Es absolutamente obvio que la actual dominación política de Venezuela se conduce con arreglo a la más primitiva de las formas: la voluntad omnímoda de un hombre que no tolera disensiones. No habrá otra manera de superar esta situación que no sea la oferta de una política distinta, intelectualmente honesta.
En estudio—Monitor Socio-Político—de Hinterlaces, recientemente concluido, la cosa es descrita del siguiente modo: “El desafío pareciera estar en la construcción de una nueva hegemonía con base en un discurso que garantice una efectiva sintonía con las exigencias mayoritarias de unidad, equidad, eficiencia, orden y ética, cuyos ingredientes principales sean los valores democráticos y humanos para lograr colocarse por encima del antagonismo político y de la polarización. Para ello, es crucial el surgimiento de un nuevo liderazgo”. (Destacado de esta carta).
Un liderazgo que siga, moderadamente como los partidos clásicos de la democracia venezolana o exacerbadamente como el actual régimen, un paradigma político de poder puro (Realpolitik), será incapaz de producir los resultados descritos en la cita del estudio de Hinterlaces. ¿Qué pudiera sustituir este paradigma? En repetidas ocasiones se ha argumentado acá que un paradigma de política clínica (o medicina política) puede ofrecer el sustituto que convenza. A fin de cuentas, tanto el chavismo como las corrientes políticas que se le oponen organizadamente, son minorías. El mismo estudio reporta la siguiente distribución (que no ha variado prácticamente nada desde una medición de la misma encuestadora publicada en junio del año pasado): chavistas o simpatizantes, 34%; de oposición, 13%; ni-ni o independientes, 43%; no saben o no responden, 10%. (Con mayor detalle, éstas son los afiliaciones reportadas: MVR, 20%; Primero Justicia, 2,8%; Un Nuevo Tiempo, 2,3%; Podemos 2%; AD, 1,1%; COPEI, 0,7%; otros, 1,1%; no simpatizan con ningún partido, 67,1%). Es evidente que ninguna agrupación política, ni siquiera la del propio Presidente de la República—que quiere un solo partido de la revolución socialista—convence a un número suficiente de ciudadanos. (Dicho sea de paso, el estudio mide una opinión favorable al liderazgo de Manuel Rosales de 25%, contra 59% de opinión desfavorable y 16% de indecisos).
¿Cómo procede o actúa un paradigma de política clínica? Un ejemplo nos muestra cómo se decidirían, dentro de él, las políticas públicas.
Si el Ministerio de Sanidad—hoy, por manía terminológica, Ministerio del Poder Popular para la Salud, antes Ministerio de la Salud y el Desarrollo Social—se encontrase ante la necesidad de construir un nuevo hospital público, seguramente no convocaría a una masiva reunión de arquitectos, médicos, pacientes, enfermeros, administradores de salud, a celebrarse en un gran espacio como el Parque del Este para que, “participativamente”, se pusieran de acuerdo sobre el diseño del hospital. (Hay decisiones públicas—la mayoría—que no se avienen bien a la deliberación ciudadana).
En cambio, determinaría como primera cosa, técnicamente, los criterios de diseño: debe ser un hospital para 1.500 camas, debe cubrir las especialidades tales y cuales, no debe pasar de un costo de tanto, etcétera.
Una vez con tales criterios en mano, procedería a llamar a licitación a unas cuantas oficinas de arquitectura demostradamente capaces. Las oficinas de arquitectos que participaran en la licitación desarrollarían, cada una por su lado, un proyecto completo y coherente. No serían admitidas, por ejemplo, proposiciones que sólo diseñaran la sala de partos o la admisión de emergencias. Cada oficina tendría que presentar un proyecto completo. Sólo así podrían competir, la una contra la otra, en una licitación que contrastaría una proposición coherente y de conjunto contra otras equivalentes.
Este es el mismo método que debe emplearse para la emergencia de políticas públicas complejas. Lo que el espacio político nacional debe alojar es una licitación política con claras reglas para la contrastación de proposiciones de conjunto.
¿Cuáles son estas reglas? Si a la discusión se propone una formulación que parece resolver un cierto número de problemas o contestar un cierto número de preguntas, la decisión de no adoptar tal formulación debiera darse si y sólo si se da alguna o varias de las siguientes condiciones:
a. cuando la formulación no resuelve o no contesta, más allá de cierto umbral de satisfacción que debiera en principio hacerse explícito, los problemas o preguntas planteados.
b. cuando la formulación genera más problemas o preguntas que las que puede resolver o contestar.
c. cuando existe otra formulación—que alguien debiera plantear coherentemente, orgánicamente—que resuelva todos los problemas o conteste todas las preguntas que la formulación original contesta o resuelve, pero que además contesta o resuelve puntos adicionales que ésta no explica o soluciona.
d. cuando existe otra formulación propuesta explícita y sistemáticamente que resuelve o contesta sólo lo que la otra explica o soluciona, pero lo hace de un modo más sencillo. (En otros términos, da la misma solución pero a un menor costo).
Esto es el método verdaderamente racional para una licitación política. No se trata de eliminar el “combate político”, sino de forzar al sistema para que transcurra por el cauce de un combate programático como el descrito. Valorizar menos la descalificación del adversario en términos de maldad política y más la descalificación por insuficiencia de los tratamientos que proponga.
Este desiderátum, expresado recurrentemente como necesidad, es concebido con frecuencia como imposible. Se argumenta que la realidad de las pasiones humanas no permite tan “romántico” ideal. Es bueno percatarse a este respecto que del Renacimiento a esta parte la comunidad científica despliega un intenso y constante debate, del que jamás han estado ausentes las pasiones humanas, aun las más bajas y egoístas. (El relato que hace James Watson –ganador del Premio Nóbel por la determinación de la estructura de la molécula de ADN junto con Francis Crick– en su libro La Doble Hélice (1968) es una descarnada exposición a este respecto. Equipos de investigación competidores, seguros de que tras el descubrimiento sobrevendría el Nóbel, se obstaculizaban mutuamente, ocultando información o preparando zancadillas). A pesar de que el instinto de emulación no ha perdido la agresividad en el campo científico, este combate es canalizado según reglas que producen conocimiento nuevo y útil.
Pero si se requiere pensar en un modelo menos noble que el del debate científico, el boxeo, deporte de la lucha física violenta, fue objeto de una reglamentación transformadora con la introducción de las reglas del Marqués de Queensberry. Antes de esta intervención, una pelea de box se daba en alguna taberna en la que se abría espacio a los pugilistas apartando sillas y mesas. Se peleaba a mano limpia, y un asalto concluía cuando un contendor caía al suelo, y el combate mismo cuando un peleador ya no pudiera levantarse. (Hubo peleas que superaron el centenar de rounds). Queensberry introdujo la prescripción de los guantes, marcó las zonas corporales prohibidas a los golpes, e introdujo el ensogado, así como el tiempo de tres minutos por asalto y claras funciones para el árbitro. Así se transformó el boxeo de un deporte “salvaje” en uno más “civilizado”, en el que no toda clase de ataque está permitida. Lo mismo puede forzarse con la política.
En cualquier caso, probablemente sea la comunidad de electores la que termine exigiendo una nueva conducta de los “luchadores” políticos, cuando se percate de que el estilo tradicional de combate público tiene un elevado costo social.
Las consideraciones anteriores llevan a la cuestión de la forma más democrática de conducir las licitaciones políticas. Por lo expuesto, se entiende que la producción de una política pública requiere el concurso profesional de pequeñas unidades, de un número reducido de cerebros pensando en el tema como problema complejo, interconectado. En los Estados Unidos se emplea el término think tanks para referirse a esas unidades compactas. Tal vez una buena traducción sea la de “centros de política aplicada”. ¿No hay acá un riesgo de aristocratización del proceso político?
En 1991 fue publicado el libro The Idea Brokers: Think Tanks and the Rise of the New Policy Elite, escrito por James Allen Smith. Allí se encuentra una evaluación según la cual los think tanks norteamericanos se han alejado del público y, según él, de los propósitos de los patrocinantes originales, que esperaban que esas organizaciones de política aplicada sirviesen para educar al público y para proveer bases libres de valores desde las cuales se pudiera juzgar la eficacia de las políticas públicas. Los think tanks se limitan, por regla general, a comunicarse con los miembros de las élites, mientras el público permanece ausente de los debates.
Contra este “gobierno de expertos” alertaba Woodrow Wilson: “¿Qué nos espera si va a ocuparse científicamente de nosotros un reducido número de caballeros que serían los únicos en comprender las cosas?” O como lo pone John H. Fund: “Las políticas públicas son demasiado importantes para dejarlas en manos de los expertos”.
La invención política, naturalmente, no puede ser coto exclusivo de centros de política aplicada, pero es obvio, según el análisis del punto anterior que tampoco puede esperarse que surja coherentemente de una deliberación colectiva. La salida al problema estriba en que los “brujos” se entiendan a sí mismos como responsables ante la “tribu” y no únicamente ante los “caciques”. Es decir, que el producto de sus análisis tenga carácter público.
La comunicación entre “brujos” y “caciques” es no sólo necesaria, sino el cauce habitual para tramitar y ejecutar la invención política. Toda organización, incluyendo acá las organizaciones biológicas, exhibe una estructura de “cogollo”, como han debido comprobarlo ya las organizaciones políticas de reciente cuño, que han surgido con el pretexto de suplantar las viejas organizaciones, entre otras cosas, por “cogolléricas”. Todas han generado sus propios cogollos; nada ha cambiado a este respecto.
De modo que el problema no reside en negar el hecho incontestable de que cualquier organización requiere un órgano de dirección y que éste debe estar compuesto por un número reducido de personas. El punto está en si ésta es una aristocracia cerrada o una aristocracia abierta al “demos”: una aristodemocracia.
En una concepción clínica de la política, esto es, en una política entendida como actividad de carácter médico, el político no es el “jefe” del pueblo. Es un experto que de todos modos debe someter al paciente la consideración del tratamiento. El que debe decidir en última instancia si se toma la pastilla es el pueblo. El político debe limitarse a ser el ductor del aparato del Estado. Elegimos un jefe de Estado, no un jefe de los venezolanos.
Defender ideas de esta clase requiere una gran fe en la inteligencia colectiva, exige abandonar la idea de que el pueblo es bruto y no responde sino a sobornos o convocatorias emotivas. En los focus groups de Hinterlaces sale el tema. Algunos participantes que se confiesan chavistas dijeron: “Es que antes no existíamos”. “Lo más importante que se ha conseguido es el respeto”. “Ahora tenemos esperanza, tenemos una oportunidad, tenemos por qué luchar“. “Me gusta la participación que hay, porque antes no nos tomaban en cuenta para nada”. Pero habitantes de los barrios que se describen como ni-ni o independientes también señalaron: “La oposición piensa que somos ignorantes y marginales”. “Ellos creen que en los barrios no hay gente inteligente, que uno no tiene derecho a tener un buen par de zapatos de marca o a tener un buen celular… Nos siguen despreciando”.
El pueblo está listo para oír a quienes le digan la verdad, responsablemente.
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