El doctor George Friedman—Ph. D. en Government de la Universidad de Cornell—es un destacado científico-político norteamericano, venido con sus padres—sobrevivientes del Holocausto—de Hungría en 1949 para escapar de la pesadilla comunista. Es el fundador y principal funcionario ejecutivo de Stratfor (Strategic Forecasting), un think-tank de corte conservador—Friedman se describe a sí mismo como un “republicano conservador”—que data de 1996 y ejerce indudable influencia, gracias a sus muy informados análisis de los eventos y procesos mundiales. El sitio web de Stratfor informa que Friedman “guía la visión estratégica” del instituto, “ayudando a conformar los pronósticos geopolíticos de largo alcance y también supervisando y asignando operaciones tácticas de inteligencia”. Una descripción impresionante, fraseada en la jerga característica de los consultores norteamericanos, que funciona estupendamente para el mercadeo de sus servicios.
Muy recientemente (24 de abril de 2007), Stratfor publicó en su “Diario Geopolítico” un escueto análisis acerca de las posibilidades de una unión de los países de América del Sur (UNASUR). Su título: The Obstacles to Latin America’s UNASUR. Friedman ha debido “supervisar” el trabajo y guiado su “visión estratégica”.
El breve estudio comienza por notar que Freddy Ehlers Zurita, Secretario General de la Comunidad Andina de Naciones, había declarado el día antes de la emisión de la pieza de Stratfor que la CAN y MERCOSUR debían fusionarse para dar origen a UNASUR. A continuación, el análisis registra que el sueño de la unión sudamericana es tan viejo como los intentos de Bolívar a comienzos del siglo XIX. Luego viene la siguiente afirmación: “Los jefes de Estado de todos los doce países suramericanos apoyaron la formación de UNASUR el 17 de abril, mientras asistían a la Primera Cumbre Energética de América del Sur en la isla de Margarita, en Venezuela. Pero no pudieron acometer significativamente las tres cosas que condenan un esfuerzo tal: modelos económicos en conflicto, ambiciones regionales contradictorias y la geografía”.
La apreciación de Stratfor tiene, sin duda, una buena justificación. Por una parte, destaca cómo no hay unidad en el continente suramericano respecto de los modelos económicos a seguir. Mientras países como Chile, Colombia y hasta Brasil ejecutan políticas favorables a las economías de mercado, otros países—entre ellos destacadamente Venezuela—se han pronunciado por esquemas socialistas muy suspicaces, e incluso antagónicos, de la actividad económica privada.
Por otra parte, Stratfor concede suprema importancia a la enorme escala de Brasil. Yendo tan atrás como 1494 (Tratado de Tordesillas), los analistas de Stratfor comentan que “…Brasil emergió como una inmensa nación con tremendos recursos, su propia lengua y un fuerte sentido de identidad. No es probable que Brasil se acoja a un acuerdo regional fuerte que no controle”. Es decir, preferiría la actual situación de MERCOSUR, pacto en el que es la influencia predominante, a un tratado de UNASUR en el que su determinante liderazgo se vea disminuido.
Pero a pesar de haber mencionado el obstáculo geográfico, el mismo informe reconoce que acá hay algo de progreso: “…las barreras geográficas están disminuyendo gradualmente. Se construye túneles en Los Andes, mientras cruzan el interior del continente carreteras, ferrocarriles y oleoductos”.
Una vez expuestos los que considera los obstáculos principales, Stratfor procede a recomendar una línea a los sudamericanos: imitar a Europa. Así apunta: “He aquí donde los éxitos y fracasos de la Unión Europea pudieran ser instructivos. La Unión Europea demostró que es mucho más fácil formar una unión económica que una política”. Esto, es, que debiéramos integrarnos económicamente, no políticamente.
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Es una opinión largamente sostenida por el autor que la línea a seguir debe ser todo lo contrario, que hemos procurado imitar por demasiado tiempo el modelo europeo de integración cuando nuestras condiciones eran, y son, enteramente diferentes a las de Europa.
El germen de la Unión Europea fue la creación de la Comunidad del Carbón y del Acero en 1946. Hacía sólo un año que la Segunda Guerra Mundial había concluido, y este conflicto había sido en gran medida una conflagración general en Europa. Alemanes, franceses, ingleses, rusos, italianos, venían de seis años seguidos de echarse tiros los unos a los otros, sobre sus propios territorios y los de Bélgica, Holanda, Suecia, Noruega, Polonia, Hungría, Austria, Checoslovaquia, Grecia, Finlandia, etcétera. Nadie en su sano juicio hubiera podido proponer una unión política europea en 1946, y por esto el primer paso fue el eficaz aunque tímido proyecto siderúrgico-carbonífero.
Tampoco había sido, por supuesto, la II Guerra Mundial el único conflicto europeo. A través de los siglos estas naciones se combatieron las unas a las otras y, veinte años antes de la más extendida y terrible de las guerras, ya habían tenido una Gran Guerra (la Primera Mundial) que había matado a 18 millones de personas. Las cicatrices y suspicacias de tan larga y catastrófica conflictividad no podían solventarse de la noche a la mañana. Varias entre sus naciones habían sido primeras potencias en su momento: la España de Carlos V, la Francia napoleónica, la Inglaterra victoriana, la Alemania nazi. Todas habían ejercido o aspirado al predominio planetario. La confianza internacional no ha sido nunca moneda de curso corriente entre los europeos.
Añádase a esto la diversidad de lenguas y etnias, muy distinta a la relativa uniformidad del español en la mayor parte de América del Sur y el fraterno portugués de Brasil. (Una de las raíces del idioma castellano es justamente la lengua galaica-portuguesa, que asemeja mucho al portugués y el gallego). Y no hay en Suramérica la convergencia de las etnias diversas de germanos, latinos y eslavos que marca fuertemente a Europa, sino una sola raíz ibérica, de instituciones y costumbres muy similares en toda la heredad hispano-portuguesa.
Europa, por consiguiente, no tenía otro camino que el de la lentitud. A la Comunidad del Carbón y del Acero siguió luego la unión aduanera del Mercado Común Europeo. Más tarde, el esfuerzo se había fortalecido lo suficiente como para designarlo con el nombre de Comunidad Económica Europea. Medio siglo entero debió transcurrir para que pudiera aspirar a la Unión Europea, una entidad política que todavía hoy no es un verdadero Estado supranacional.
Ninguno de estos rasgos divisivos se encuentra en América del Sur. A pesar de esto, siempre concebimos la ansiada integración—todos los países sudamericanos se sabían insuficientes—en términos del modelo europeo. Con nuestra característica capacidad nominalista, hemos creado una serie numerosa de instituciones para la integración: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), la Comunidad Andina de Naciones (CAN, antes Pacto Andino, del que una vez Chile formó parte), MERCOSUR, el ALBA, UNASUR. Al menos puede registrarse el siguiente progreso: ya no se pretende integrar a la llamada América Latina (noción de Napoleón III para incluir a los países de habla francesa en la consideración). Los más recientes amagos se atienen a la realidad geopolítica y se circunscriben al gigantesco condominio ecológico del continente suramericano.
Así, pues, formulamos utopías integracionistas que culminarían, en el fin de los tiempos, como una unión política. Pero, para llegar a ella, teníamos que recorrer primero una fase de integración cultural—con el Pacto Andrés Bello y las giras de Yolanda Moreno para danzar por toda la región—y luego una fase, más difícil, de integración económica. Los resultados, después de setenta años del trabajo de las burocracias de la integración—cuyos funcionarios cobran en dólares exentos de impuestos—son poco halagadores. Si acaso, cada economía nacional se ha atrincherado más dentro de sus propias fronteras, a pesar del aumento del intercambio intrazonal.
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Teníamos frente a las narices otro modelo: el de la creación instantánea de una unión política que ya implicaba, de una vez, la integración económica. Este modelo es de los Estados Unidos de América del Norte, desde donde escriben los amigos de Stratfor. (George Friedman vive en Austin, Texas).
Los Estados Unidos de Norteamérica fueron creados en 1776 mediante su Declaración de Independencia, pero no recibieron estructura formal hasta que su Congreso aprobara (15 de noviembre de 1777) sus Artículos de Confederación, que precedieron a la Constitución, la que no existió hasta diez años más tarde. (Dos años antes del inicio de la Revolución Francesa). El Artículo Cuarto del segundo documento estipuló, de una sola vez, la libertad de tránsito de personas y de bienes por todo el territorio de la misma, en igualdad de condiciones. Esto es, integró económicamente a los trece estados, sin necesidad de establecer secretariados que se ocuparan de integrarlos poco a poco. (El primer párrafo de ese artículo dice: “The better to secure and perpetuate mutual friendship and intercourse among the people of the different States in this Union, the free inhabitants of each of these States, paupers, vagabonds, and fugitives from justice excepted, shall be entitled to all privileges and immunities of free citizens in the several States; and the people of each State shall free ingress and regress to and from any other State, and shall enjoy therein all the privileges of trade and commerce, subject to the same duties, impositions, and restrictions as the inhabitants thereof respectively, provided that such restrictions shall not extend so far as to prevent the removal of property imported into any State, to any other State, of which the owner is an inhabitant; provided also that no imposition, duties or restriction shall be laid by any State, on the property of the United States, or either of them”).
Es legítimo preguntarse por qué la integración política fue posible a los norteamericanos y no a nosotros, ni siquiera en la primera mitad del siglo XIX, cuando ya el experimento de los Estados Unidos llevaba varias décadas funcionando. La respuesta reside en que durante ese período la tecnología de las comunicaciones permaneció prácticamente inalterada, imponiendo una suerte de perímetro máximo a lo integrable. Los Estados Unidos que nacieron en 1776 no ocupaban el área que hoy poseen. En 1776 se reunieron trece colonias norteamericanas cuya superficie conjunta era de 888.000 kilómetros cuadrados. Es decir, una superficie inferior a la de Venezuela. Por esta razón era muy difícil mantener integrada la Gran Colombia, cuatro veces mayor que los Estados Unidos originarios, no digamos la América del Sur entera. Cuando Bolívar escribía una carta a Sucre, ordenándole que persiguiera y presentara batalla a determinado jefe realista, el “término de la distancia” se contaba muy frecuentemente en meses. Hubo casos cuando Bolívar impartió una orden de esa naturaleza en carta fechada cinco días después del fallecimiento del eventual contendiente de Sucre, circunstancia que Bolívar ignoraba en virtud de esa misma lentitud de las comunicaciones. Hoy en día las circunstancias han variado radicalmente, lo que permite que, por ejemplo, el estado de Hawai esté perfectamente integrado a los procesos políticos de sus 49 colegas continentales.
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América del Sur es geográficamente un continente distinguible de Norteamérica. No en vano es tratado así en la costumbre geográfica de los Estados Unidos. (Así lo registra, por ejemplo, la Enciclopedia Británica, editada por la Universidad de Chicago). Es un continente caracterizado por la mayor variedad ecológica y biológica, si se le compara con el resto de los continentes. Es el continente que se despliega sobre la gama más amplia de latitudes. Es el continente que produce más de la mitad del oxígeno del planeta. Es el cuarto más grande de los continentes, con una superficie total de 17 millones 800 mil kilómetros cuadrados, o un 12% de la superficie terrestre del planeta.
Como espacio geopolítico y ecológico, pues, tiene sentido pensar en su organización política de conjunto. Y tiene sentido en momentos cuando asistimos a la manifestación del intento de NAFTA en Norteamérica, del intento de la Comunidad Europea, de los reacomodos que ya comienzan a producirse en el área asiática. Tiene más sentido aún si consideramos que el mundo, como apuntábamos, va hacia una planetización política, en la que la coexistencia de culturas diversas será una realidad.
Lo equivocado está en suponer que la integración económica es más fácil que la integración política. Esto no es así. La actividad económica tiende a presentar, como rasgo predominante de su proceso, el carácter de lo competitivo. Difícilmente puede entonces conducirnos a la integración efectiva, sobre todo si cada componente de los pactos de integración económica se comprende a sí mismo como portador de una vocación perenne de Estado independiente. ¿Por qué es tan difícil un acuerdo, digamos, en el seno del Pacto Andino? Porque Bolivia supone que algún día habrá de ser ella sola, por más distante que esto se halle en el futuro, como los Estados Unidos. Porque Venezuela pretende lo mismo, porque Colombia pretende igualmente, y así sucesivamente.
La integración a la que debe procederse lo antes que sea posible es la integración política. La integración económica vendrá entonces por sí sola, con el proceso casi automático de la acomodación de las unidades productivas, lo que es mucho más sano y flexible que las integraciones económicas forzadas a partir de burocracias tecnocráticas, que si han fracasado dentro de los límites nacionales, con mayor certidumbre fracasarán en el intento de manejar entidades de escala superior.
El perímetro máximo a considerar es el sudamericano. Es factible que no todos los actuales países de este continente se avengan a este tratamiento. Es posible concebir perímetros menores. Puede ser que no le sea tan fácil a Brasil, por ejemplo, integrarse en una unión del tipo descrito, lo que sería comprensible pues, a fin de cuentas, Brasil es casi por sí solo un subcontinente, y con una base poblacional de más de ciento ochenta millones de habitantes puede sustentar legítimamente la idea de autosuficiencia política. Nuestro criterio, sin embargo, es que Brasil se encontraría extrañado fuera de una unión sudamericana, pues fuera de ella no sería fácil que se explicara a sí mismo. Pero con toda probabilidad será más fácil—y equilibrado—integrar políticamente a Suramérica por partes. Esto es, el arco bolivariano que coincide con la Comunidad Andina de Naciones debe formar un Estado, Brasil por su enorme escala otro, y los países del Cono Sur un tercero.
Para que una cosa así sea sostenible no puede procederse por acuerdo entre jefes de Estado. El asunto es de tal monta que debe consultarse a los habitantes de cada país en referendo, y esto es algo que no debe gustarle mucho a Chávez. (Si a ver vamos, es difícil imaginar a cualquiera de los jefes de Estado del área sometiéndose a una entidad supranacional de esa escala).
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No todos los conservadores norteamericanos piensan como Stratfor-Friedman, que repiten la receta de integración económica sin integración política. El 2 de agosto de 1993 el esquema integracionista europeo, ya debilitado por la poco entusiasta—hasta difícil—aprobación del Tratado de Maastricht por parte de varios de los países de la Comunidad, recibió un golpe de importante magnitud. La especulación monetaria desatada contra las monedas de Francia, Dinamarca, Bélgica, España y Portugal, como consecuencia de la negativa del Bundesbank a las peticiones de reducción de su tasa de interés clave, pareció descarrilar el programa previsto para la unificación monetaria europea: la meta de una única moneda europea hacia 1999. Al mes siguiente, Milton Friedman, el Premio Nóbel de Economía líder de la llamada escuela de Chicago (escuela monetarista), se expresaba en los términos siguientes: “Si los europeos quieren de veras avanzar en el camino de la integración, deberían comprender que la unidad política debe preceder a la monetaria. El continuar persiguiendo algo que se acerca a una moneda común, mientras cada país mantiene su autonomía política, es una receta segura para el fracaso”. (Entrevista en la revista L’Espresso, 26 de septiembre de 1993).
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