En algunas ocasiones se hace posible trazar el origen de una expresión, lo que no es tan fácil si ella es particularmente afortunada, pues en este caso varios reivindican la paternidad, como si se tratara de ex compañeros sexuales de Anna Nicole Smith que compiten por la custodia y presunta fortuna de su menor hija. En el caso de la expresión “Guerra Fría” está documentado que el financista Bernard Baruch, influyente asesor de Franklin Delano Roosevelt, la empleó por primera vez en un discurso pronunciado el 16 de abril de 1947. La popularización de los términos, no obstante, se debe al periodista liberal (en el sentido norteamericano de “izquierdista”) Walter Lipmannn, quien escribiera el libro The Cold War ese mismo año.
Una guerra “fría” es una que no llega a expresarse en la confrontación bélica directa de los contendientes. La Guerra Fría denota el período de casi cincuenta años que caracterizó las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, cada nación soportada por un cúmulo de aliados, una vez concluida la Segunda Guerra Mundial y hasta el desplome del régimen soviético. Cubre, por tanto, el bilateralismo del Primer y el Segundo mundos—el grupo de países capitalistas enfrentado al de los países comunistas—del que estaba excluido el Tercer Mundo, o países pobres o subdesarrollados. (Más tarde designados con el eufemismo de países “en vías de desarrollo”, para evitar la connotación despreciativa implicada en el término “subdesarrollados). Explícitamente, no obstante, pretendían quedar fuera de la confrontación los países que formaron el movimiento de los “no alineados”.
Los rusos y los norteamericanos no combatieron jamás—directamente—con las armas los unos a los otros. Prefirieron entrometerse en guerras de terceros, pero sobre líneas de clara demarcación entre las preferencias por el Primer Mundo o el Segundo. Así se peleó la Guerra de Corea y también la de Viet Nam, y escasamente hubo en ese tiempo algún conflicto militar que no estuviese cubierto por la tensión bipolar de la Guerra Fría. Pero toda la época se caracterizó por una guerra ideológica, un intenso espionaje mutuo y una preocupante carrera armamentista. Sobre todo a partir de 1949, cuando la primera detonación de un artefacto nuclear por los soviéticos puso fin al monopolio estadounidense en este campo, la escalada armamentista adquirió visos de enorme peligrosidad para el mundo entero. Para agosto de 1984, Thomas Ackerman, James Pollack y Carl Sagan habían calculado que un intercambio nuclear de 5.000 megatones, la mitad del arsenal de la época, tendría como una de sus secuelas un descomunal invierno artificial, en el que nubes de hollín y de polvo generadas por las explosiones harían barrera a más del 90% de la radiación solar incidente, y esto sin contar el efecto del desplazamiento de las nubes propiamente radioactivas. Tan apocalíptica visión dio paso a un equilibrio en verdad tenido como “loco”: MAD era el nombre que refería la idea de que ni la Unión Soviética ni los Estados Unidos iniciarían una guerra nuclear, pues tal movida desencadenaría una Mutual Assured Destruction.
Ésta era la neurótica paz que propiciaba la Guerra Fría. Se hicieron de antonomasia los más fríos analistas. En particular uno de ellos, Hermann Kahn—que fuera el modelo del Dr. Strangelove, representado por Peter Sellers en una famosa película del mismo nombre—era tan desalmado como para acuñar el término de “megamuertes”, una unidad cómoda para computar las pérdidas humanas estimadas para distintos escenarios de conflicto nuclear. (On Thermonuclear War, 1960, en título alusivo a la clásica obra Sobre la guerra, de Carl von Clausewitz).
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Ahora, sin embargo, terminada ya la Guerra Fría de Baruch y Lipmann, se ha iniciado una segunda. Hay una guerra fría clarísima entre los Estados Unidos y Venezuela, la que cada vez adquiere más tensión. Estamos, por supuesto, ante una guerra fría asimétrica. El potencial bélico norteamericano es incomparablemente mayor que el venezolano; obviamente, no son armamento que asuste a la gran potencia norteña los 100.000 fusiles Kalashnikov que Hugo Chávez ordenara adquirir para armar a sus milicias “bolivarianas”. Si se diera un conflicto militar abierto entre Venezuela y los Estados Unidos la destrucción asegurada ya no sería mutua, sino unilateral. Lo destruido sería venezolano; no hay manera de que nuestras fuerzas armadas coloquen un solo soldado en territorio estadounidense.
A pesar de esto, no parece haber la posibilidad de una confrontación armada entre ambos países. Aunque los Estados Unidos—más bien, el gobierno de George W. Bush—pudiesen armar un caso para terminar de declarar a nuestro país como un “Estado forajido” (rogue country), por ejemplo por la vía de sus acusaciones sobre narcotráfico desde nuestro territorio con presunta anuencia o, al menos, negligencia gubernamental, o al señalarnos como refugio de terroristas, el actual Congreso norteamericano, ya enfrentado al presidente Bush por la guerra de Irak, no aprobaría un centavo de dólar para una invasión a Venezuela, ni siquiera en condiciones de una crisis energética muy acusada.
Lo que queda es una guerra fría, y en ella los Estados Unidos no tienen argumento para asegurar una condena de Venezuela por parte de la Organización de las Naciones Unidas o su Consejo de Seguridad. De las cuatro potencias que, además de los propios Estados Unidos, tienen poder de veto en el seno de ese consejo, Venezuela tiene relaciones razonablemente buenas con al menos tres de ellas: Rusia, China y Francia, aun cuando en esta última, una vez dado el triunfo electoral de Sarkozy—cuestionado aun antes de asumir la presidencia francesa por vacacionar en el yate de un amigo multimillonario y advertido por nuevos brotes de violencia en su país, justamente para protestar su triunfo—, las cosas ya no le serán tan favorables. Pero ¿cuál sería el caso de Estados Unidos contra Venezuela, que no enriquece uranio como Irán, ni detona artefactos nucleares como Corea del Norte? ¿Sería suficiente para una resolución de la ONU que verdaderamente afecte a nuestro país acusarlo de promover acuerdos comerciales y políticos con Irán por toda América Latina, como ahora hace Chávez, convertido en todo un agente de negocios de la antigua Persia?
Y es que ni siquiera es claro que la Organización de Estados Americanos, cuya Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha asumido el examen del caso de la concesión denegada a RCTV, esté próxima a una execración de Venezuela. Un miembro de esta comisión, su relator sobre libertad de expresión, por cierto venezolano, Ignacio Álvarez, acaba de declarar a El Mercurio de Chile en los siguientes términos: “Los Estados tienen la facultad de administrar el espectro radioeléctrico y tomar decisiones respecto de la asignación de concesiones y la renovación de éstas. Esto forma parte de la soberanía». (Cabe apuntar que Álvarez señaló asimismo, reporta ANSA, que debe haber respeto a otros estándares internacionales, como los de observar la corrección del proceso administrativo y evitar que la decisión soberana se tome sobre la base de la línea editorial de los medios, así como que exista “la posibilidad de recurrir a un órgano jurisdiccional independiente y autónomo para que revise la legalidad de las decisiones que se tomen”. En este caso, la OEA, por intermedio de la CIDH, tendría que declarar que nuestro Tribunal Supremo de Justicia, ante el que RCTV ha interpuesto un recurso de nulidad de la medida anunciada por el Ejecutivo, no es “un órgano jurisdiccional independiente y autónomo”. No es probable que el organismo gerenciado por Insulza quiera meterse en un brete de ese tamaño.
En consecuencia, en la pelea de perros de Bush y Chávez no hay muchos que quieran meterse, ni siquiera Álvaro Uribe, que acaba de regresar de Estados Unidos luego de visita poco exitosa—en términos de su aceptación por el Congreso de EE. UU.—para reconfirmar el apoyo estadounidense al Plan Colombia.
La dinámica, pues, conduce a la continuación de la Segunda Guerra Fría, la asimétrica. Aquí ambos gobiernos procurarán molestarse el uno al otro. En relación con la reciente decisión tribunalicia de desechar los cargos contra Luis Posada Carriles se introduce un irritante adicional. Peter Kornbluh, un experto en Cuba de los Archivos Nacionales de Seguridad de los Estados Unidos, ha declarado en los siguientes términos: “Simplemente, es la hora de los aficionados en el Departamento de Justicia. Justamente en el caso en el que el Departamento de Justicia necesitaba manejarlo adecuadamente, lo han hecho en un estilo de policías de comiquitas que es tan poco profesional que casi hace sospechar que procuraban minar su propio caso”. Éste es un hueso que Chávez no dejará de morder, y ya se ha reiterado que Venezuela pedirá formalmente la extradición del ex Disip de origen cubano, aunque sólo sea para exponer que el gobierno norteamericano se rige por un doble estándar en materia de terroristas.
La Casa Blanca, además de comentar negativamente de modo habitual la gestión de Chávez, ha comenzado a apretar por el lado de las drogas. Resalta ahora un elemento nuevo: que el tráfico desde Venezuela ya no sólo parte de aeropuertos clandestinos, sino que desde aeropuertos nacionales, y en vuelos comerciales, se está transportando drogas en cantidades muy apreciables. John Walters, el zar antidrogas de los EE. UU., puso como ejemplo la incautación de una tonelada métrica de cocaína en México en febrero pasado, empacada en una veintena de valijas embarcadas en un vuelo comercial proveniente de Maiquetía. Poco veladamente, sugirió que una cantidad de ese tamaño hace presumir corrupción local. Nuestro gobierno replica que Venezuela es una víctima del narcotráfico, y que nuestros “gloriosos soldados” se la pasan destruyendo alijos de drogas. Por su parte, The Wall Street Journal anota que el Consejo de Control Internacional de Narcóticos, una agencia de las Naciones Unidas, reportó en marzo que Venezuela había aumentado en 87%, en el año de 2005, las capturas totales de cocaína, lo que pareciera desmentir que el país no coopera en la lucha contra las drogas, por lo menos para esas fechas.
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La Segunda Guerra Fría, por supuesto, es esencialmente una batalla de propaganda en la escena internacional. Por más que Chávez tienda a despreciar, insultantemente las más de las veces, cualquier crítica proveniente del exterior, es claro que debe estar preocupado. Su respuesta sobre el tema de las drogas fue más defensiva que agresiva. Viene, por otro lado, de importantes desencuentros con los gobiernos de Chile y Brasil, uno sobre el caso RCTV y otro sobre el caso del etanol. (En el que su gobierno ha incurrido en evidentes contradicciones).
El gobierno venezolano, así como había decidido confrontar a RCTV desde sus inicios, así como Bush buscaba pelea con Irak aun antes del 11 de septiembre de 2001—como lo expuso Bob Woodward en Plan of Attack—también buscó irritar al gobierno estadounidense desde muy temprano. La visita que hiciera a Sadam Hussein en 2000 fue un claro acto de desafío.
Pero está sintiendo la presión, y sabe lo importante que es disfrutar de una imagen internacional favorable. No otra cosa que esto puede explicar la reunión del canciller Maduro y Jesse Chacón, Ministro de Telecomunicaciones e Informática (del Poder Popular), con los embajadores extranjeros acreditados en nuestro país, justamente para explicar la posición del gobierno en torno al caso RCTV, que amenaza con convertirse en enorme raya sobre la imagen internacional de Chávez y su combo. En esta reunión el ministro Chacón, en peculiarísima lectura de la Constitución, aseguró a los pacientes diplomáticos que esta Carta Magna prohibe la renovación automática de las concesiones. Que uno sepa, la Constitución de 1999 prescribe, pero sólo para el expreso caso de las explotaciones de recursos naturales, que “el Estado podrá otorgar concesiones por tiempo determinado” en su Artículo 113, y que “El Ejecutivo Nacional no podrá otorgar concesiones mineras por tiempo indefinido” en el segundo párrafo de su Artículo 156. No se conoce que las Empresas 1BC se dediquen a la explotación minera o de otros recursos naturales. El razonamiento de Chacón se parece al que esgrimía Chávez en 1994, cuando explicaba a la revista Newsweek que la Constitución de 1961 “prácticamente” lo obligaba a rebelarse.
Ayer intentaba Bernardo Álvarez, embajador venezolano ante los Estados Unidos, convencer de que no debía criticarse la acumulación de poderes en Chávez cuando Bush había recibido poderes extraordinarios para su lucha contra el terrorismo. La retórica no causó efecto, pues los circunstantes (en una reunión del Consejo de Asuntos Mundiales del norte de California) no favorecían ninguna concentración excesiva de poderes. Varios de ellos replicaron que aumentar los poderes a Bush no era una buena idea.
La Segunda Guerra Fría es coartada de Chávez tanto como para Bush. No nos sirve para nada a los venezolanos. No sirve para nada a los estadounidenses. En nuestro caso particular, no basta una chequera coyunturalmente abultada para retar a la primera potencia del mundo. Hugo Chávez se ha sobreextendido. Su indudable capacidad, obviamente compulsiva y obsesiva, no le permitirá gestionar la excesiva agenda que se ha impuesto. Ha querido abarcar demasiado. Independientemente de la posible solidez de sus posiciones internacionales—más bien inconsistentes—no tiene cómo manejarlo todo. Va a perder esta guerra fría.
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