Recientemente, una inútil polémica evaluativa ha ocupado a un ex Presidente de los Estados Unidos, James Carter, y al actual, George W Bush. El primero dijo, para luego desdecirse, que Bush Jr. era el peor presidente de la historia de su país. La Casa Blanca observó que los comentarios de Carter comprobaban su creciente irrelevancia.
Es la última encuesta (5 de mayo) de Newsweek, sin embargo, algo que los equipara. En 1979, cuando los Estados Unidos confrontaban la “crisis de los rehenes” en Irán, bajo la presidencia de Carter, este caballero recogía sólo 28% de aprobación por parte de sus conciudadanos. La semana antepasada lo ha empatado George W. Bush, con idéntico porcentaje. (Todavía un punto menos que la peor medición de su presidente padre, que llegó a medir 29%). Casi las dos terceras partes de los estadounidenses consideran que Bush es “terco y renuente a reconocer sus errores” en materia de la ocupación de Irak.
Y es este funesto presidente norteamericano, en quien menos del 30% de los ciudadanos de su país confía, quien dice que aún pone toda su confianza en el Fiscal General de los Estados Unidos, Alberto Gonzales, porque “no ha hecho nada malo”.
Ya es cadáver insepulto Paul Wolfowitz, el que se viera obligado a renunciar a la presidencia del Banco Mundial, a pesar del apoyo de Bush, por su violación a las normas éticas de la institución en beneficio de su “amiga con derecho”. Ahora es Gonzales quien está a punto de caramelo. No sólo se ha visto cada vez más implicado en el despido injusto y sectario de ocho fiscales del Departamento de Justicia, sino que su carácter desalmado se ha evidenciado al conocerse cómo fue a presionar en un hospital—por órdenes de Bush, naturalmente—a un recién operado predecesor, John Ashcrot, quien había declarado ilegal un programa de espionaje telefónico del Ejecutivo. (Bush mismo se encargó de preparar la desconsiderada visita de Gonzales y Andrew Care a Ashcroft, mediante llamada telefónica personal a la esposa del enfermo). El evento fue descrito con pelos y señales la semana pasada por James Comey, antiguo Fiscal General Adjunto, al Comité Judicial del Senado. Gonzales y Care, entonces al servicio directo de la Casa Blanca, presionaron en su presencia al paciente, quien reunió fuerzas para rechazar de nuevo la ilegalidad. (Care llegó acompañado de ruidosa parafernalia de agentes del FBI, quienes recibieron sus órdenes de no permitir que la reunión fuera impedida).
Al día siguiente, impertérrito, Bush reautorizó el programa de espionaje telefónico. Fue sólo después de la amenaza de renuncia de Comey, entonces Fiscal General en funciones, y otros altos funcionarios del Departamento de Justicia, que Bush reculó y pidió que el programa fuera puesto sobre sólidas bases legales.
Estas inhumanas conductas de Gonzales y su jefe—parecen cosas de Nicolás Maduro—muestran a las claras cómo es que Bush es el principal responsable de los desaguisados cometidos por su gobierno, que son muchos, empezando, precisamente, por haber nombrado a Gonzales, a Wolfowitz, a Bolton, a Rumsfeld. Continúa en remojo la posibilidad de un impeachment de Bush y de su Vicepresidente, Dick Cheney. (Cada vez hay más libros e iniciativas estadales y de ciudades norteamericanas sobre el tema). Sólo el frío cálculo político de los demócratas, que medirán las propias conveniencias, pudiera salvarlos de esta última instancia.
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