”. (referéndum, 4 de junio de 1994).

En efecto, Rafael Caldera pronunció uno de los mejores discursos de su vida en horas de la tarde del 4 de febrero de 1992, premunido de su condición de Senador Vitalicio. De nuevo la simpleza atribuye a este discurso su triunfo electoral de 1993, que se debió mucho más a otros factores de muy diversa índole. (Como que venía—era prácticamente el único dirigente nacional de importancia que lo hiciera—de varios años de coherente oposición a la receta “ortodoxa” del Consenso de Washington, administrada sin miramientos por Carlos Andrés Pérez). De nuevo el simplismo político tiene por dogma que Caldera se colocó con sus palabras en connivencia con los conjurados. Esto es una tontería. La condena de Caldera al golpe no deja lugar a equívocos: “…la normalidad y el orden público están corriendo peligro después de haber terminado el deplorable y doloroso incidente de la sublevación militar…” “Yo pedí la palabra para hablar hoy aquí antes de que se conociera el Decreto de Suspensión de Garantías, cuando esta Sesión Extraordinaria se convocó para conocer los graves hechos ocurridos en el día de hoy en Venezuela, y realmente considero que esa gravedad nos obliga a todos, no sólo a una profunda reflexión sino a una inmediata y urgente rectificación”.  “Debemos reconocerlo, nos duele profundamente pero es la verdad: no hemos sentido en la clase popular, en el conjunto de venezolanos no políticos y hasta en los militantes de partidos políticos ese fervor, esa reacción entusiasta, inmediata, decidida, abnegada, dispuesta a todo frente a la amenaza contra el orden constitucional”.

Caldera estaba diciendo, valientemente, la verdad. Más valientemente continuó: “Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia; cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad… El golpe militar es censurable y condenable en toda forma, pero sería ingenuo pensar que se trata solamente de una aventura de unos cuantos ambiciosos que por su cuenta se lanzaron precipitadamente y sin darse cuenta de aquello en que se estaban metiendo”. Tenía razón.

El 8 de febrero de 1992 el diario El Nacional publicó un artículo firmado por Manuel Alfredo Rodríguez, llamado sencillamente “Caldera”. En éste expuso: “El discurso pronunciado por el Maestro Rafael Caldera el 4 de febrero, es un elevado testimonio de patriotismo y un diáfano manifiesto de venezolanidad y humanidad. Pocas veces en la historia de Venezuela un orador pudo decir, con tan pocas palabras, tantas cosas fundamentales y expresar, a través de su angustia, la congoja y las ansias de la patria ensangrentada”. Y para que no cupieran sospechas aclaró: “Nunca había alabado públicamente a Rafael Caldera, aunque siempre he tenido a honra el haber sido su discípulo en nuestra materna Universidad Central. Nunca he sido lisonjero o adulador, y hasta hoy sólo había loado a políticos muertos que no producen ganancias burocráticas ni de ninguna otra naturaleza. Pero me sentiría miserablemente mezquino si ahora no escribiera lo que escribo, y si no le diera gracias al Maestro por haber reforzado mi fe en la inmanencia de Venezuela”. Nada menos que eso después de declarar: “La piedra de toque de los hombres superiores es su capacidad para distinguir lo fundamental de lo accesorio y para sobreponerse a los dictados de lo menudo y contingente. Quien alcanza este estado de ánimo puede meter en su garganta la voz del común, y mirar más allá del horizonte”.

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Por supuesto que no fue común asistir, en la tarde del 4 de febrero de 1992, a la asunción de la responsabilidad del golpe por parte de Hugo Chávez Frías. En esto se comportó como todo un hombre. No es nada ordinario observar una cosa así; forma parte de la más frecuente condition humaine tratar de lavarse las manos y rehuir la responsabilidad por nuestros actos. El problema es que los ocasionales destellos de valentía moral de Hugo Chávez se pierden en la inconsistencia de su inescrupulosidad, de su vocación por la mentira.

Para empezar, el intento golpista del 4 de febrero fue un verdadero abuso contra la ciudadanía, más allá de su obvia patología política; de que, como dijera Caldera, fuese la intención de “destrozar, romper, desarticular el sistema democrático constitucional del que nos sentimos ufanos”. Como se ha aducido acá mismo en reiteradas ocasiones, el derecho de rebelión no reside en ningún grupo o asociación, y menos es propio de una logia de militares que se reúnan a jurar prepotencias ante los restos de un decrépito aunque procero samán. El único titular de ese derecho es una mayoría de la comunidad. En consecuencia, al alzarse en armas, los conspiradores del MBR 200 abusaron de un derecho que no les correspondía, muy especialmente porque por aquellos días una mayoría nacional se expresaba claramente en contra de un golpe de militares. Así, su abuso no fue sólo genérico, sino específico, puesto que el golpe contravino una expresa voluntad del pueblo venezolano.

Luego, los recuentos de Chávez no han dejado de estar envueltos en falsedad. Por caso, Chávez dijo reiteradamente, en entrevistas, en reuniones, en declaraciones, que él y sus compañeros habían intentado derrocar al gobierno de Venezuela porque Carlos Andrés Pérez había ordenado al Ejército volver sus fusiles contra el pueblo en febrero de 1989, contra la explícita condena del Libertador, que había declarado la posibilidad abominable. Para la época de su prisión en Yare, sin embargo, Hugo Chávez ya había admitido que “su grupo” conspiraba desde hacía siete o nueve años (desde el bicentenario del nacimiento de Bolívar). Por tanto, para el 27 y 28 de febrero de 1989, la intención de tomar el poder por la fuerza ya estaba formada varios años antes. Mal podía presentarse como pretexto para el golpe fallido del 4 de febrero de 1992 algo que no pudo tener nada que ver con la conformación de su logia conspirativa.

Luego, Chávez argumentó a la revista Newsweek, a comienzos de 1994 (poco antes de ser liberado), que el artículo 250 de la Constitución Nacional prácticamente le mandaba a rebelarse. Lo que el artículo 250 estipulaba era que en caso de inobservancia de la Constitución por acto de fuerza o de su derogación por medios distintos de los que ella misma disponía todo ciudadano, independientemente de la autoridad con la que estuviera investido, tenía el deber de procurar su restablecimiento. Pero con todo lo que podíamos criticar a Carlos Andrés Pérez en 1992, y aun cuando estuviésemos convencidos de que lo más sano para el país era su salida de Miraflores, ni Pérez había dejado de observar la Constitución en acto de fuerza, ni la había derogado por medio alguno. Todas las cosas que le eran censurables a Pérez tenían rango subconstitucional. Esto sin mencionar, naturalmente, que la misma Constitución, que Chávez enarbolaba engoladamente para la revista norteamericana, estipulaba claramente: “Toda autoridad usurpada es ineficaz, y sus actos son nulos”. (Artículo 119). “Es nula toda decisión acordada por requisición directa o indirecta de la fuerza, o por reunión de individuos en actitud subversiva”. (Artículo 120). Y, por supuesto, “Las Fuerzas Armadas Nacionales forman una institución apolítica, obediente y no deliberante, organizada por el Estado  para asegurar la defensa nacional, la estabilidad de las instituciones democráticas y el respeto a la Constitución y a las leyes, cuyo acatamiento estará siempre por encima de cualquier otra obligación. Las Fuerzas Armadas Nacionales estarán al servicio de la República, y en ningún caso al de una persona o parcialidad política”. (Artículo 132).

Chávez, pues, lee lo que le conviene, como hace con su interpretación interesada, parcial y deformada del pensamiento de Bolívar. Ya Presidente, ha empleado su verbo manipulador para vender una interpretación falaz, necesaria porque con gran desparpajo gusta de acusar a sus enemigos de golpistas: que los conspiradores de 1992 no eran golpistas; eran revolucionarios. De este modo, con un golpe de efecto terminológico, superficial y falso, pretende lavar la culpa que una vez pareció asumir.

En verdad, Carlos Andrés Pérez, de quien alguna amiga suya íntima quiso hacer una estatua ecuestre en Rubio, su pueblo natal, era un megalómano político. Cuando mandaba, era difícil imaginar que pudiera ser superado en este rasgo. (Sólo sabemos de Guzmán Blanco a distancia, por intermedio de los historiadores). Pero ha sido rebasado con creces. La glorificación que Chávez hace de sí mismo y de sus crímenes se propone con descaro y desmesura. Lo que propone a la Nación, con sus desfiles y su “orden” del 4 de febrero, es que definitivamente abrace el abuso y la violencia como guías morales.

Pero él no es suficientemente bravo para debatir a campo abierto con quien quiera contradecirlo. Durante la campaña electoral de 1998, Roberto Coimbra, máximo ejecutivo de la agencia publicitaria J. Walter Thompson, organizó desayunos-tertulia con algunos de los candidatos presidenciales de ese año. Por alguna razón desconocida para mí, fui invitado al que tuvo como expositor a Hugo Chávez Frías. Después de agotar su verborrea—en aquella época no era tan aguda—los circunstantes pudimos intervenir y preguntar. Usé mi turno para declarar que, en mi opinión, lo que Chávez presentaba como gesta épica, el 4 de febrero de 1992, había sido un acto abusivo y criminal. Ante mis argumentos no atinó a producir una respuesta directa, limitándose a evadir el punto y declarar que podríamos debatir sobre eso en una oportunidad “más propicia”. En efecto, al concluir el acto se me acercó preocupado, en compañía de su edecán de entonces, William Izarra. Vino a indicarme que estaba interesado en conversar conmigo, y a pesar de que le dije frontalmente, rayano en la descortesía, que si continuaba en su empeño de glorificar la fecha no veía que tuviéramos diálogo posible, pidió una tarjeta a Izarra con el número de su teléfono celular para entregármela. De eso hace ya casi nueve años, y nuestra red telefónica, que ahora quiere estatizar, no estaba tan desarrollada. El número era más corto que los de ahora. Nunca llamé, pero lo guardo. Era el 014-377543.

LEA

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