Hace dos días se cumplieron dieciocho años—mayoría de edad—de los acontecimientos que en Venezuela son referidos como los del “27F”. Una gigantesca explosión social, sin precedentes en el país, tomó por sorpresa a prácticamente todo el mundo, a los quince días de la segunda ascensión al poder de Carlos Andrés Pérez. Su gabinete de la época no podía estar conformado por más prestigiosos profesionales de la economía y las finanzas, y Pérez mismo era un avezado político.
En efecto, entre 1989 y 1992, muy connotados profesores así como gerentes reconocidamente idóneos del sector privado ejercieron importantes funciones públicas. No fueron capaces, sin embargo, de imaginar la reacción popular a las primeras medidas del segundo gobierno de Pérez, del “paquete” o catecismo prácticamente impuesto por el Consenso de Washington, del que el brazo ejecutor era el Fondo Monetario internacional. (Institución que, dicho sea de paso, anda últimamente de capa caída. Desde una cima de 81 mil millones de dólares en préstamos para 2004, ha caído al nivel de 17 mil millones—de los que sólo Turquía ha asumido el 75%—y ahora considera vender parte de sus tenencias en oro para enjugar significativas pérdidas operativas. El “doctor del dinero”, que hace no mucho pretendía enderezar la vida económica de las naciones con “mercados emergentes”, está él mismo enfermo).
Por estas razones resulta interesante contrastar nuestro caso local de miopía técnica con el juicio que mereció a Tocqueville la ceguera de los funcionarios del gobierno de Luis XVI, cuando la Revolución Francesa estaba a punto de estallar: “…es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, Intendentes, los magistrados—hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario”. (Alexis de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución).
Pero no todos los estrategas estaban perdidos o confundidos. Para el caso venezolano tiene especial relevancia la intuición analítica de Yehezkel Dror, puesto que se trata de un investigador que vino constantemente al país entre 1972 y 1992, cuando era atendido y escuchado por los miembros más representativos de sus élites. Dror no sólo describió adecuadamente la inestabilidad intrínseca del régimen de Reza Palevi, el Shah de Irán, bastante antes de su sorpresivo desplome, sino que caracterizó el problema general de la “endemia” de las sorpresas en un brillante artículo de 1975. (How to Spring Surprises on History: “Eventos considerados como de baja probabilidad ocurren con frecuencia variable y la sorpresa llega a ser endémica”).
Si bien, pues, era evidente que la mayoría de los analistas no sabían qué decir respecto del futuro en ciertas áreas especialmente volátiles, unos pocos mostraban que era posible manejar satisfactoriamente el problema cambiando el punto de vista y la comprensión de la dinámica propia de los acontecimientos sociales.
Es sólo muy recientemente que la “teoría de la complejidad”, que incluye la llamada “teoría del caos”, ha podido proporcionar un paradigma adecuado. Los primeros ejercicios analíticos de predicción eran fundamentalmente proyecciones en línea recta. (La estadística había proporcionado la herramienta de la “regresión lineal”, mientras el “determinismo histórico” de las doctrinas marxistas contribuía a esa opinión de que el futuro era único e inevitable). Obviamente, sólo pocos fenómenos pueden ser adecuadamente descritos como una línea recta.
El reconocimiento de la multiplicidad del futuro llevó, más tarde, al desarrollo de la técnica de “escenarios” (principalmente por la Corporación RAND, en la década de los sesenta), en los que se exponía intencionalmente un conjunto de descripciones diferentes del futuro en cuestión. Sin embargo, aún la técnica de escenarios tiende a estar asociada con una percepción del problema en forma de “abanico” de futuros, según la cual se presume una continuidad de la transición entre los distintos futuros, al desplazarse por el área continua del abanico. Este modo de ver las cosas supone, por tanto, una enorme cantidad de incertidumbre, pues los futuros serían, en el fondo, infinitos.
El formalismo matemático (fractales) sobre el que se asienta la teoría de la complejidad, en cambio, permite describir el futuro como una estructura arborificada o ramificada, como una arquitectura discontinua en la que unos pocos futuros posibles actúan como cauces o “atractrices” por los que puede discurrir la evolución del presente. (Benoit Mandelbrot, investigador del Thomas Watson Research Center de la compañía IBM, presentó en 1982, en su libro The Fractal Geometry of Nature, la noción de “fractal”—en términos generales una línea que exhibe “autosimilaridad”, que se parece a sí misma. La matemática fractal reproduce, con ecuaciones de extrema simplicidad, estructuras ramificadas complejas, sean éstas el perímetro de un helecho o la forma del aparato circulatorio humano. Cuando los investigadores de fenómenos caóticos—el clima, la turbulencia de los líquidos, los ataques cardíacos, etcétera—buscaban una herramienta analítica que les permitiera describir estos procesos, encontraron que la matemática fractal era justamente lo que necesitaban. Las “atractrices”, o cauces del orden subyacente a los fenómenos caóticos, son líneas de tipo fractal).
Un modelo sencillo de un sistema de atractrices lo constituye un péndulo que oscila a poca distancia de una base hexagonal, en cuyos vértices se han colocado imanes de aproximadamente igual intensidad magnética. Tomando el péndulo entre los dedos se le dota de un impulso inicial que, al soltarlo, lo hace describir una trayectoria que bajo la acción de los imanes es típicamente errática. Al agotarse el impulso inicial el péndulo se detiene sobre uno de los vértices (una de las atractrices). Incluso en un sistema tan sencillo como éste, no es posible predecir cuál será la atractriz que predominará al final.
Incertidumbres de este tipo han llevado a la desesperante noción de que la predicción social es imposible. El hecho de que por lo atrayente del nombre, se haya popularizado más la teoría del caos que la teoría de la complejidad que la engloba, ha contribuido aún más a la desesperanza.
Pero esto es un conocimiento y una aplicación superficiales de tales teorías. Por una parte, aun los fenómenos caóticos transcurren por cauces que siguen un orden subyacente estricto. Por la otra, ya a niveles prácticos se ha tenido éxito en introducir estímulos que “sincronizan” procesos caóticos para hacerlos seguir trayectorias estables. En otras palabras, es posible dominar el caos. (Ver William L. Ditto y Louis M. Pecora, Mastering Chaos, Scientific American, agosto de 1993 y antes Elizabeth Corcoran, Ordering Chaos, Scientific American, agosto de 1991). Más aún, la proporción de caos dentro de los sistemas complejos es usualmente pequeña, y predomina en éstos un proceso opuesto y más poderoso de autorganización, especialmente en sistemas que, como el social, son capaces de intercambiar información. (Ver Stuart A. Kauffman, Antichaos and Adaptation, Scientific American, agosto de 1991).
Naturalmente, ciertos episodios caóticos pueden tener consecuencias lamentables en magnitudes enormes. Los acontecimientos del 27 y el 28 de febrero de 1989, por ejemplo, son más fácilmente comprensibles si se les interpreta como un caso de proceso caótico, antes que como resultado de una acción subversiva intencional. En muchos sistemas físicos la transición de una fase ordenada a una fase caótica se produce al aumentar la magnitud de algún parámetro, la velocidad, por ejemplo. En el caso del crash del mercado de valores de Nueva York en octubre de 1987, ese parámetro ha podido ser la mayor velocidad de transmisión de datos que se había logrado luego de la completa computarización de las transacciones. El 27 de febrero de 1989 pudo observarse la propagación de la avalancha desde Guarenas, exacerbándose por la transmisión del evento a través de los medios de comunicación social, pero también a través de una cadena informal de transmisión de información: los mensajeros motorizados, que exhiben desde hace mucho una rápida solidaridad de conducta y que fueron propagando el descontento desde Guarenas a Petare, de allí a Chacaíto, a la estación del Metro en Bellas Artes, y así sucesivamente.
En contraposición a estas posibilidades caóticas, los sistemas sociales aprenden y se autorganizan. A pesar de la larga acumulación de tensiones sociales en el país, el apagón masivo del sistema eléctrico venezolano del 29 de octubre de 1993 no condujo a disturbios dignos de ser mencionados. Era viernes, día de pago, y la extensa falla eléctrica que llegó del Guri hasta San Cristóbal significaba que los bancos no tenían “línea” ni los telecajeros operaban; no había servicio de Metro en Caracas, y los trabajadores que vivían en Catia y laboraban en Petare (y a la inversa), caminaron la ciudad para regresar a sus moradas, sin dinero, y ni una sola vidriera fue rota, a sólo cuatro años del “caracazo”. La ciudadanía intuyó tal vez que los disturbios, de producirse, proporcionarían un pretexto para la toma del poder político por autoridades militares que se habían mostrado como inusualmente agresivas en sus declaraciones públicas. (Se conspiraba contra el precario gobierno presidido por Ramón J. Velásquez, y la interrupción del servicio eléctrico formaba parte del plan). La comunicación telefónica sirvió esta vez para generalizar la impresión de que se estaba frente a la preparación de un golpe de Estado: la conciencia política lograda en esos años de tanto sufrimiento social evadió la posible trampa.
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Anteayer, 27 de febrero de 2007, el mundo financiero fue sacudido por el “chinazo”. Un marcado descenso, cercano al 9%, de los índices bursátiles de Shanghai, se propagó como incendio forestal californiano en una cadena que encendió primero las restantes bolsas asiáticas, luego cruzó Europa y finalmente causó a la Bolsa de Valores de Nueva York su pérdida más grande en un solo día desde los ataques hiperterroristas del 11 de septiembre de 2001. En los dos últimos días más de un billón (castellano) de dólares se esfumó del valor de las acciones en el mundo entero. La cifra es casi inimaginable; una idea de su magnitud se forma en nuestra mente al constatar que equivale a más de veintidós veces el monto actual de las reservas venezolanas en dólares.
Parece saberse ahora que el chispazo fue producido intencionalmente. El gobierno chino, profundamente preocupado por una sobreinversión desmedida en papeles negociados en y desde Shanghai, había activado una “fuerza de tareas” especial, un equipo ejecutivo que buscaría podar una mata recrecida de especulación bursátil, no justificada racionalmente. La activación de este grupo de acción tuvo lugar el lunes 26 de febrero, y su influencia no se hizo esperar. El purgante actuó rápidamente en Shanghai, sin que se midiera sus consecuencias en el resto del planeta.
Tanto Europa como los Estados Unidos tenían, por supuesto, sus fuentes autónomas de volatilidad. En este último país, por ejemplo, los informes oficiales revelaron que las tasas de crecimiento del producto bruto en el último trimestre de 2006 habían sido sobrestimadas grandemente. (En lugar de 3,5% se corrigió a 2,3%, y Alan Greenspan, de prestigio mucho mayor que el poseído por su sucesor, se aventuró a advertir que la economía norteamericana podía entrar en recesión en 2007).
Pero lo que ha puesto de manifiesto el nuevo crash, con su amplísima extensión y la rapidez con la que se propagó la onda expansiva, es el grado aun mayor de interdependencia de una economía globalizada, y el peso que ahora tiene en el sistema económico mundial la economía china.
La “corrección” al alza experimentada ayer en casi todas las bolsas, que ha producido un momentáneo alivio, no ha enjugado completamente todos los factores de riesgo. De las 1.400 acciones diferentes que se cotizan en Shanghai, 800 fueron suspendidas el 27 de febrero. Su caída no ha terminado todavía, y el gobierno chino continúa pensando que su mercado de valores está gravemente sobrevaluado. Es de esperar que actuará de nuevo, para podarlo aun más, hasta que esté más a su gusto.
LEA
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