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Ayer ocurrió la celebración de las bodas de madera de la deposición de Hugo Chávez Frías, del 11 de abril de 2002. Como era de esperarse, éste presidió un enésimo acto de los que gusta dirigir, y por supuesto quiso monopolizar el significado de la fecha, presentándolo deformadamente. Como era de esperar, se cuidó de rememorar la hipócrita mansedumbre con la que regresó al poder, ofreciendo conciliación, rectificación y cristiana contrición. Sus actuales coordenadas distan mucho del susto que recibió por aquellos días.

Es así como, para fines estrictamente circenses y oportunistas, y a cinco años de unos eventos que jamás han sido clarificados por una nonata «comisión de la verdad», se imputa ahora a cuatro miembros de la Guardia Nacional por una de las muertes, alrededor de un centenar, de aquel fatídico día.

Chávez, es lo que se expone en el artículo que sigue, provocó los acontecimientos del 11 de abril de 2002, los deplorables como los meritorios, con su insolencia y su arbitrariedad, rasgos que en él se han consagrado como técnicas de gobierno.

Pero también hubo, el 11 de abril de 2002, otra tragedia, otra insolencia y otra arbitrariedad más hipócritas. Y ésas fueron las que protagonizaran unos conspiradores antichavistas cuya cabeza visible era el Presidente de Fedecámaras de la época, Pedro Carmona Estanga. A estas alturas, hasta la Ley de Libertad de Información de los Estados Unidos ha permitido conocer documentos de su Agencia Central de Inteligencia, que dan cuenta de la existencia de esa conspiración y del conocimiento del gobierno norteamericano de lo que se preparaba. Por ejemplo, un Informe Ejecutivo Senior del 6 de abril de 2002 advertía: “Para provocar una acción militar, los conspiradores pueden tratar de explotar el descontento que surja de manifestaciones de la oposición programadas para más adelante en el mes o de huelgas en curso en la compañía petrolera estatal PDVSA”.

Detrás de todo el asunto operó, sin hacerse explícita, una justificación jurídica para las arbitrariedades que, el día 12 de abril, se expresarían en el decreto que leyera Daniel Romero (asistente y representante de Carlos Andrés Pérez), y que fuera refrendado voluntariamente por, entre otros, Manuel Rosales. El 26 de julio de 2001 el abogado Oswaldo Páez Pumar había sostenido, ante la asamblea de Fedecámaras que eligió en Margarita a Carmona como su presidente, la peregrina idea de que la Constitución vigente era la de 1961, puesto que ésta establecía en su artículo 250 que no podría ser derogada por “otro medio distinto del que ella misma dispone”, y una constituyente no estaba contemplada en esa constitución. En verdad, el texto de 1961 ¡no dispone de absolutamente ningún medio para derogarlo! Su artículo 250 se refería a algo inexistente.

A pesar de esta inconsistencia, la tesis de Páez Pumar confirió tranquilidad de espíritu a Carmona para volar de un plumazo la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia, aunque el pretexto de su asunción era un tal “vacío de poder” que, en todo caso, sólo afectaba a la cabeza del Ejecutivo Nacional.

El experimento usufructuado brevemente por Carmona hizo un enorme daño a la oposición venezolana a Chávez, del que todavía no se ha recuperado plenamente.

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