Fichero

LEA, por favor

La Ficha Semanal anterior (#148) de doctorpolítico suscitó especial interés, y algunos suscritores quisieron conocer el texto completo de la conferencia de Paul Ricoeur en la Semana Social de Rennes de 1972. En vista de la longitud del documento, se emite esta Ficha Semanal #149 con la reproducción de su sección intermedia (Dos pantallas ideológicas), mientras se pospone para la #150, de la semana que viene, la tercera y última sección. (Riposta a la ideología: hacia una nueva estrategia del conflicto). A continuación se trascribe los párrafos introductorios de la conferencia, que precedieron al material publicado la semana anterior. Dijo así Ricoeur:

«Durante la Semana Social de Rennes, se me había solicitado esbozar un análisis, de carácter general, de las motivaciones que nutren nuestras reacciones ante los conflictos.

Hoy procederé de un modo algo distinto. En una primera parte, hilvanaré, paso a paso, la descripción de los nuevos conflictos en nuestra sociedad. Después, en la segunda parte, situaré, frente a estos neo-conflictos, algunas actitudes de carácter ideológico que enmascaran el sentido o incluso la realidad y que nos comprometen con comportamientos estériles: ideología del diálogo o ideología de la confrontación—táctica de huída ante el conflicto o cultura del conflicto a toda costa. Por último, en la tercera parte, extraeré de la crítica de esas motivaciones-pantallas algunas sugerencias teóricas y prácticas dirigidas hacia la búsqueda de una nueva estrategia del conflicto».

La sección publicada hoy contiene puntos de particular gravitación sobre los temas del diálogo y del conflicto, puestos una vez más sobre el tapete político venezolano, sobre todo porque ha sido la disposición a dialogar una de las consignas fundamentales—y refrescantes—de la acción de protesta estudiantil por el cierre de RCTV y aun por parte de los estudiantes que apoyan la medida. Igualmente, constatamos que Ricoeur participaba de la opinión que tiene a las ideologías por entidades de efecto más bien negativo. (Nota a tomar por los políticos convencionales, que creen hallar la solución de sus partidos en la celebración de «congresos ideológicos»).

Ricoeur mismo vivió la imposibilidad del diálogo en los acontecimientos del «mayo francés» (1968), cuando su natural inclinación le impulsó a buscar para sí un papel de mediador. Fue objeto de violentos ataques de parte de los estudiantes rebeldes. Escarmentado, sentenció: «No es el tiempo de la palabra».

LEA

La ideología como pantalla

II. DOS PANTALLAS IDEOLOGICAS.

Quisiera proceder ahora a un análisis de motivaciones.

Hasta ahora no he considerado más que síntomas: la tentación del orden y la ilusión de la disidencia; el agotamiento del sueño tecnológico y el mito de lo simple; el agotamiento de la democracia representativa y la tentación de la democracia directa. Quisiera ahora descubrir, bajo estos síntomas, algunas líneas de fuerza subyacentes. Abordaré, ante todo, lo que yo llamaría motivaciones-pantalla o, si se quiere, ideologías, dando a esta palabra las dos significaciones  siguientes:

– una esquematización impuesta por la fuerza a los hechos;

– después, y sobre todo, una concepción obcecada, falsificadora, que impide reconocer la realidad. Por supuesto siempre hay ideología en los análisis sociales y políticos.

Yo quisiera señalar dos motivaciones-pantalla, dos ideologías, que son opuestas y cada una se alimenta de la otra.

1. La ideología de la conciliación a toda costa.

La primera de ellas nos llevará más tiempo, porque proviene del medio cristiano. Es la ideología de la paz a toda costa; una ideología surgida del cristianismo, en el sentido de que pretende fundarse en la predicación cristiana del amor, tanto bajo su forma teológica como práctica. Predicación teológica: «Dios es amor». Predicación práctica: «amaos los unos a los otros».

Es un hecho que esta confesión de fe—que es la mía—conduce, muy a menudo, a negar teórica y prácticamente la fecundidad de cualquier conflicto; teóricamente, rechazando el conflicto como mal y pecado; prácticamente, rechazando todo recurso a una estrategia conflictiva. Es curioso observar que el rechazo de la lucha de clases, de la violencia revolucionaria, de la guerrilla urbana y de todas las formas de violencia nueva que yo señalaba anteriormente, ocupa el lugar de la antigua objeción de conciencia a la guerra y al servicio militar. Como contrapartida de este rechazo, se privilegia a toda costa la conciliación y la reconci1iación. Es preciso confesar que este debate desgarra en la actualidad la conciencia cristiana, dividida entre un centrismo profundo y de principio, siempre en busca de una tercera vía, y un izquierdismo que busca en una ideología de la revolución una expresión más próxima a la exigencia radical del Evangelio.

Yo quisiera combatir esta ideología del diálogo (que es una idea cristiana enloquecida o, más bien, convertida en juiciosa) tanto en el plano de los hechos como en el de los principios.

De entrada, en el plano de los hechos. Mi crítica se apoya en la toma de conciencia del carácter irreductible de las situaciones de conflicto en la sociedad contemporánea. No repetiré la descripción, ya hecha, de los neo-conflictos; me limito a responder a dos objeciones.

Ante todo, se podría objetar que el conflicto es un rasgo arcaico de nuestra sociedad y que un poco más de racionalidad le pondrá fin. Se podría pensar también que con la racionalidad tecnológica se borrará el papel de la política como lugar de conflictos (se conoce el famoso adagio: un día la administración de las cosas reemplazará al gobierno de los hombres).

A la primera objeción responderé que es una idea ingenua pensar que una sociedad de la previsión y del cálculo—una sociedad del plan, definida hace algunos años por M. Massé como el anti-azar—deba suprimir las fuentes de conflictos. El retroceso del azar en nuestras sociedades señala más bien la extensión de la esfera de control y decisión de los hombres, los cuales, a la vez, son llevados a optar, allí donde en el pasado el azar y las fatalidades actuaban a favor o en contra del hombre, pero según determinaciones no controladas y mal conocidas, incluso desconocidas y desestimadas. Por lo tanto, quien dice extensión de la previsión dice ampliación de las opciones; y quien dice ampliación de éstas, dice multiplicación de las alternativas referentes a los órdenes de prioridad; las sociedades de la previsión son sociedades de opción. Toda planificación democrática desemboca, en última instancia, en la cuestión: ¿Qué clase de sociedad queremos finalmente? Responder a esta cuestión es poner en orden proyectos parciales con relación a un proyecto global, introducir una prioridad entre posibles preferencias: ¿dónde pondremos el acento, en el máximo consumo, en el prestigio, en el poder, en la calidad de la vida, la salud y la cultura?

Ahora bien, es una ilusión creer que los hombres se pondrán de acuerdo fácilmente en un proyecto global: al contrario, se puede pensar—y aún esperar—que con la ampliación de la consulta democrática y la multiplicación del número de instancias consultadas la opción global se convertirá en el reto de una competición cada vez más ardiente; una simple reflexión muestra que es poco probable que los deseos a corto plazo—y de corta vida—de los individuos puedan  coincidir nunca sin conflicto con el interés colectivo de largo plazo de una sociedad, tal como los competentes podrán concebirlo y proyectarlo. (Por competente entiendo no sólo a los tecnócratas, a los especialistas, sino a todos aquellos que, por una reflexión global aplicada a la dinámica de las sociedades, se sustraerán a la fascinación del corto plazo tal como la cultiva un hombre de deseo y de muerte.) La extensión de la previsión no disminuirá, sino que aumentará el conflicto.

La ilusión ligada a la segunda objeción no es menos peligrosa que la primera. Efectivamente es un error creer que el debilitamiento de lo  político está en el horizonte de nuestra historia. Por un tiempo indefinido, la decisión política—a la cual finalmente retorna toda opción de prioridad en el plano económico y tecnológico—seguirá siendo una fuente irreductible de conflictos.

Por mi parte, concedo un gran crédito a los análisis de lo político desarrollados por un pensador como Julien Freund en «La esencia de lo político». Según él, la acción política obedece a condiciones propias; la ley de la acción política es esencialmente la ley del conflicto, de la lucha con vistas al poder; no pudiendo ser compartido por todos, el poder es siempre objeto de competencia; por esta razón, la relación amigo/enemigo sigue siendo una categoría irreductible de lo político.

Me parece pues peligroso soñar con la muerte del Estado; por el contrario, el que sueña  con la disolución de lo político corre el riesgo de no prestar atención a los procedimientos, que hay que renovar sin cesar, para limitar los efectos y los defectos del poder. Max Weber, dirigiéndose a los pacifistas alemanes poco después de la primera guerra mundial, y reflexionando con ellos sobre la naturaleza de lo político, subrayaba que el uso de la fuerza formaba parte de la ética de responsabilidad que preside el ejercicio político del poder; según él, aquél que no haya integrado esta idea en su visión del mundo, se deslizará, tarde o temprano, del pacifismo al terrorismo; por otra parte, ¿no se ve a menudo a las mismas gentes denunciar la pena de muerte y declararse, al mismo tiempo, a favor de la justicia expeditiva de los tribunales populares? Ya Hegel había meditado sobre esta brusca transformación de la negación teórica del conflicto en el furor destructivo del terror. Del mismo modo, por no haber reflexionado sobre los conflictos propios del ejercicio del poder—en la pretensión y en la conquista, en el derrocamiento y el mantenimiento del mismo—el marxismo se encontró totalmente desguarnecido, teórica y prácticamente, ante un fenómeno como el estalinismo. Para el marxismo, la esencia de los conflictos es puramente económica y social; los conflictos políticos no hacen más que reflejar las contradicciones de la esfera económico-social; de aquí que una política que se proponga eliminar las contradicciones en esta esfera es juzgada como buena, cualquiera que sean las propias contradicciones que ella desarrolle. La fuente de este error está en la teoría misma: si se admite que los conflictos tienen únicamente una fuente económica, se está sin defensa contra la patología propiamente política, y, más particularmente, contra la patología que siempre puede insertarse en la resolución política de los conflictos económicos. Sólo quienes han reconocido, teórica y prácticamente—como Maquiavelo, Rousseau, Hegel, Max Weber—la naturaleza irreductiblemente polémica y conflictiva del ejercicio del poder, pueden estar armados contra la patología engendrada por esta estructura conflictiva. El carácter de decisión que se halla unido a la política como tal, con su cortejo de presión, fuerza y violencia, parece que es un rasgo esencial de la acción política tal como la conocemos hasta el presente.

Tal vez aún se objetará que este estatuto conflictivo de lo político desaparecerá junto con ciertos conflictos mayores de la sociedad, precisamente los de clases. Por mi parte, considero improbable que la solución de los conflictos descritos por Marx, supuestos provenir sólo de la apropiación privada de los medios de producción, ponga fin a todo antagonismo entre grupos sociales. La experiencia de medio siglo de ejercicio del poder en los países socialistas muestra más bien que no hay nada de eso. Eso no es sorprendente, porque los conflictos de prioridad, ligados a la previsión, y los de competencia, ligados al ejercicio de la decisión, son rasgos inevitables de nuestra sociedad. Un análisis de la dinámica de los sistemas que existen actualmente conduce directamente a la conclusión de que los medios empleados para resolver una clase de contradicción, desarrolla nuevas contradicciones, las cuales, desplazándose, trasladan también el lugar y la forma del conflicto.

Todos estos ejemplos, y los análisis y reflexiones relacionados con ellos, convergen hacia la misma conclusión, a saber, que las relaciones sociales, económicas y sobre todo políticas, desarrollan formas de conflictos que impiden que se les aplique directamente y sin intermediario un modelo de conciliación o de reconciliación que vale para las relaciones de persona a persona. Los conflictos sociales y políticos son irreductibles a la situación de diálogo engendrada por nuestra experiencia interpersonal.

Esto por lo que se refiere a los hechos. Pero quisiera combatir, sobre el terreno de los principios, lo que he llamado ideología de la conciliación a toda costa; y combatirla en su mismo terreno, que es propiamente teológico.

En mi opinión, es tarea de una teología del amor hacerse cargo de esta dialéctica del conflicto inevitable; lo digo con la conciencia de oponerme a quienes—marxistas en particular—consideran toda teología del amor como una ideología de camuflaje destinada a hacer soportable la explotación. Lo que es ideológico no es la teología del amor, sino su reducción a un modelo muy simple, el del diálogo, y la aplicación de este modelo reducido a situaciones para las que no está hecho. Por eso nuestra tarea es restituir a la teología del amor sus dimensiones comunitarias, políticas y aún cósmicas, que la ideología individualista (privatista», como dice el teólogo alemán Metz) ha asfixiado.

¿Cómo restituir su plena dimensión a una teología del amor? Ante todo, me parece, volviendo a colocar este tema en su ámbito teológico global; es esa separación la que ha hecho de esta noción de amor una abstracción ideológica; el ámbito teológico global de la noción del amor se expresa en el concepto de Reino de Dios.

Es en su relación con este tema del Reino en marcha que toma sentido la afirmación de que Dios es amor, y también la del mandamiento práctico: Amaos los unos a los otros. Reubicado así en el trasfondo de la predicación del Reino, el tema del amor recibe la dimensión amplia de la esperanza, es decir, de la certeza de las postrimerías.

Pero este primer paso hacia una teología del amor, completa y concreta, requiere un segundo paso. Si el amor es una categoría del Reino de Dios y a este título comporta una dimensión escatológica, entonces no es otra cosa que la justicia. Esto es lo que no comprendemos, o comprendemos muy escasamente, cuando hacemos de la caridad la contrapartida, el complemento o el sustituto de la justicia; el amor tiene la misma extensión que la justicia, es su alma, el impulso, la motivación profunda; le da su mira,  que es el otro, de quien testimonia el valor absoluto; añade la certeza del corazón a lo que corre el riesgo de convertirse en jurídico, tecnocrático, burocrático, en el ejercicio de la justicia. Pero a cambio, es en la justicia donde está la realización efectiva, institucional, social del amor.

Tercer paso hacia una auténtica teología del amor (y este tercer paso se conecta con nuestro problema del conflicto): si el amor es solidario del objeto escatológico de la esperanza, y si el camino de su realización es la justicia, el amor -que nos exige que el otro sea libre y reconocido- debe ser capaz de asumir los conflictos. El amor es revolucionario; el amor asume el poder de cambio radical de la esperanza y de la justicia. El amor engendra el conflicto: he aquí la paradoja que es preciso que asumamos teológica,  humana, políticamente.

Esto es lo que quería decir acerca de la primera ideología, la primera motivación-pantalla, la misma que nosotros, cristianos, alimentamos continuamente.

2. La ideología del conflicto a toda costa.

En cuanto a la segunda ideología, si bien venida del exterior del cristianismo, tiende hoy a converger, desde el interior, con lo que yo llamaba anteriormente el izquierdismo cristiano. La denominaré la ideología del conflicto a toda costa.

Ella nos viene por la vía de una «hegelianización» difusa de todos nuestros pensamientos y comportamientos; hegelianización que es, preciso decirlo, tiene poco que ver con la filosofía misma de Hegel, el cual no ha pensado más que una cosa: la contradicción superada, sobrepasada, en la acción, en el arte, la religión y la filosofía. A lo que apunto es a un hegelianismo popular, que nos ha sido trasmitido a través de todas las popularizaciones de Marx y de Nietzsche.

Es un fenómeno cultural global que hemos de intentar comprender, porque es lo que subyace a todos los comportamientos de disidencia que he descrito en la primera parte. Igual que la ideología del diálogo enceguece ante algunos hechos masivos, en particular de naturaleza política, como he recordado antes, la ideología del conflicto a toda costa oculta otros hechos masivos que no se concilian fácilmente con los precedentes. Estos hechos son, en mi opinión, de dos clases. Por una parte, la atenuación de un tipo de conflictos—los que han surgido del siglo XIX, de la penuria—y que han dominado las situaciones industriales avanzadas, de tipo capitalista, hasta hoy; testimonio de ello son el avance de las legislaciones de tipo Seguridad Social (que no derivan de la ideología de la lucha de clases, sino de una ideología del tipo Centrum alemán) y sobre todo el avance de los procedimientos de conciliación y las estrategias de concertación, en particular en la Europa Occidental. Esta atenuación de una clase de conflictos, aquéllos hacia los que todos los teóricos socialistas del siglo pasado han dirigido sus análisis, crea una situación teórica de frustración, que reclama un reforzamiento, por compensación, de la ideología del conflicto a toda costa.

Este primer hecho masivo parece reforzado por un segundo, también considerable: la tendencia de las grandes potencias nucleares a evitar la escalada hacia los extremos en los conflictos armados. Ciertamente esto no ha suprimido las guerras y la amenaza atómica está siempre presente; pero adquiere cada vez más el carácter de un accidente no deseado, que la diplomacia y la estrategia tienden precisamente a circunscribir y a reducir. Por ello ha resultado cada vez más difícil reintroducir comportamientos de ruptura en la estrategia social de concertación y en la estrategia internacional y militar de disuasión y de equilibrio del terror. De ahí la tentación de aplicar, y aún de imponer, una estrategia esencialmente artificial, minoritaria y voluntarista, a situaciones que hacen cada vez más improbables las acciones de ruptura. Quisiera reflexionar y atraer su atención ahora sobre esta ideología del conflicto a toda costa y esta estrategia del artificio, porque creo que aquí está  la fuente de una patología social de un género muy novedoso que estará jalonada por cuatro palabras: provocación, marginación, teatralización, no-comunicación.

Hay, en efecto, un camino inevitable que conduce, de la búsqueda de la polarización a toda costa, a la voluntad de hacer fracasar todo intento institucional de concertación por acciones de ruptura, hasta la táctica de la provocación; (tomo por ejemplo las «reivindicaciones no-negociables» presentadas por los estudiantes de algunos campus norteamericanos).

Desgraciadamente no puede impugnarse que este engranaje depende de la patología social. En su último estadio, el de la provocación, esta táctica ofrece una salida a los impulsos agresivos y neuróticos de los jefes secundarios y de los terroristas clandestinos. La palabra provocador lo define bien. En una sociedad muy evolucionada y en la que los mecanismos sociales son muy frágiles, la táctica de provocación me parece en el fondo anti-pedagógica: en efecto, el problema fundamental para la izquierda revolucionaria hoy en día es ganar nuevas capas sociales para la crítica del sistema; pero se las aliena y aleja de la toma de conciencia, a base de traumatismos y provocaciones, en tanto que el grueso de la opinión es rechazada en una actitud defensiva-represiva.

La marginación es, sin duda, el mayor peligro que corren actualmente los grupos de impugnación; ella es la contrapartida del reforzamiento de todos los poderes establecidos, en un sentido cada vez más represivo y policiaco. La polarización—que se nos quiere imponer a toda costa—está a punto de producir en todas partes del mundo sus amargos frutos: el ciclo impugnación-represión está bien instrumentado, pero actúa cada vez más en beneficio del poder y en detrimento de las libertades públicas.

En cuanto a la acción, o mejor pseudo-acción, está contaminada por la búsqueda de lo espectacular, por la teatralización. Es impresionante ver que cuando la acción se hace ineficaz tiende a convertirse en espectacular. Yo comprendo ciertamente la intención: cuando la palabra ordinaria ha perdido su eficacia, puede parecer hábil aplicar, a las masas cloroformizadas,  una terapéutica de choque; pero el efecto es tan desastroso para los que administran la medicina como para quienes la reciben Es lo que yo llamo la teatralización. Entiendo por esto la sustitución de la política real por una especie de política-ficción, incapaz de separar lo fantástico de lo real, y reducido a una puesta en escena. Yo quisiera que la «guerrilla-theater», tal como la he visto funcionar en las Universidades norteamericanas, fuese un medio nuevo y eficaz de abrir las masas a la política, pero sería preciso que ello no fuese el índice de que toda la acción se ha convertido en teatral. Es cierto que la acción simbólica tiene su fuerza, como la tenían los gestos simbólicos de los antiguos profetas de Israel; pero ¿hay algo más peligroso que una acción reducida a un fantasma y subrepticiamente sustraída a las condiciones reales de la acción eficaz?. La acción tiene sus leyes, su propia racionalidad; es el signo de la contra-cultura negar estas leyes y esta racionalidad. Pero el precio que se paga está ahí: la impotencia para ejercer influjo sobre la sociedad.

Lo más grave de todo es el progreso de la no-comunicación en la sociedad, lo que ha sido evocado por M. Laplantine. La patología del conflicto en nuestra sociedad llega a su culmen cuando el adversario ya ni siquiera es reconocido; se ha hablado aquí de la sociedad en migajas, en todos los planos: profesional, cultural, religioso; su aspecto más grave es la ruptura del lugar social al nivel del lenguaje, de los géneros de vida, y el nacimiento de una sociedad paralela o, como dicen los norteamericanos, de la «alternative society». Pero, ¿qué alternativa sino la disidencia que deja todo en su lugar, que inquieta y amenaza sin plantar semillas de cambio?

Paul Ricoeur

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